Opinión

No es cuestión de ideologías

Algunos sectores de la izquierda europea intentan reducir la crisis política de Venezuela, después de las elecciones del 28 de julio, como un conflicto entre partidos o una guerra de ideas. Lejos de ser una disputa de doctrinas, lo que está en vilo en el país es la democracia

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Explicar la crisis política y humanitaria de Venezuela a través de conceptos por oposición, como derecha-izquierda, es un desatino epistemológico y un reduccionismo intelectual. En el país no se defienden postulados socialistas ni fórmulas neoliberales. La ciudadanía no esgrime sintagmas contra el capital de Karl Marx ni sentencias de libre mercado de Von Hayek.

La gente enarbola la bandera tricolor en marchas pacíficas para defender no sólo los resultados electorales que, al parecer, dan como ganador al candidato de la Plataforma Unitaria Democrática (PUD), Edmundo González Urrutia, con más del 60% de los votos, sino también su libertad.

Las relaciones de poder confrontadas en la nación, lejos del imperialismo yanqui o de las revoluciones comunistas de Latinoamérica —tan glorificadas por románticos que erigen pedestales a figuras como Fidel Castro y que hoy son representados por los ejecutivos de México, Colombia y Brasil—, son los derechos humanos y un régimen feroz que oprime a su pueblo.

Con axiomas desgastados y categorías mohosas de Trotsky, algunos divulgadores del materialismo histórico redactan galimatías con apariencia científica para «descomponer» el desmoronamiento institucional de Venezuela.

En España y en otros países se publican distorsiones como: «El poder del capital manipula el sufragio, porque el control de la riqueza facilita el control del poder. Las elecciones pueden ser más o menos libres, pero la expresión de la voluntad popular siempre está distorsionada por la fuerza social, como el dominio de los medios de comunicación o la manipulación de las redes sociales, hasta cierto punto. Un análisis marxista debe evaluar la dinámica política y social del conflicto», se lee en «La batalla por Venezuela», un artículo de la revista Contexto y Acción.

El engolamiento de las frases y la sugerencia de un estudio «empírico» no oculta, sin embargo, la manipulación de datos. Continúa la nota en desaguisados: «El programa de las movilizaciones de la oposición de extrema derecha es el derrocamiento del gobierno de Maduro. Pero no se trata de una “revolución democrática” contra una tiranía. Si María Corina y Edmundo González toman el poder, la imposición de un régimen dictatorial sería inexorable. Lo que está en juego es un realineamiento de Venezuela con EE.UU (…)».

Con lecturas polarizadas que sólo complacen a ciertos sectores de mando y de la intelectualidad, la izquierda aún concibe la geopolítica mundial como en tiempos de la Guerra Fría: en dos bloques. Carente de inventiva, no ha podido configurar narrativas divorciadas de «los medios de producción y el proletariado» y mucho menos resignificar abstracciones caducas que mistifican el presente. Uno que ni en sueños vislumbró Stalin, caracterizado, entre otros factores, por la renovación de las energías, la influencia de las redes sociales, los neopopulismos y la asimilación de discursos tan antagónicos como complementarios que pueden confluir en un mismo planteamiento teórico o en un programa político de gestión.

De esta posibilidad, por ejemplo, dimanan las diferencias conceptuales y las caracterizaciones democráticas de los presidentes Gabriel Boric y Andrés Manuel López Obrador. El primero encarna una izquierda progresista y el segundo calza otra mucho más anacrónica y retrógrada. Y esta última es la que, con sus interpretaciones antiimperialistas y extremismos, obsta al hecho probado en Miraflores: Maduro se despojó de caretas y del autoritarismo pasó a la dictadura. Basta con volver a algunas de sus declaraciones antes de celebrarse las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024: «Si no quieren que Venezuela caiga en un baño de sangre y en una guerra civil fratricida garanticemos la más grande victoria electoral», amenazó sin cantinfladas. Ya en junio de 2017 profetizó: «Si Venezuela fuera sumida en el caos y la violencia y fuera destruida la revolución bolivariana nosotros iríamos al combate, nosotros jamás nos rendiríamos y lo que no se pudo con los votos lo haríamos con las armas».

Y sangre corrió y armas de fuego se descargaron. Provea registra al menos 24 muertes durante los primeros cuatro días de las protestas postelectorales. Por su parte, el Foro Penal contabiliza hasta el 19 de agosto 1.503 encarcelamientos, entre ellos 129 corresponden a adolescentes y 200 a mujeres. La cifra, no obstante, refuta la jactancia exhibida por Nicolás Maduro que, frente a las cámaras de los medios de comunicación oficialistas, aseguró tener conocimiento de 2.229 detenidos por terrorismo. Ese fue el delito que, sin investigación previa ni debido proceso, les imputó en señal abierta a los desafortunados —dizque por ser confabuladores de la «ultraderecha fascista».

La crueldad del régimen se ensaña contra una población cada vez más empobrecida, desangrada, mermada, exiliada. Los más de siete millones de venezolanos desperdigados en el mundo, valientes que desafiaron hostilidades y penurias, como los peligros selváticos del Darién, migraron por hambre, miseria y la imposibilidad de una convivencia en paz dentro de su tierra. No se querían ir de sus casas ni abandonar a sus familias. Aunque el inventario de pérdidas y los kilómetros recorridos eran incalculables, la fuga fue el remedio a un Estado sin ley. Sumido en la anomia.

Y aunque me molesta tener que justificar mi voz, quien redacta esta nota no comulga con los proyectos xenófobos, racistas y tránsfobos, por nombrar sólo tres de la lista de despropósitos de Vox o de Hermanos de Italia, partido de Giorgia Meloni.

Mi subjetividad política la construyo desde la disidencia como escritor queer e inmigrante residenciado en Barcelona. Entendiendo la disidencia como la «lucha contra los procedimientos puestos en práctica para conducir a los otros», Michael Foucault dixit.

Estas líneas interpelan a los europeos que, al reducir la jornada electoral del 28 de julio como un triunfo de la izquierda sobre la derecha, como prontísimo se avino la militante de Podemos y eurodiputada Irene Montero, niegan el sufrimiento de millones de venezolanos. Los anulan. Con la imprudencia proselitista cometen dos errores: la abolición del ser y el lavado de imagen al déspota. Es lo más parecido a omitir el colonialismo español, belga, inglés, etc. —del que también son herederos y víctimas—. Y también le dan la espalda a quienes han sido perseguidos y asesinados en las calles, a quienes son torturados en las mazmorras del Helicoide, torre lúgubre de reclusión en Caracas y sede operativa del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin).

En sus 101.940 metros cuadrados, que en principios se alzaron para abrigar un centro comercial, se infligen tormentos a presos políticos, defensores, activistas y delincuentes comunes. Es conocido por la infamia que reina en sus celdas, por la sangre que riega su suelo, por los sollozos de los prisioneros que se ahogan en sus pasillos infestados de ratas, cucarachas y excrementos.

La violencia es de Estado

En este momento los líderes occidente que no exijan al Consejo Nacional Electoral (CNE) la entrega de las pruebas que certifican el supuesto triunfo del heredero de Hugo Chávez corrompen un principio básico de la democracia: la soberanía del pueblo.

Los que no se sumen al coro de voces que reprueba los sesgos en la auditoria y verificación de las actas de los comicios aúpan la desestabilidad del país y soslayan las evidencias que han instado a la Misión de Determinación de Hechos sobre Venezuela de la Organización de Naciones Unidas a declarar: «el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y el CNE carecen de imparcialidad e independencia, y han desempeñado un papel dentro de la maquinaria represiva del Estado» —esto a propósito de la convalidación del TSJ a los resultados emitidos por el CNE en la madrugada del 29 de julio—.

Ya al respecto el panel de expertos electorales de la ONU había publicado un balance en el que exponía sin ambages: «El proceso de gestión de resultados del CNE no cumplió las medidas básicas de transparencia e integridad que son esenciales para la realización de elecciones creíbles. Tampoco siguió las disposiciones legales y regulatorias nacionales, y todos los plazos establecidos fueron incumplidos».

Por último, quienes no condenen la represión y persecución chavistas se convierten en cómplices de crímenes de lesa humanidad. Sí, la Corte Penal Internacional (CPI) en 2021 abrió una investigación al gobierno de Maduro y el pasado 12 de agosto emitió un comunicado que suscribía «la evaluación de manera independiente de informes sobre posibles crímenes tras las elecciones presidenciales». Y recalcaba: «todas las personas deben ser protegidas de violaciones que puedan constituir crímenes según el Estatuto de Roma».

Por su parte, Provea acentúa el aumento acelerado de violaciones de DDHH: «Más de 2400 personas detenidas arbitrariamente en 16 días, 150 detenciones diarias, superando ampliamente registros de las protestas del 2014, 2017 y 2019; el doble de detenidos-desaparecidos diariamente en Chile durante los meses de septiembre y diciembre de 1973, tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet».

Los dirigentes y pensadores del Viejo Continente que, por ceguera o más bien contumacia ideológica, se empecinen en levantar a las izquierdas como gran monolito libre de fracturas, que no consienten reproche o mentís, depondrán la razón para hincarse de rodillas a un dogma. La pregunta es: ¿de qué tipo?

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