Sociedad

Clase media: vender un Soto para pagar comida

La poltrona Luis XV o la vajilla de porcelana, en los casos más extremos el apartamento de la playa. Las familias de clase media o media alta se ven obligados a desprenderse de sus activos para medio surfear la ola de la inflación. La venta de artículo de lujo de segunda mano florece

Composición fotográfica: Pedro Agranitis
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Sobrevivir. Resistir. Aguantar. Reconocerse de la clase media tiene su dosis de sufrimiento. Hay nostalgias de vacas gordas y quimeras del norte. Añoranza de pasado, de los tempranos 80, de los tiempos antes de que el Viernes Negro golpeara por primera vez, y con contundencia, a una sociedad que se creía capaz de tenerlo todo y de comprarlo todo.

Pertenecer a la clase media tiene sus exigencias. Implica tener una situación económica estable, necesidades básicas cubiertas y la seguridad suficiente para proponerse metas a mediano y largo plazo dentro del seno familiar. En cualquier país del mundo cada ítem suena razonable, pero en Venezuela supone que ya no es tiempo de comprar sino de vender.

Mantener cierto nivel de vida requiere desprenderse del segundo carro, del apartamento de la playa, de joyas y obras de arte. La carrocería no se come, ni las varillas metálicas de las obras de Jesús Soto, mucho menos el Patek Philippe ni el Swarovski, y en la Patria del siglo XXI entre 50% y 60% del ingreso familiar de este sector de la sociedad se disuelve en comida, de acuerdo con la firma Econométrica.

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El director de la empresa especializada en asesoría económica y financiera, Ángel García Banchs, lo abrevia en Twitter: “Se los voy a decir muy claro: quien en 2015 vivía con 100$ mensuales, hoy vive con 400$ al mes, y vivirá con 1.200$ al mes en 2017”.

Ivy Amanda De La Rosa, como prefiere que la llamen a los efectos de este trabajo, se prepara para la estocada. Se identifica con la advertencia del economista porque está en el grupo cuyo gasto mensual ronda entre los 200 y los 400 dólares. Es una mujer que avanza hacia las filas de la tercera edad y que vive de lo que pudo ahorrar en los tiempos de la Cuarta.

Ivy cada mes se ve obligada a vender más dólares para poder sufragar sus consumos. Tiene un apartamento de 100 metros cuadrados en el este de Caracas. Es la única propiedad horizontal que le queda, porque la residencia de 50 metros cuadrados que tenía en la playa la vendió en 2006. Con el dinero en mano, fue a una casa de bolsa y cambió los 50 millones de bolívares que recibió por la vivienda por divisas, y de los tres carros que tenía, solo se quedó con uno. “He comprado dólares a todos los precios. A 4,30; 7; 8; 10; 100… Siempre guardé, en vez de despilfarrar; pero en esa época tuve la oportunidad de viajar, cada dos años cambiaba carro y aprovechaba las idas a Estados Unidos para renovar el guardarropa completo. Al punto de que podía comprarme zapatos de hasta 100 dólares”, rememora.

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Parte de su patrimonio también incluye obras de arte, entre las que se cuenta un Oswaldo Vigas tasado en 280.000 dólares. “Trabajé años en la banca, y como era amiga de los artistas a todos los banqueros les vendía obras de arte. Era una merchant d’art, y también tuve la posibilidad de quedarme con algunas piezas. Así fue cómo hice mi patrimonio. En esa época esos banqueros pichaban”.

La burbuja se explotó. La crisis llegó y con ella las tribulaciones económicas. Cuenta con horror que cada bolsa de tres kilogramos de comida para sus gatos cuesta 22.100 bolívares —compró tres para tener en reserva, antes de que la marca desaparezca y reaparezca costando 40% más—, el condominio de su edificio está en 22.000 bolívares mensuales y debe hacer reparaciones de plomería y electricidad en su vivienda. El salmón que consumía cada semana desapareció de su dieta, al igual que el arroz y la harina. “Las colas en el supermercado más cercano a la casa son de por lo menos mil personas y, por principios, me niego a comprarle a los bachaqueros”.

Para hacer frente a los gastos, Ivy está vendiendo una obra de Soto, por 35.000 dólares en una galería de Miami; pero a la fecha no ha conseguido comprador. Su negocio propio como comerciante tampoco le da para vivir. “Me estoy descapitalizando. Si cada mes debo gastar 400 dólares, son como 5.000 al año. Vivía como princesa y ahora no tengo calidad de vida, por el simple hecho de no tener acceso a los productos más básicos”. Ivy no descarta comenzar a vender la ropa que no usa que se encuentra en buen estado y las joyas. En Caracas ya renunció hasta a la fantasía.

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De vida o muerte

En algunos casos, las ventas son literalmente para sobrevivir. Uno de estos sobrevivientes que, por seguridad, prefiere el anonimato tuvo que desprenderse de un terreno en Caracas, una obra de Soto y otra de Carlos Cruz-Diez y de una Grand Vitara del año —era 2012— para poder sufragar gastos médicos. En 2012 el hombre fue diagnosticado con síndrome mielodisplásico —el mismo tipo de cáncer que padeció Yordano. Para entonces los insumos para tratar la enfermedad ya escaseaban en los hospitales y clínicas nacionales. Ser de clase media también implica contar con cierta seguridad cuando se padece alguna afección y en el país ese ya es un derecho negado. Hace cuatro años ya faltaban reactivos y las unidades de trasplante estaban cortas de equipos.

“Comencé mi tratamiento en Venezuela. La primera quimioterapia me la pusieron en la Clínica Ávila; pero ahí mismo me dijeron que mi enfermedad era muy aguda y que cualquier fallo en el tratamiento podría terminar con mi chance de vivir, de curarme. Comencé a averiguar y dimos con un médico venezolano que trataba la enfermedad en un hospital de Nueva York y decidimos aprovechar que yo tenía un seguro en dólares, que cubría hasta dos millones para realizar el tratamiento”. Pero la letra pequeña de la compañía de seguros le jugó una mala pasada. Un día antes de comenzar el procedimiento en los Estados Unidos se llevó la sorpresa de que ese monto aplicaba para cualquier cosa que no fuese un trasplante. Hubo entonces que correr. Comenzó la venta de activos y las vacas entre los miembros de la familia. Costear la enfermedad requería de 1,5 millones de dólares y la venta de los bienes familiares no daba para tanto así que también hubo que pedir un préstamo al banco. “Debo plata, pero mucho menos que antes. Estoy trabajando para pagarla porque si no la deuda se complica con procesos legales y me parece una ingratitud no terminar de hacerlo”.

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Mientras estuvo enfermo pudo continuar sosteniendo a su familia gracias a un par de sociedades en establecimientos de comida; pero reconoce que su capital lo construyó a punta del arte. “Fui vendiendo y mejorando la calidad de las obras”. El hombre prefiere no encasillarse como miembro de la clase media, más bien se identifica como miembro de la clase trabajadora “con ganas de seguir superándome y seguir trabajando. Gracias a Dios tengo mi casa, que está 100% pagada y pude costearles la educación a mis hijos, así que algo podré dejarles”.

Mercado de segunda mano

Junto con la inflación y la escasez también ha florecido un mercado de venta de artículos de segunda mano, en el que no se oferta nada más que ropa usada. La lista de bienes que se ofrecen en las ventas pasa por muebles, televisores, cristalería, vajillas, poltronas Luis XV antiguas, alfombras, secreter, camas de masaje, electrodomésticos, parrilleras, esculturas y pinturas de Marcos Castillo, Tomás Golding, José Lull o Durval Pereira, entre otros.

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Mercedes Tarff, otra persona que prefiere ser identificada con un nombre distinto a con el que fue bautizada, asistió a una de esas rebajas a mediados de agosto. “Estaban vendiendo todo, y no era para irse del país. Las cosas pertenecían a la mamá, la señora falleció y los hijos estaban saliendo de las cosas para tener esa plata. Vendían todo tan barato. La gente prefiere salir de eso y tener mejor el efectivo”, infiere. Mercedes está recién casada y reconoce que frecuenta esas ofertas para empezar a construir su propio patrimonio, ya que le fue negado el “ta’barato. Dame dos”.

María Alejandra Nouel organiza este tipo de ventas. Explica que suceden también cuando las personas se van a mudar a lugares más pequeños. Reconoce que ella misma ha tenido que vender algunas cosas, por ejemplo sus joyas “pero no aquí. En Estados Unidos” para poder paliar en algo los estragos de la crisis. “Son cosas que me compré cuando estaba más joven. En esa época se podían ahorrar dos o tres meses de sueldo e iba a La Francia a comprar; ya después fue adquiriendo cosas de mejor calidad. Inclusive relojes”. Nouel ha visto cambios en la forma en que la gente compra, más que en la que venden: “Al principio la gente no pensaba mucho las cosas. Compraban sin pensarlo y sin importar lo que costara. Ahora he tenido clientes que me han dicho que no pueden ir a la venta porque tienen que comprar comida y no pueden darse ese lujo”.

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Cualquier persona en esta situación tiene que apretarse el cinturón. Aquiles Martini, ex presidente de la Cámara Inmobiliaria de Venezuela, afirma que para adaptarse a las nuevas realidades la gente deja de ir a restaurantes y viajar. Se cuida el presupuesto. “El problema es que al vender los activos por poco dinero quedas por debajo del precio de reposición. Es decir, que si en algún momento deseas volver a tener ese bien no lo vas a poder comprar con el dinero de la venta inicial. Hace 30 años la gente podía tener carro, apartamento y vacaciones una vez al año. Hoy no pueden hacer nada de eso y la consecuencia es que cada vez somos más pobres”.

Sin embargo, Ana Lira también se lo está pensando. “Hay muchas cosas que realmente no uso y vendiéndolas puedo tener una platica adicional. La cosa está muy difícil. He pensado en vender una vajilla porque ya uno no puede exhibirla con los amigos”. Lira también podría vender el apartamento de la playa y ahora la familia solo cuenta con un único vehículo, después de haber tenido uno para cada miembro del grupo; y todavía no le alcanza para mantener el estilo de vida de antes. Adiós Miami.

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