Crónica

Metrocable de San Agustín: recorrido a contraluz

El sistema funicular transporta a vecinos y visitantes en cabinas descuidadas y desgastadas. El vandalismo diario opaca el funcionamiento del segundo teleférico de Caracas, aunque no deja de sorprender que la obra que todavía le agradecen al “gigante intergaláctico” funcione a cabalidad

Fotografías: Fabiola Ferrero
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En la estación Parque Central del Metro de Caracas, una calcomanía parcialmente despegada y descolorida que reza “Metrocable de San Agustín del Sur. Consérvalo y cuídalo” recibe a los usuarios, una vez pagados los cuatro bolívares correspondientes al viaje. No es frecuente que sea leída por usuarios habituales, visitantes ni turistas, pues las mismas caras le pasan por el frente, ya ignorándola.

Una vez adentro, entre las 6 de la mañana y las 10 de la noche, los mensajes que destacan son las utopías criollas grabadas en los vagones. Participación, hermandad, inclusión, seguridad social, libertad. Consignas, si acaso solo palabras, con las que están rotuladas las cabinas del medio de transporte colgante, junto con los nombres de los estados de Venezuela. “Este es el mejor sistema de transporte del mundo”, expresó el fallecido ex mandatario Hugo Chávez en 2010 cuando inauguró la obra terminada, luego de postergarse su estreno en seis oportunidades. Desde 2007, los habitantes de la zona esperaban que la ansiada solución cableada se concluyera en su totalidad. Cinco años después, el conjunto de guayas y funiculares sigue maravillando a quienes lo utilizan a diario, aunque se enfrente al deterioro, malos tratos e inseguridad.

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Con buenas referencias de terceros, José Urbina se montó en una de aquellas cabinas por segunda vez en su vida: “Me habían comentado que el sistema era una maravilla, y es verdad. Es una diferencia porque antes tenías que subir en camioneta y no siempre se podía llegar a todos lados, además que esta zona es candelita”, cuenta. En aquel serpenteo terrenal, no todo San Agustín ni sus comunidades más próximas cuentan con acceso vehicular. Sus habitantes deben tomar un jeep en Hornos de Cal para llegar a lo más alto de la montaña y luego caminar a sus respectivos hogares, incluso por horas, si corresponde. Pero quien decide flotar sobre el caserío, resume su recorrido en un aproximado de 25 a 30 minutos.

En sus cinco años de funcionamiento, las torres de los tramos Parque Central-La Ceiba y El Manguito-San Agustín han recibido cuidados. En contadas ocasiones, vistas en 2011, 2013 y 2014, los habitantes de la zona han tenido que andar por tierra mientras se le hace mantenimiento al sistema de poleas, además del cariñito programado semanalmente. Los vecinos están agradecidos con los 1,8 km recorridos por las estaciones Hornos de Cal, La Ceiba, El Manguito y San Agustín, ya que ahorran tiempo y esfuerzo, forman parte de los 40 mil beneficiados del sistema que estima la empresa Metro de Caracas en su data oficial. Pero los verdaderos récords, al menos en comparación con Latinoamérica, son otros: posee el recorrido más corto, es el que más tiempo tardó en construirse –desde marzo 2007 hasta diciembre 2010- y, con 318 millones de dólares gastados, el que más inversión monetaria tuvo. En Río de Janeiro, Brasil, está el segundo más costoso, con el doble de recorrido, el triple de cabinas, una estación más y mayor capacidad.

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La llaga de las promesas incumplidas no cierra. La inclusión rotulada en las cabinas se borra poco a poco cuando el acceso a dos de las cinco estaciones se limita a transeúntes y motorizados. “Muchos planes y poca conclusión”, denuncia José Ruiz, quien utiliza el sistema desde que se instaló. “En los primeros tramos (Parque Central, Hornos de Cal y La Ceiba) uno puede llegar tranquilo con su carro, pero los otros dos no tienen entrada vehicular y es un problema para moverse hasta allá”, dice Ruiz, con más de cincuenta años sobre sus hombros e incontables viajes recorridos.

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Los vidrios rayados con saña y los asientos incompletos de madera pulida son invisibles en el mantenimiento que se lleva a cabo todos los fines de semana. Tampoco preocupa que las gomas de las puertas de entrada estén carcomidas o arrancadas. “¿Tú crees que es justo que los vagones estén así? Esto es una cochinada”, se lamenta el joven empleado César Aponte, mientras señala el mal estado de uno de los 72 vagones en funcionamiento, según sus cálculos. Siete años trabajando en la estación La Ceiba le dan autoridad para concluir que, además de la falta de interés de quienes lo usan, las autoridades del sistema no parecen perturbarse. “Aquí hace falta voluntad de la gerencia para que lo arreglen, pero parece que no le interesa. Además, a la gente tampoco le importa”, dice. Así funciona el Metrocable, con altibajos obligados por la topografía y la gravedad, y también por la calidad de su servicio.

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Que las cabinas flotantes hayan recibido ráfagas de disparos es más mito que realidad. Comentarios de quienes no usan tales aparatos. Pero la violencia sí revolotea al funicular, con episodios tan cíclicos como el funcionamiento del sistema: mientras se hacen más frecuentes, la Seguridad Social grabada en los vagones se vuelve menos palpable. Dailet Gutiérrez, madre de no más de 25 años, cuenta cómo párvulos de la misma comunidad han practicado tiro al blanco con las cabinas, pero no con balas de metal. “Yo estaba aquí con mis dos niños chiquitos y, de repente, sentimos un golpe duro. Nos habían lanzado una piedra”, cuenta Gutiérrez dentro de una de las potenciales dianas, mientras ejemplifica con sus manos el tamaño de las rocas similares a un aguacate que vio en las manos de los jóvenes.

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El ambiente se tensa a medida que cae el sol. Guachimanes no uniformados abundan en las estaciones luego del mediodía, satélites de una cotidianidad, con ojos vigilantes a las caras menos conocidas y con teléfonos en mano, listos para teclear. Ante la falta de presencia policial, cada quien canta su zona. “El primer año sí estaba la policía, pero más nunca los vimos. Ya no se meten a vigilar por acá”, cuenta Ruiz.

La impunidad, la vía libre, el “hagan lo que quieran” informal, ha convertido a los malvivientes en norma. Es común escuchar historias de atracos semanales dentro y fuera de las estaciones, aunque quienes pasean por la cresta del cerro se sienten un poco más seguros en sus transportes aéreos. El problema es al salir de la cabina. César Aponte concuerda con el visitante Ruiz y explica que, cuando venían, más que vigilar, “se ponían en el balcón viendo para afuera y chismoseando”. “Aquí siempre roban porque la policía nunca está. Esos prefieren estar afuera viendo qué malandro agarran para quitarle plata que estar acá cuidando a la gente. Ayer vinieron como 20 policías y agarraron a una mujer, le cayeron a coñazos y se la llevaron, no se sabe por qué. Así no se puede”, critica Aponte, cuyos ojos deben estar pendiente de guayas y norma, aunque les ha tocado ver un muerto dentro de la estación. El tiroteo que lo dejó tendido en el piso construido hace menos de una década fue con la policía. “Enfrentamiento entre autoridades y delincuentes”, recuerdan algunos.

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Aunque el crimen le sonría desde abajo a los funiculares, cual cazador paciente, y las cabinas desciendan hasta convertirse en mango bajito para el hampa, el teleférico brinda al público una vista privilegiada del valle capitalino y quienes lo frecuentan lo aprovechan para selfies y retratos. El panorama que se divisa entre las estaciones principales de Parque Central y San Agustín está colmado de tonos verdosos, grisáceos y rojizos, donde el azul de los cristales de las torres de Parque Central despunta entre los techos de zinc que encontraron su espacio en aquellas curvas montañosas. Colindante al caos vehicular que inunda la Avenida Francisco Fajardo de este a oeste, el Metrocable de San Agustín del Sur muestra la otra cara de la moneda, mientras las guayas aguanten.

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