Arte

Jorge Pizzani, la oscuridad que pinta con los dedos

Internado en Turgua por décadas, sin más contacto humano que el necesario, el pintor y expresionista mayor que tiene el país decidió salir de nuevo al ruedo sin saber que aquí terminaría abriendo las gavetas de su consciente, también las de lo desconocido, para ofrecer unas confesiones que sacuden tanto como esos perturbadores cuadros que brotan de sus dedos. Lienzos que, desde hoy 20 de marzo, se pueden ver en los espacios de la galería TAC de Paseo Las Mercedes

Fotos: Patrick Dolande
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Los religiosos hacen retiros a la república aérea del silencio para encontrar el remanso de espíritu necesario que los ayude a comunicarse con el dios de sus creencias. Los seres humanos comunes procuran escaparse los fines de semana, a las afueras de su entorno, para lograr una desconexión con la rutina y una conexión consigo mismos. Pero luego de vuelta al higiénico convento. Después, a casa y la oficina, otra vez. Sin embargo, hay personajes tan jalonados por insólitas fuerzas telúricas que su guión no admite vaivén: una piedra imán los amarra a un sitio y allí anclan, como un obligo tectónico. Caso del artista acarigüeño Jorge Pizzani Campins (1949), cuyas obras acaban de ser las escogidas para reabrir con esplendores el bar del Trasnocho, décor que estuvo bajo la égida de otro coloso, Diego Rísquez. “Yo pasé 22 años en Turgua sin moverme ni para Margarita. Me agarró una lujuria tropical y me quedé en stop. En el 2011, fue cuando empecé a renovarme tanto por una necesidad como por una invitación que me hicieron para exponer fuera. De allí empecé otra vez: he estado en dos oportunidades en Londres, estuve en Corea, París, Berlín, Bogotá, Barranquilla… se me destaparon las ganas de viajar para exponer”, declara Pizzani aplacando su cabellera, a la usanza de esos italianos tan atentos a la apariencia.

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Lo suyo con Turgua empezó con las sugerencias de Pérez Alfonzo, por un “anda que allá todo es bello”, por un “anda que luego no querrás volver”, y así fue. Comenzó a visitar aquella porción bucólica de serenidad, y se le creó una fuerte dependencia. “Pero cómo no”, dice él. Si la casa está rodeada de un jardín enorme, si la mitad de las frutas que hay en la cesta es de cosecha propia, si nace el jengibre, si cantan los pájaros al son de potentes sinfonías que solo ellos conocen, si ya va cogiendo cuerpo un taller maravilloso que se abre a la naturaleza y donde podrá crear sin necesidad de parar jamás.

De su infancia dirá —porque siempre hay que acudir a la infancia para bucear a profundidad en la formidable dimensión del ahora— que fue maravillosa. “No tengo ninguna queja al respecto. Sobre todo que sucedía en Acarigua, que era una ciudad vecinal; de esas ciudades que desaparecieron un poco, como pudo haber sido Puerto Cabello. Tenías tu casa vieja, tenías tus postigos, tenías todo a la mano, todo el mundo se conocía, ibas al kinder, veías el día a día de las familias del centro de Acarigua. Maravilloso, vale”. Y allí, en casa de sus abuelos maternos, estimulado por parientes que era intelectuales de primera, conforme asegura, presenció cómo sus tíos dibujaban con ganas, cómo se cultivaban en medio de bibliotecas altísimas, con cuentos y suplementos en 3D que se veían con lentes especiales. “Era un estímulo formidable si se considera que para el momento era un niño que en la provincia tenía esas posibilidades extraordinarias”. Lo mismo su adolescencia, asegura: también en Acarigua, también maravillosa, llena de ríos, primos, animales, verdor, naturaleza, discotecas. Y desde allí, de esas epocas que no volverán, y estando aquí, habla quedo y bajito de sus padres. “Uno los dimensiona cuando ya no están. La verdad es que uno los sublima con el paso del tiempo, y se da cuenta de que mucho de los reclamos y muchas de las cosas que uno infería como carencias, no eran tales. Puedo decir que fueron ejemplares, mamá por su lado y papá a su manera”. Gira el rostro, lo sitúa de nuevo al Norte, junta las manos y se tapa los ojos. Baja la cabeza, la sube, mira con unos ojos que intentan no parecer húmedos sino vidriosos, iluminados, y clama por otra pregunta, porque estas ya están escarvando demasiado, lanzadas así, con el sonido de un beso, con la asertividad de un dardo.

Y allí su cerebro, feroz y cálido como el trazo a dedo que lo determina, cuyo entreverado diseño cartográfico ha sido capaz de crear un lenguaje nuevo de lo bidimensional, porque nunca denuncia, nunca calca, nunca grita, tampoco susurra, sino que hace que la realidad se olvide de esos conceptos de materia y espíritu, y los revuelca todos en óleos sobre lienzos que hablan, perturban, acompasan, sueñan, se te vienen encima, palpitan. Son nuevos mundos a partir de los mundos de Dios. Y allí no cuentan los sietes días, ni las medias costillas, ni las manzanas podridas, solo que el edén queda en Turgua. Amén.

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—Tu prima Ángela Oráa, sociológa devenida periodista, dice que hay varios cuadros tuyos muy perturbadores que ella no tendría en su sala porque sería como tener un Bacon dentro. ¿Perturbar es unos de tus objetivos?

—No. ¿Sabes que Diego (Rísquez) me estaba comentado lo mismo? Y la verdad es que yo nunca pienso que estoy trabajando para terceros. Además, es muy divertido porque ella misma me dijo que no pintara obras para la clase media ni para el venezolano que me exija algo que le dé tranquilidad y paz. ¿Imagínate si yo me pusiera a pensar que tengo que pintar cuadros para que la gente se sienta bien? Yo simple y llanamente manifiesto, como emisor de una realidad, lo que siento y lo que me viene del inconsciente. Eso tamizado por una fortaleza académica y por un conocimiento de lo que hago, además del don que creo que lo he llevado a buen término por la cantidad de estudios y de referentes que conforman mis maneras, mi forma, mi estilo.

—¿Quieres, a lo Bacon, que tus pinturas se vean como si un ser humano hubiera pasado por ellas, dejando un rastro y un trazo de eventos pasados, como el caracol que deja su baba?

—¿Eso lo dijo Bacon? La verdad es que la imagen me parece tan aterradora, tan desagradable, que no quisiera que fuese así. Yo soy el emisor de una realidad en los términos más idóneos, más sinceros, más apasionados, porque la verdad es que lo que me urge es una pasión extraordinaria por llevar a buen término una exigencia muy personal; a sabiendas de que esa conciencia prescinde de muchas cosas, de que vivimos en una efeméride, de que prácticamente la vanidad es la que determina todo, de que sabe que esto es un sueño, como decía Calderón de la Barca. Uno lo hace casi por principio, por una voluntad de compromiso mismo con la vida y con ese tránsito. No creo que vaya más allá de eso.

—Imagen figurativa, vastos dominios de la subjetividad, vitalidad expresionista, trazo vigoroso. ¿Qué más?

—Bueno, yo creo que la sinceridad con la que abordo esa temática, que tampoco es preconcebida sino una continuidad. Te vas afianzando en ciertos símbolos que se terminan convirtiendo en iconos y representaciones de la condición humana, porque no hay una cosa más representativa, o más particular, de mayor definición, que el ser humano. El paisaje lo ejecuto cuando he estado viviendo en grandes urbes: cuando viví en Europa, cuando estuve en Barcelona, en París, y resulta que ahora, que tengo 25 años en el bosque, me he ocupado de una figuración como si estuviera viviendo en Berlín. No sé porqué; quizá por el retiro que tengo con la sociedad que de alguna manera me lleva a tener una mayor capacidad de análisis.

—¿Por cuáles emociones se pasea tu espíritu y tu cuerpo cuando pintas la figura humana?

—Indudablemente está marcada por una enorme sensualidad. Por mucho misterio. Porque prácticamente ese expresionismo reside en la mirada. La mirada mía es una mirada furtiva, que tal vez en mis obras es más directa, es más inquisidora, y es una particularidad de mi trabajo. Allí es donde reside el centro de esos personajes, en esas miradas está todo: sensualidad, horror, tragedia.

—¿En cambio sientes un remanso cuando el pincel te lleva a crear paisajes, esos paisajes telúricos tuyos?

—Primero comencé haciendo figuración. Después pasé al paisaje total. Fue desapareciendo la figura y llegó el paisaje. Regreso de nuevo a la figuración, y el paisaje se conforma prácticamente como una técnica atmosférica dentro de la figuración para mejor comprensión del espacio. Pero a la gente le fascina el paisaje, sobre todo cuando hago trabajos con agua, con el mar. Me está provocando hacer más énfasis en esa fusión entre ambas situaciones, que es lo mismo: el hombre y su entorno. No es gran cosa. No lo veo muy complicado.

—Dicen que produces entre la vigilia y el sueño. ¿Propio de un pintor atormentado?

—“La vigilia y el sueño”: esa es una frase mía, por cierto, que la he usado mucho porque eso se correspondía a unas situaciones exactamente denominadas en eso, pero creo que ha sido un lugar común también, porque ahí sucede algo que es entre lo irreal y lo real. Pero eso es como un estado de trance, no necesariamente tiene que suceder así, ni a esa hora. Más bien es un estado de excelencia desde el punto de vista sensible.

—Un aura profana y sagrada nimba tu obra, desarrollada casi siempre a dedo. ¿Hay algo allí de dios, de un dios inconsciente que crea (como “La creación de Adán” de Miguel Ángel) bajo las dos fuerzas más potentes del mundo, el bien y el mal?

—Sí, son dos fuerzas vitales, manifiestas prácticamente en todo lo que tiene sentido en esta existencia, en la conciencia. Particularmente yo soy una persona que me debato en esos extremos. Mientras más intenso, la fusión es mayor, y el producto también es de mayor envergadura. Yo siempre he pensado que en esos ditirambos que hay en la vida, en esa especie de situaciones insalvables, la combustión de esas contradicciones genera la chispa fundamental para la consistencia de ese lenguaje. Yo soy una persona muy religiosa, y me debato entre los extremos. Por eso adoro a san Juan de la Cruz, por ejemplo, que fue un espectador dentro de esa conciencia y que, por el hecho de tener esa capacidad de contemplación y observación, estuvo de alguna manera en el centro mismo de esa vorágine, que es donde yo me sitúo.

Solías recurrir a un tobo lleno de pintura que estallabas contra la pared y parecía sacar música del abismo. ¿Será que esa suerte de tortura plástica logra sacar las verdades de quien la practica y, también, de quien la presencia?

—Más bien de quien la presencia. Yo quise hacer de eso un espectáculo desmitificador, una manera didáctica para demostrar que la pintura es riesgo, es libertad; que no se debía ni a conjuros ni a musas que aparecían y por las cuales tenías que estar encerrado, concentrado para que llegaran. También era una manera de evidenciar que en ese momento era un problema de voluntad o de riesgo, de fortaleza, de valentía. Y lo hice mucho, y me convencí de que era una manera extraordinaria de llevar a buen término la condición de la pintura al margen del misterio mismo de ella. El mayor efecto lo surte en los niños, porque cuando se les trata de dar clases de pintura se quedan en una especie de situación tortuosa: les ponen guantes, les ponen delantal, les dicen que no toquen, que no se ensucien, y cuando me ven a mí que me embarro, porque pinto directamente con las manos, aparece el concepto de la libertad. Al final terminé trabajando en el taller, y me he dado cuenta de que eso tiene que ver con mi interioridad, con mi soledad, con mi privacidad. Esa cocina es mucho más sabia y mucho más agradable en soledad.

—¿Cuál será el futuro del arte? ¿Seguirá la producción para las élites; se agudizará lo masificado; los chinos ganarán terreno como los nuevos Médicis; la línea se superpondrá al color; aparecerán cuadros flotantes como los de los supersónicos?

¡Guao! Hay tantas preguntas. Pero yo te hablaría más de la diversificación, de los medios que aparecen para poder expresar lo que se siente, lo que se desea dentro de la condición del artista. Para mí, no es tanto la diversificación sino lo que vas a decir con el medio. Para mí lo más importante es la densidad de lo que se dice. Yo no creo que haya cambiado mucho la temática. Han cambiado las maneras de decir las cosas. Y además, indudablemente, no se repite porque siempre la persona que lo sugiere o que lo propone marca una especificidad. Puedes tener los medios y no tener nada que decir, entonces aquello se queda en una cosa muy banal.

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BUMERANG:
Desayuno en París: Fauchon.
Almuerzo en Caracas: Alto.
Merienda en Berlín: Paper & Tea.
Visita en París: a Mariana Bunimov y Kiko Villanueva.
Billetera favorita: la diseñó Cartier, que era de cocodrilo con puntas de oro.
Reloj favorito: este Dugena de 50 Bs. que compré en Berlín.
Perfume insustituible: Boucheron.
Joya preferida: esta sortija que era de mi padre (con sus iniciales).
No hay café como: el de Turmero.
La fiesta más bella: una en casa de Diego Rísquez.
Leer: quiero leer la última obra de Milan Kundera, La fiesta de la insignificancia.
La frase que más repites: “Dios te bendiga”, aunque los evangélicos que abundan en Turgua se pongan furiosos.
Jorge Pizzani quiere que sus restos reposen en: Turgua.

CAMPANADA:
A escasos días de reapertura, ahorita en octubre, el bar del Trasnocho en el C.C. Paseo Las Mercedes adecuó la nueva decoración para acoger entre sus paredes las obras de gran formato de Pizzani, que estarán para sacudir los ánimos y, feliz noticia, se podrán comprar.

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