Opinión

Aquella Caracas

Aquella Caracas de mediados de los 1980 me abrió sus puertas y me zambullí a fondo en lo que fue su movida cultural, accesible para un estudiante provinciano sin bienes de fortuna

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No fue la Caracas de los techos rojos, que tantas composiciones ha generado. De los 455 años que cumple hoy la capital de Venezuela, 30 años de mi vida transcurrieron allí. Ir a la universidad a estudiar una carrera de comunicación social, que en los 1980 no se dictaba en Barquisimeto, me empujo a la mudanza y aquella vivencia terminó siendo primordial en mi persona.

A aquella Caracas llegué en las postrimerías del gobierno de Luis Herrera Campins. Se había acabado el festín de la Venezuela Saudita, y como muchos otros de mi generación, se cerraba la puerta para acceder, aun siendo estudiantes con calificaciones excelentes, a optar por una beca Gran Mariscal de Ayacucho. Sin irme del país, con sólo mudarme a la capital, en aquel tiempo, fue mi gran revolución personal.

Siendo estudiante, provinciano como me solía definir entonces, sin plata, apenas con lo justo para sostenerme, dependí de las ayudas económicas de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), que además de permitirme pagar apenas un 10% de la matrícula, me dieron un ingreso económico al contratarme como ayudante en la biblioteca.

Sin embargo, con las limitaciones del caso, y en compañía de mi entonces inseparable Carlos Correa, me lancé a la aventura capitalina. Tuvimos por varios años una agenda que incluía asistir a la Cinemateca Nacional a última función, en la que se contaba usualmente con un cineforo que conducía Perán Erminy. Allí nos disparamos películas a diestra y siniestra, apelando a nuestro carnet de estudiantes teníamos una entrada con precio reducido.

Aunque hoy parezca una imagen de ciencia ficción, salíamos de allí rayando la medianoche y atravesábamos caminando el Parque Los Caobos. No éramos unos locos, había unos cuantos transeúntes nocturnos, además de las parejas que buscaban los rincones más oscuros. Recalábamos en el Gran Café de Sabana Grande a eso de las 12 de la noche, y leíamos alguno de los diarios que ya se vendían comenzando la madrugada, antes de que llegaran a los quioscos. Estaban que chorreaban tinta aquellos periódicos recién impresos.

Con una taza de café que era obligatoria para poder ocupar una mesa, nos sentábamos a presenciar a lo lejos encuentros entre los intelectuales de la época. Solíamos cerrar con algún perro caliente en Plaza Venezuela donde tomaba una camionetica para irme a alguna de las habitaciones que tuve como estudiante en La Vega o San Martín.

No hacía estos tours culturales a diario, obviamente, porque me tocaba estudiar y trabajar, pero si una vez por semana, los viernes o sábados. Nunca fui asaltado, pude caminar libremente por aquella Caracas y moverme a mis anchas sin tener un carro, usando un transporte público que funcionaba prácticamente las 24 horas.

Gracias a algunos profesores vinculados al teatro como Javier Vidal o Marcos Reyes Andrade, asistí gratuitamente a prácticamente todo lo que estaba por estrenarse en la cartelera caraqueña de entonces. Nos daban el pitazo de que había el ensayo general, que es la puesta en escena prácticamente previa al estreno al público de una obra teatral, y así pude acercarme como espectador al mundo teatral.

Una cosa llevó a la otra y por varios años fui asiduo de los festivales internacionales de teatro, siempre con el carnet de estudiante por delante para tener entradas a mejor precio; no tenía presupuesto para ver lo más caro o lo más top, pero presencié teatro de muchos países en lenguas incomprensibles, que me permitieron entender que el teatro era en sí un idioma.

Frecuentaba el Ateneo de Caracas, allí se podía hacer un doble play. Por ejemplo, asistir a la presentación de un libro, ser parte del brindis y disimuladamente hojear los libros que se presentaban como si los fuese a comprar, en algunos casos sí lo hice en otras ocasiones era solamente la oportunidad de escuchar diálogos de alto nivel entre el presentador y el autor; y luego de esto dejarse caer en la sala de cine del Ateneo.

Fui a la ópera en el Municipal, a presentaciones de sinfónicas en el Teresa Carreño, recorrí librerías por el solo gusto de saber que existían. Hace poco falleció el librero Walter Rodríguez, de Lectura en el Centro Comercial Chacaito. De rosto severo, para quien como yo tenía cara de bajo presupuesto, pero amable conectado conmigo por la pasión de la lectura, aquel hombre en no pocas ocasiones dispuso tiempo a orientarme, a mostrarme autores, a hacerme recomendaciones.

Aquella Caracas de mediados de los 1980 me abrió sus puertas y me zambullí a fondo en lo que fue su movida cultural, accesible para un estudiante provinciano sin bienes de fortuna. Aquella Caracas se acabó no sólo porque dejé de ser estudiante. Para mi tuvo un punto de inflexión muy claro: el Caracazo.

En las semanas posteriores a aquellos sucesos viví mi primer contacto cara a cara con una delincuencia armada hasta los dientes. Dos jóvenes drogados me tomaron en una esquina, uno de ellos me puso una pistola en la cabeza y el otro sostenía un perro furibundo, ni se te ocurra salir corriendo fue su advertencia. Luego vinieron otros dos asaltos, pero menos violentos que el primero, incluso dentro de una camioneta de transporte público.

Ya nunca más pude caminar sin miedo por la ciudad. Aquella Caracas que viví siendo estudiante pasó a ser un recuerdo imborrable.

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