Crónica

Cuando cae la noche en Caracas

No es de caraqueños perderse una rumba. Pareciera que quedarse en casa es dejar que la vida ocurra en otro lugar —generalmente con poca luz y mucho ruido. Sin embargo, los locales de la ciudad van quedándose con la música a todo volumen retumbando en un salón con cada vez menos personas. El ocaso del país también alcanza a los tragos y la lujuria

Texto y Fotografías: Fabiola Ferrero
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En el último atardecer de la semana las noticias quedan a la intemperie, como flotando en las calles solitarias, mientras algunas personas prescinden de la realidad en antros y discotecas. La inseguridad y los altos costos frenan a muchos. Pero otros tantos prefieren olvidarse de los males con lo que su presupuesto les permita. Después de todo, es viernes por la noche.

El pre despacho se hace en los lugares más tranquilos. Y mientras avanzan las horas van aparecieron cuerpos que se tambalean por las aceras, mujeres que pasean sus tacones guindando de las manos y ojos con el maquillaje chorreado. Pero todo empieza poco a poco. El Cordon Bleu, por ejemplo, tiene vibra de teatro antiguo. Perfecto para iniciarse.

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Entrar allí es irse a la década de los 60. Es un rincón de Plaza Venezuela que se quedó quieto mientras el tiempo pasaba, y todos los presidentes que almorzaban allí —los que ostentaron el cargo desde 1970 hasta Rafael Caldera— Carlos Andrés Pérez y Lusinchi entraron y vieron el mismo papel tapiz que aún adorna sus paredes. “Los únicos que no han venido son Chávez y Maduro”, dice Madeleine, una de las mujeres que trabaja allí.

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El terciopelo rojo con dorado tiene remaches por todos lados porque los visitantes arrancaban pedazos para llevarse consigo algo de la esencia del lugar. Y quién no lo querría, si hasta se dice que allí se planificó el secuestro del presidente de Owen Illinois para 1976, William Niehous.

Era detrás de las cortinas, en una mesa larga, donde los políticos se encerraban a conversar. Con el trago de su preferencia y un plato de pollo frito que iba por la casa. Hoy la famosa fritanga ya no es gratuita. Cuesta 300 bs. Y las botellas de vino que antes se vendían por montón fueron reemplazadas por unas “frías”, que valen 80.

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El piano del salón principal parece dañado. “Eso o necesitan algo muy grande pa’ aguantar el televisor”, dice uno de los clientes. La verdad es que sirve, pero está desafinado. Lo mismo ocurre con el teléfono público que instalaron adentro, único vestigio de modernidad, que hace pocos meses también dejó de funcionar. Las colas que se hacían para entrar ahora son apenas señas y silbidos que hacen desde la calle los visitantes eventuales para que algún encargado salga a abrir la puerta que mantienen con llave. El aforo de 79 personas les quedó grande.

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Adentro todo queda en familia. El local, atendido “por sus propios dueños”, se inauguró en 1969 y aún exhibe el mismo logo azul en la entrada. “CB: Cordon Bleu”, se lee en una pintura claramente retocada. El grupo pequeño de clientes, que ese día veía el partido Brasil-Colombia de la Copa América, se deshacía en recuerdos de la época dorada del restaurant. Entre cuentos de comerciales y novelas filmadas en sus sofás rojos y ambiente con poca luz, sale como sin querer el mundo de afuera. “El ‘finado Víctor”, único miembro que faltaba ese día entre los presentes. “Cuando lo mataron estaba lloviendo y Don Pepe —el dueño original, fallecido en 2012—, le dijo que se quedara”, relata su amigo Octavio Vargas. Él no le hizo caso, porque después de todo, era un viernes en la noche, y el miedo parece desaparecer. Víctor fue asesinado en 2006 al salir del local.

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William Pacheco (*), en cambio, logró salvarse. En El Callejón de La Puñalada también se cruza el peligro con el goce. En el pasillo de Sabana Grande se mezclan los que entran y salen de los bares de rock, hip-hop y gay. El fondo es una pared de graffiti. En esa misma calle, hace poco más de un año, Pachecho recibió cuatro tiros. “Alguien me vio en un local y le avisó a unos tipos afuera. Me pidieron el teléfono, yo me puse bruto y me dieron dos tiros en la pierna, uno en la espalda y otro en el brazo”, recuerda parado en el mismo sitio donde sucedió. Sigue yendo porque “le gusta el ambiente”. Pero no se lo dice a sus amigos cercanos, que dejaron de ir después del incidente.

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Ahora va con un grupo de raperos “underground”. “Tanto que ni siquiera estamos en Facebook”, aclara. La conversación se hace difícil con la batalla de sonidos que hay detrás. Apenas quedan en la mente las últimas palabras de cada frase.7

—Ofendo-contengo-nintendo.

—Gente-Exponente-Miente.

—Sabía-Pedía-Poesía.

Cuando las rimas alcanzan un nivel ofensivo inesperado, sus compañeros echan el torso para atrás y se tapan la boca mientras ríen para darle a entender al MC —el maestro de ceremonia del rap— que va por buen camino.

Atrás hay otro grupo, vestido de negro y con púas que conversan en tonos discretos, con una cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Más allá, otro, en el que un hombre con los ojos tatuados de negro pareciera perforar a cualquiera con la mirada. De manada en manada pulula una rubia, con el cabello tieso por algún gel y una cola bien apretada. “Dame algo ahí pa’ la patada”, dice cada vez que se detiene. Recibe lo que le den, y repite la frase en el siguiente círculo.

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Se respira una tranquilidad oscura. Es una especie de tierra de nadie en la que la ley se esconde. Es un compartir genuino entre “juntos pero no revueltos”. Pero la soledad del camino al callejón es lo que asusta de verdad. Las calles de la Avenida Casanova y Sabana Grande que, antes de acabar en la música de esta calle, parecieran ser de una ciudad en la que todos los habitantes decidieron esconderse.

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Maritza Reyes (*) se acerca pidiendo un yesquero, enciende un cigarrillo, bota una nube de nicotina, y como si fuese una anécdota cualquiera, comienza a hablar de su pasado de drogas y prostitución. “Yo era drogadicta, pero ahora ayudo a jóvenes a salir de eso. Aunque todavía me echo mi pase de vez en cuando, no te voa’ mentí”, dice turnando la boca entre el cigarro y el pitillo  de su trago. Ese día, Maritza se había reencontrado con el hombre con quien probó por primera vez el crack. Los dos, años después de rehabilitación, coincidieron en aquel pasadizo. Se manoseaban como quien espera años por una novia del extranjero.

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Con el soundtrack de “insane in the brain” quedaron atrás los pequeños círculos de gente envuelta en humo. A pocas cuadras, en la Av. Solano, en El Maní, lo que se respiraba no era sino libertad. Las caderas no han entrado al local cuando ya, como con vida propia, empiezan a moverse por su cuenta.10

El que va para El Maní no se queda sentado. No se trata de conquistar. No es galantería. Es baile. Es salsa. Es el Caribe en una pista con La Fania pintada al fondo. Julián, de 72 años, va siempre que puede y deja a su novia en casa. “Ella me da permiso siempre. Yo no vengo a buscar mujeres, a mí lo que me gusta es bailá”, dice bañado en sudor y muerto de risa. Lleva una camisa floreada, pantalones de lino blanco y zapatos de patente. Julián se reparte entre La Asunción en Sabana Grande, Ramón en San Agustín y cualquier otro rincón donde pongan “la salsa más brava”. En medio del cuento pasa una catira y le interrumpe el camino, se la lleva a la pista. Las conversaciones duran poco en El Maní.

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El olor a colonia de los bailarines aguanta cuanto sudor mane de ellos durante la noche. Las manos de sus parejas terminan impregnadas. “Yo mezclo Náutica con One Million”, comenta William, un joven de 32 años que todos los viernes visita el local con un grupo de 6 amigos, todos expertos en salsa. “A las mujeres les gusta que uno baile”, dice. Y que huelan bien, supone.

Pero aunque El Cantante insiste por las cornetas con su “entren que caben cien”, El Maní tiene espacio de sobra para los caraqueños que no fueron. Atrás quedaron los años en que Gilberto Santa Rosa iba después de sus conciertos y el baile se hacía imposible por la falta de espacio. Y hasta el aperitivo que le dio nombre al lugar, que antes se ponía gratis en cada mesa, desapareció. Lo que hay de sobra son las risas. Y los Converse, sandalias y botas que no paran de moverse.

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“Aquí entra de todo. Millonarios que se visten bonito y gente en alpargatas”, dice Jesús González, uno de los encargados del local. Pero no toda Caracas es así. Más hacia sur este del valle, hacia Las Mercedes, las personas deben ir “presentables”, como lo califica José Ángel Coffaro, que va con frecuencia a Holic. “Si vas a salir te pones una camisita de botones y unos buenos zapatos”, cuenta. Con su grupo suele pedir un servicio de ron, que está alrededor de los 3500 bs. Allí el bajo del reggaetón deja los oídos repitiendo el bum, bum, bum, horas después de escapar de él. Horas después de volver al silencio.

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Las mini faldas, las guayaberas, los pantalones holgados y los zapatos de goma, cada quien con su rincón, se olvidan de Venezuela por un rato, aunque cada vez menos. La rumba caraqueña, golpeada y malherida, se niega a morir. Y los lugareños a abandonarla. Porque hay quienes, sin embargo, se escapan un ratito del país; después del trajín de la semana, el viernes por la noche.

(*) Los nombres fueron cambiados por petición de los entrevistados

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