Crónica

"Trocheros" hacen su agosto bachaqueando en la frontera de Paraguachón

Contrabandistas de comida y gasolina venezolanos operan a sus anchas en La Raya. Se las ingenian para lucrarse pese a los controles militares en Venezuela. Se benefician de la sequía para usar hasta 17 trillas en el municipio zuliano de Guajira a fin de movilizar productos en motos, carros y “chirrincheras”

TEXTO: GUSTAVO OCANDO ALEX | FOTOGRAFÍAS: HUMBERTO MATHEUS
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A Ángel le apodan Don Ramón. Su parecido con el famoso personaje de la serie televisiva de El Chavo del 8 es extraordinario. Cincuentón, desgarbado, tembloroso y dicharachero. Rodeado de una docena de pimpinas, botellas y garrafones -repletos de gasolina de 91 y 95 octanos-, juguetea con la manguera de plástico transparente que mantiene enredada en su mano derecha, mientras aguarda por clientes en la acera central del lado colombiano de Paraguachón, al límite norte del estado Zulia. Menciona tres veces en apenas segundos al “sistema”. El término busca darle aires de legalidad a un esquema condenado por las normas. Se refiere al mecanismo ilegal que le permite ganar entre 18 mil y 20 mil pesos cada día -aproximadamente 4.000 bolívares-: “chupa” combustible de los vehículos que pasan por la zona, compra el botín y luego lo revende. Labora sin temor en las narices de la Policía y el Ejército colombianos. “Si el ‘sistema’ cae por el cierre de la frontera, lo que hay es trocha, hermano”, dice, ufanado y con notorio aliento a carburante cuando el reloj marca las 10:30 de la mañana.

A sus espaldas, retumba el motor de una motocicleta, manejada por un joven de unos 20 años, que viste franelilla blanca, gorra azul y pequeños aretes plateados en ambas orejas. El vehículo sale a toda velocidad desde un camino de arena y piedras que se pierde en el horizonte de los rancheríos de la zona. Carga tres bultos de papel higiénico blanco, marca Sutil. El muchacho estaciona frente a Refress El Punto, una venta de comida ubicada a tan solo 20 metros de la oficina de la Dirección de Impuestos y Aduanas de Colombia. Se baja, suelta las amarras y entrega los paquetes a un guajiro de porte robusto. Se encarama de nuevo y regresa hacia los adentros de la trilla.

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Llega otra moto por la misma vía… y otra… y otra. Transportan bolsas negras, marrones y blancas que no impiden que se trasluzcan los productos. Fracasa el anonimato: en ellas hay arroz, aceite, leche, café, champú, mayonesa y galletas de soda. Otros acarrean a todas luces bultos de sangría La Caroreña y cajas de cervezas. Llega, en promedio, una motocicleta cada 30 segundos y una que otra “chirrinchera” full de pasajeros y empaques. Todas se detienen en el mismo punto y transitan exactamente por la misma trilla. Es una trocha que inicia en Guarero, a cientos de metros del punto de control de la Guardia Nacional Bolivariana, y que desemboca en La Raya. Es una de las 17 gargantas polvorientas por donde se evade el “bachaqueo” desde Zulia hasta Colombia. El contrabando a cuentagotas.

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Una decena de escritorios de metal, pintados de azul, rojo, amarillo y púrpura se apiña a diez metros, justo al lado de la aduana colombiana. Están identificados con nombres pintorescos: El Pelúo, El Rey, Pambe, El Viejo. En sus topes se tranzan cambios de divisas (1 bolívar por 4,5 pesos a la compra) y se prestan servicios de llamadas a migrantes y locales. En esa isla de cemento y musgos hallan resguardo del sol, bajo unos árboles, tres policías de Colombia. Ni se inmutan por aquel desfile contrabandista. No miran las motocicletas ni a sus choferes. Conversan entre ellos como si ese «deja vu bachaquero» fuera cotidiano, normal. Y lo es.

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El contrabandista opera despreocupado entre La Raya y Maicao –a 12 kilómetros-. Un hombre, de un metro 80 centímetros de altura, bolso cruzado al pecho y franela derruida, hasta se jacta de ello por teléfono celular. “Le estoy dando duro al bachaqueo. Está dando (dinero), pero como estoy aquí en La Raya no puedo hablar mucho”. Termina la conversación y se refugia bajo la sombra justo al lado de los policías. No habla con ellos, pero está lejos de lucir intranquilo. El grito de un taxista predomina en el bullicio propio de la zona. Chalequea a un colega a quien un “bachaquero” de gasolina le extrae litros del tanque de su Malibú blanco: “¡Epa, Chubi, te van a entregar! ¡Vas preso! ¡El gobernador de gasolina en La Raya, pues!”. Ambos carcajean.

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El Ejército colombiano se cruza de brazos ante el desangre de productos venezolanos en La Raya. El botín debe ser lo suficientemente llamativo y extenso en un solo cargamento para activar la acción militar. “Nuestra prioridad es defender la soberanía. Combatimos al Frente 59 de las FARC y no el contrabando; eso le toca a la Policía. Pero tampoco es que le van a ver a uno la cara de galleta”, admite un oficial de acento “cachaco” a cinco metros de una tanqueta gris.

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En el lado venezolano, a escasos 50 metros de distancia de la boca de la trocha, los controles de revisión de equipajes y vehículos se han reforzado por orden del Alto Mando desde el cierre de la frontera entre San Antonio del Táchira y Cúcuta, el 19 de agosto pasado. Uno de los militares que dirige las operaciones se complace por los resultados. Habla con honestidad. “Hemos disminuido en 50 por ciento el contrabando, pero no lo vamos a eliminar. Asegurarlo sería una mentira. Pero sí ha agarrado mínimo”.

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Admite que las trochas son el problema. Hay supervisión y patrullaje militar en ellas, pero el esfuerzo es insuficiente. Desde hace tres años no llueve con frecuencia en la zona y eso favorece la aridez de los suelos por donde transitan los contrabandistas. Donde no hay agua, se imponen los caminos verdes. “La sequía nos ha perjudicado. Otra desventaja es esto”. Muestra un teléfono celular de forro rojo. “Ahora se llaman entre sí cuando ven que sale o llega una patrulla. Monitorean para dónde vamos. Es inteligencia versus contrainteligencia”.

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Lina, una doña que transporta hasta 10 termos de café para vender el líquido por vasitos a camioneros y pasajeros en La Raya colombiana, se queja del conflicto limítrofe con insolencias. “En Venezuela sí hablan paja. Y que iban a cerrar. No nos dejan trabajar”. Da cuenta de lo que está a la vista: hay menos productos venezolanos a la venta en Paraguachón, La Raya y Maicao.

Menciona a Los Filúos, un mercado del municipio Guajira que se ha convertido en la Meca del contrabando zuliano y colombiano. Es el centro de acopio del “bachaqueo” por excelencia. Hasta el 9 de agosto exhibía comida, gasolina y productos venezolanos a precios exagerados por sus cuatro costados. Pero la madrugada de ese día el Gobierno nacional activó allí la Operación Liberación del Pueblo. En solo horas, 2.350 efectivos de las Fuerzas Armadas y policías decomisaron 175.000 litros de gasolina, 14 armas de diferentes calibres, decenas de toneladas de productos de primera necesidad y 2.000 cajas de cerveza. “Todo lo pelaron”, lamenta Lina, sentada frente a sus termos.

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De aquel operativo han pasado semanas ya. Las trochas siguen ardiendo. De ellas se benefician las comunidades wayuu aledañas, que improvisan peajes con cabuyas y sogas para cobrar a los contrabandistas el “derecho” a usar esos caminos. Si conocen a los choferes, hasta les dan un “fiao” hasta el final del día. Si desconfían de ellos, les cobran de inmediato cuotas en bolívares o pesos.

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“Tienen que pagarles 5, 10 o 20 bolos por viaje. Si son carros, camionetas o ‘chirrincheras’, les cobran más. ¿Cuándo se va a acabar esto?”, pregunta con sorna “Copete”, un carretillero pintoresco de la zona. Él, “Don Ramón”, Lina y el militar venezolano de habla honesta dan fe de lo mismo: el contrabando en La Raya es un “sistema” que nunca acabará. Mutará, evolucionará ante cierres de frontera o presiones de la autoridad. Es un animal que jamás estará en riesgo de extinción. Uno que se colará a su antojo por cualquier atajo que pueda.

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