Venezuela

El laberinto emocional de los niños dejados atrás: la tragedia invisible

Jennifer, de 15 años, es una víctima de abuso sexual. Su madre migró y su abuela no entiende lo que le está pasando. En el empobrecido estado Sucre, la niñez dejada atrás por padres migrantes se configura como una tragedia silenciosa

Ilustraciones: Cortesía Alberto Ruiz Rodríguez
Publicidad

Jennifer* tiene 15 años, desde hace unos ocho meses volvió a mojar la cama. Sueña con el momento en el que su mamá regrese a Venezuela y se la lleve a vivir a Ecuador. La madre migró en febrero del 2020 para resolver la situación económica y poder darle una mejor calidad de vida a su hija. Al menos eso le dijo al despedirse.

A Jennifer la vida le cambió cuando su madre decidió irse de Cumaná, dejarla a cargo de su abuela y establecerse en Quito. “Solo comíamos una vez al día porque mi mamá, que era secretaria en una escuela, no tenía mucho dinero para comprar comida para mí, mi abuela y ella”, menciona.

Ser una adolescente dejada atrás fue solo el inicio de una serie de acontecimientos que la sumergieron en el miedo y el dolor constante que lleva a cuestas sola. Jennifer guarda un secreto. En la madrugada del 25 de diciembre mientras ella dormía y su abuela celebraba con unas vecinas, un hombre en estado de embriaguez entró en su casa y abusó de ella. Tiene temor de que su madre se entere de lo que le ocurrió en el barrio donde vive, al oeste de la ciudad.

Nadie lo notó, no hubo denuncias. Su abuela no entiende por qué la adolescente, delgada y morena, pasó de ser una niña de risa fácil a permanecer retraída la mayor parte del tiempo y a mojar la cama en las noches. “Mi abuela solo me regaña. Cuando mi mamá llama le dice que yo soy una cochina que se hace pipí en las noches, pero yo no puedo controlarlo, aunque me da pena”.

Además de los traumas propios de sentirse abandonada y estar en manos de una cuidadora que depende económicamente de las remesas que pueda enviar su madre, la adolescente debe luchar con las consecuencias psicológicas del abuso sexual, porque no puede acceder a terapia debido al deficiente sistema de salud pública de Cumaná.

La infraestructura sanitaria pública está llena de carencias y el acceso a tratamiento psicológico garantizado por el Estado venezolano en la red hospitalaria local es una utopía. Las cifras sobre niñez dejada atrás en Sucre son inexistentes, ya que se trata de un tema invisible para las autoridades locales.

Cumaná, puerta de la migración

Jennifer vive en una de las barriadas más grandes de Cumaná, la capital del estado Sucre, una entidad costera que se caracteriza por sus playas paradisíacas.

Pero hoy también se caracteriza por las protestas, mínimo cuatro semanales, ante la precariedad de los servicios públicos como suministro de agua potable y electricidad. Sin dejar de contar que la red de alcantarillado es deficiente y la entrega de alimentos subvencionados por la administración de Nicolás Maduro a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap) no es periódica.

La investigación denominada Impacto de la Emergencia Humanitaria Compleja en el estado Sucre 2015-2022, elaborada por la ONG Incide, una organización que trabaja por los derechos ciudadanos; precisa que en los últimos siete años el 18,5% de la población local ha caído en pobreza.

En Sucre, según Incide, hay 95,5% de pobreza general y de esta cifra, el 87% de la población está en pobreza extrema. Mientras que en Cumaná los datos son los siguientes: la cifra de pobreza general se sitúa en 91,6% y dentro de esta cifra está la de pobreza extrema, calculada en 83%.

La capital del estado Sucre tiene 402.649 habitantes, según cifras arrojadas por ENCOVI, 2021, y de estos, solo 51% está activa económicamente. Es decir, en Cumaná por cada persona empleada hay una desempleada.

En este entorno de pobreza no es difícil imaginar las razones por las que la madre de Jennifer decidió migrar, dejándola a cargo de su abuela, su única familiar directa. La adolescente vive en una casa de techo de zinc y en una habitación con una cama, una peinadora y algunos muñecos viejos como adornos. Y aunque le gustaría coleccionar zapatos y bolsos, tiene tres pares, pero no le pide a su mamá que le envíe dinero para comprar nada más.

En el 2022 aplazó el tercer año de bachillerato. “La mente no me da para estudiar”, dijo con la cabeza hacia el suelo y con la imposibilidad de mantener contacto visual. Ella habla constantemente con su madre por teléfono, pero en ninguna de las llamadas o mensajes de Whatsapp le cuenta sobre el abuso. “Quiero que venga a buscarme, que me lleve a ser feliz con ella, ya no quiero que me envíe plata sino que me saque de aquí, eso es lo que le digo”.

La mamá de Jennifer decidió engrosar las filas del éxodo masivo que ha vivido el país debido a una crisis humanitaria compleja que ya suma 6,8 millones de migrantes y refugiados venezolanos en el mundo, según el comisionado de la Secretaría General de la OEA para la crisis de migrantes y refugiados venezolanos, David Smolanski. El funcionario, a través de su perfil en Twitter, dijo el 30 de agosto del 2022 que es “la crisis más grande del mundo”.

Sucre es  también puerta de salida de migrantes hacia Trinidad y Tobago, un país con el que Venezuela es frontera marítima a través de Güiria, un pueblo costero en la zona oeste de la entidad y en cuyas aguas se han registrado historias de naufragios y muertes de migrantes intentando cruzar el mar.

“Quiero que llegue mi abuelo para poder comer pollo”

La madre de Jennifer optó por Ecuador y no cruzar el mar hacia Trinidad y Tobago como sí lo hizo la madre de Ronald*, un niño de ocho años abandonado por su padre al nacer y criado hasta los cuatro años por su mamá. La joven de 24 años ahora reside en Puerto España y sostiene económicamente a su hijo y a los abuelos del pequeño, quienes se convirtieron en sus cuidadores y de dos hijas más de la pareja, ambas menores de edad y tías de Ronald.

Cuando la madre de Ronald cruzó el mar en una embarcación precaria, de esas que zarpan constantemente y de forma clandestina desde Güiria hacia la isla antillana, el niño quedó a cargo de sus dos abuelos recibiendo todo el cariño de quien es el primer nieto.

Sin embargo, y según relata José*, el abuelo del niño, con la pandemia por COVID-19 la situación económica de la familia se tornó dura y la violencia intrafamiliar comenzó en el hogar. Él tuvo que salir a trabajar a una ciudad cercana a Cumaná y el niño quedó a cargo de su abuela.

“Las peleas y los gritos eran a diario, la falta de dinero y de comida nos afectó. Ella (refiriéndose a su esposa) no distribuye bien el dinero que envía mi hija y el que gano yo; y cuando no estoy no le da de comer bien a Ronald”, relató el hombre de 52 años de edad.

Ronald enfrenta la vida viendo a su madre a través de videollamadas de Whatsapp y esperando que los fines de semana su abuelo llegue a casa para comer algo más que mortadela y pan, el menú que le ofrece su abuela y cuidadora principal.

“Siempre quiero que llegue mi abuelo para poder comer pollo”, dijo mirando y abrazando a José, quien lo tenía cargado en sus piernas. “Mi abuela no me da pollo, ni carne, ni jugo. Mi abuelo sí me hace comida bien”, agregó el pequeño de cabellos negros lacios y mirada penetrante.

José comenta que se dedicaba a hacer todo en su casa, hasta la comida de su nieto e hijas. Esta era la garantía de no tener peleas con su esposa y de que, además, los más pequeños estuvieran bien alimentados. Ahora en su hogar hay una crisis familiar. “No tengo con quien dejar a mi nieto, mi hija no puede venir desde Trinidad a cuidarlo y ya se me pone hasta flaco, tengo las manos atadas”, lamentó.

La crisis migratoria venezolana tomó otro cariz en pandemia. Según Yudicira Rincones, coordinadora del colectivo feminista Tinta Violeta, una organización no gubernamental de Cumaná que atiende a mujeres, niños, niñas y adolescentes víctimas de violencia; durante el periodo de confinamiento se incrementaron los niveles de abusos basados en género.

“La cantidad de gente que decidió emigrar en busca de mejoras económicas se incrementó y también los niños que los padres dejaron en el país, a cargo de otras personas. Ya no tenemos papás o mamás cuidando niños, sino cuidadores que no tienen experiencia ni condiciones económicas para esta labor”, enfatizó.

Violentados y sin apoyo psicológico

La salud mental de los niños dejados atrás es un asunto pendiente para la administración de Nicolás Maduro y el estado Sucre es prueba de ello. El Hospital Universitario Antonio Patricio Alcalá, principal centro sanitario de la entidad, solía incluir servicios gratuitos de psicología infantil con profesionales especializados que ofrecían consultas y terapias gratuitas a través de citas.

Contaba, además, con un ala entera destinada a los pacientes con problemas de salud mental en las que podían ser internados, de ser necesario.

Sin embargo, la fuga de médicos profesionales debido a los bajos sueldos y las precarias condiciones laborales también incluyó a los especialistas en psicología y psiquiatría, dejando a la entidad sin la posibilidad de este tipo de atención garantizada a través de la administración pública.

“En Cumaná no existen, ni tampoco en el estado Sucre o en alguna parte del país, instituciones públicas destinadas a la atención de estos pacientes afectados por la violencia y la migración. Y algo más, este tema ni siquiera está bien manejado por los organismos gubernamentales”, advirtió el psiquiatra y psicoterapeuta Carlos Tineo, quien ejerce en la ciudad.

Desde su punto de vista, la salud mental de los niños dejados atrás, que además son víctimas de abusos sexuales y violencia intrafamiliar, es un tema grave y complejo que se suma a los problemas emocionales propios del proceso migratorio.

“El síndrome de Ulises o síndrome del emigrante no solo afecta a los que se van sino a los que se quedan y entre ellos a los niños. Hay una gama enorme de síntomas: terrores nocturnos, ansiedad, estrés postraumático, depresión. Los niños lo viven como un duelo, hay un trastorno de ansiedad por separación que crea afectaciones en el área emocional”, detalló.

Las alternativas

La infraestructura pública en Cumaná no puede atender la situación de salud mental de Jennifer ni de Ronald, niños que habitan en entornos de violencia a causa de la migración. Acudir a consultas psicológicas privadas podría ser una alternativa, pero sus altos costos en comparación con los bajos ingresos, son una de las principales limitantes.

Una consulta de un profesional de la salud mental en Cumaná oscila entre los 40 y 50 dólares por sesión, mientras que el salario mínimo oficial en el país está fijado entre 25 y 30 dólares por mes, dependiendo de la fluctuación de la tasa de cambio oficial, regida por el Banco Central de Venezuela.

Se trata de un problema invisible para la práctica profesional en salud mental, tanto en el ámbito privado como público, ya que no hay cifras que puedan demostrar cuantitativamente la magnitud de la situación.

Al respecto, el psiquiatra Carlos Tineo, quien ha trabajado junto a ONG nacionales que abordan la situación como Cecodap, enfatizó en que la administración de la salud pública no lleva un registro oficial en torno a temas de salud mental, no hay cifras de pacientes, ni de médicos disponibles o sitios donde puedan recibir atención sanitaria.

Una de las alternativas gratuitas para la atención a estos infantes está a cargo de Yudicira Rincones, coordinadora del colectivo Tinta Violeta, una organización que brinda atención legal, social y psicológica a mujeres y niños víctimas de violencia.

“Las instituciones del estado adolecen de este servicio y los pocos profesionales que hay cobran excesivamente caro. Los cuidadores no tienen para la atención psicológica del niño. Por ello ofrecemos consultas gratuitas”, explicó.

La situación es compleja, Yudicira recibe a niños maltratados y les ofrece tratamiento psicológico para ellos y sus cuidadores: “Queremos adultos operativos pero tenemos una niñez a la que estamos destruyendo”. Y de ese grupo de niños quebrados por las circunstancias de ser dejados atrás, hacen parte Jennifer y Ronald.

Jennifer* es un nombre ficticio, ya que ella es menor de edad.

Ronald* es un nombre ficticio ya que es un menor de edad.

José* nombre cambiado a petición de la fuente

Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.


Publicidad
Publicidad