Crónica

La hija del francés

100 horas sin luz, y más, en los días más oscuros de Venezuela

Fotografías: EFE y AFP
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1.

El jueves 7 de marzo el libro amaneció en mi aplicación Kindle. Despaché trabajos pendientes, correos, almuerzo y me eché a leer sin remordimientos. A las cinco en punto el chillido del UPS en la otra habitación era el anuncio de que estábamos sin servicio eléctrico. Me levanté, lo silencié y seguí tomada por la novela La hija de la española de Karina Sainz Borgo, periodista y escritora venezolana radicada en Madrid desde hace doce años.

Hora y media después, completamente a oscuras, seguía leyendo. El alboroto del vecindario se confundía con el del libro. Me detuve para dar cauce a la angustia. Anochecía, mi hijo no llegaba, la señal del teléfono móvil y de Internet eran intermitentes, no podía comunicarme tampoco a través de la telefonía fija. Había conseguido medio hablar con mi madre en Maracaibo. Sabíamos que todo el país estaba en tinieblas.

Tras cenar entre velas, cazando vanamente noticias oficiales en una radio portátil, continué de bruces en la novela publicada aquel mismo jueves por Editorial Lumen en España y que llegó a mis ojos gracias a uno de esos encomiables amigos extranjeros que nunca me faltan, porque esta, como tantas novedades literarias foráneas, no llegará a nuestras agónicas librerías.

Al día siguiente, con la certeza de una oscurana octópoda y varada para rato, terminé de leer.

Resulta curioso —¿sintomático?, ¿premonitorio?— haber estado precisamente entre las páginas de La hija de la española en medio de una debacle que, como la que recorre la novela desde lo ficcional, era padecimiento, desolación, naufragio. Me permití en esos primeros momentos del mega apagón decir junto a la autora que estaba en una “ciudad en trance de morir”, donde “lo habíamos perdido todo, incluso las palabras en tiempo presente”.

El libro, arrullado por el furioso crujir de mi calle en su segunda noche en total penumbra, se me hizo por instantes insoportable. La lectura halla espejos en el cuerpo, se sabe. Un libro puede enfermarnos. Es una de sus temibles virtudes. Y yo, tras tantas horas sin luz, sin agua, con la comida a punto de pudrición, en aquella lectura de agobios y resonancias, estaba enferma de país.

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De la novela de Karina Sainz Borgo puedo esbozar por ahora frases superficiales. Quizás consiga remontarlas en otra nota, con un poco más de quietud. En todo caso —y es de agradecerse—, me mantuvo por horas a salvo de la orfandad. Ahora mi curiosidad proviene de la recepción que tendrá en los 22 países y las 15 lenguas a las que la obra está siendo llevada con admirable mercadeo de las expectativas. Caracas podría ser hermanada con Macondo, Comala o Santa Mónica de los Venados, mientras nuestro desmadre sociopolítico —habitante principal de esta y otras novelas venezolanas recientes— comprendidos con tildes de fantasía, realismo mágico, novela social, autoficción y quién sabe qué remozados géneros de lo invivible.

2.

Los cuatro días sin electricidad fueron tan intensos que estuve convencida de que los recordaría con cada una de sus vetas. Pero no es así. Ahora mismo confundo horarios, días, situaciones. Debo recurrir a mi cuenta de Twitter para verificar lo apuntado.

Supongo que necesito olvidar.

Son demasiados malestares juntos.

Lo intento, entonces.

El primer apagón comenzó el jueves 7 de marzo a las 5:00 p.m.

La electricidad volvió el viernes 8 a las 3:40 p.m.

Se fue de nuevo a las 4:45 p.m. de ese viernes y regresó a medianoche.

El sábado 9 tuvimos electricidad hasta mediodía y se fue para retornar al día siguiente, domingo, a las 11 a.m.

Ese domingo no hubo luz tan solo entre la 1:00 y las 3:00 p.m.

En total fueron 55 horas de desasosiego.

Hoy me parecen nada. Son nada.

Mi madre en Maracaibo no tuvo electricidad desde el jueves hasta el lunes en la noche. Cien horas en una ciudad azotada por desalmados cuarenta grados a la sombra.

En muchos sectores de Caracas y otras urbes del país la electricidad regresó horas lejanas a mi ábaco. En otros lares volvió y se fue de nuevo por muchas despiadadas horas más. Y en no pocos sitios sigue sin estar del todo, tiembla, quemó transformadores sin reemplazo, intenta acostumbrarnos al sobresalto, se hace dieta de crueldad.

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La noche. La noche era lo peor. También lo nuevo y deslumbrante.

La oscuridad nunca es absoluta en un apartamento. Hay rendijas provenientes de otros edificios, de avisos de neón, del alumbrado público. Sin esa luminosidad intrusa nuestros pasillos son párpado clausurado, antifaz sin orificios, negro en lo negro.

Entonces las estrellas y la luna creciente.

Perfectas como nunca.

Inútil belleza.

Mi despensa no estaba al tope pero aguantó hasta el lunes 11 de marzo.

Entonces aquel día —que seguía pareciendo sábado y domingo de una lejana Semana Santa— fue de mercados de calle, colas, puntos de venta que no pasaban, rostros agrios. Profundo miedo. Hubiese preferido quedarme con el no menos devastador manojo de realidad que corea desde las redes sociales. Volví convencida de que pasada la emergencia, si es que pasa, no seremos los mismos.

En Venezuela hacemos mercado desde hace casi veinte años con criterios de guerra y cuando por fin llega la hecatombe, todo da igual. Dos berenjenas, tres cebollas, cambures, pan de sándwich. Para estos días. Solo para estos días. Lo de siempre. ¿Y después? Después veremos.

La tribulación se asentó al abrir de nuevo la despensa.

¿Y si no podemos volver a abastecernos? ¿Y si el hambre? ¿Y si entonces una gran hambre? ¿Y si entonces un gran daño por el hambre? ¿Y los demás, el hambre de los demás, de todos?

No son preguntas metafísicas ni poéticas. Hemos visto con horror la crecida de personas comiendo de la basura. Vemos el alza de los precios y el descenso del poder adquisitivo. La más reciente Encuesta Nacional de Condiciones de Vida de la Población Venezolana (Encovi) señala que en los últimos tres años la pobreza multidimensional creció 10 puntos y en 2018 alcanzó a la mitad de los hogares venezolanos (51%), mientras el 80% de la población está en riesgo de inseguridad alimentaria, porque 90% no dispone de ingresos suficientes para adquirir alimentos.

Mis preocupaciones desde la intimidad no eran infundadas. Parecían, eso sí, exageradas. Siempre algo comeríamos, siempre habría a quién acudir, algo con lo que resolver, paliar, seguir. Solemos creer que el lobo no llegará y que si llega no tendrá colmillos aniquiladores y que si los encaja no será por siempre. Creemos. Queremos creer. Así vamos.

 

3.

Todo viene de mi padre. El miedo al hambre viene de mi padre, judío, hijo de inmigrantes polacos, superviviente del Holocausto, refugiado, que se hizo venezolano por voluntad. De mi padre francés, que sufrió la Segunda Guerra Mundial oculto, huyendo, sin su familia, siempre huyendo.

Mi padre llegó a Caracas en 1949 con apenas quince años. Un niño. La desmesura caribeña sanó algunas heridas, incluso acalló el pasado y hasta supuso olvido. Pero el hambre se quedó instalada. Hambre pese a no tener hambre. Era la única catástrofe a la que siguió temiendo. Por eso apiló alimentos que no necesitábamos, vigiló reservas para una urgencia que nunca nos poseyó. Por eso comió todo lo que pudo, lo que dejábamos en platos despreocupados, lo que estaba a punto de dañarse, todo lo que no debía perderse.

Un mes antes de fallecer, en agosto de 2017, me comentó que la escasez, los apagones y protestas de aquellos días le recordaban su infancia y adolescencia en Francia, que jamás hubiese imaginado ver cómo todo se repetiría.

De los días en guerra habló poco, pero dijo sobre todo del hambre. De cómo salía de niño por campos cercanos a Toulouse a robar papas y huevos, a buscar mierda de caballo para sembrar más papas, a cambiar papas por pan.

Vi llorar a mi padre poquísimas veces. Una de ellas el 27 de febrero de 1989, frente al televisor y las imágenes del Caracazo. En Maracaibo no ocurría nada similar, pero lloró sin consuelo imaginando que alguien podría arrebatarnos lo nuestro, lo poco, lo logrado.

Todo me viene de él. Lo sé. Abrir la nevera y temer que no sea suficiente para luego. Abrir la alacena y temer que no baste para cuando el país arda. Y los trágicos reveses de ello: no comprar mucho para que no se dañe si falta de nuevo la electricidad, no poder comprar porque no hay dinero que alcance, no buscar enlatados porque en Venezuela es difícil hallar productos enlatados y son caros y no me gustan.

4.

“Escribir es un modo de localizar mi hambre”,dijoSiri Hustvedt.

Pero ahora mismo no encuentro escritura ni la versión razonable de mi hambre. Me doy a estas cuartillas sabiendo que dejo de contabilizar muchos acontecimientos, pero me aferro a lúcidas bitácoras afiladas por otros. En mi muro de Facebook publiqué pequeños retratos de momentos-puñal. Por ejemplo, la noche del lunes 11 de marzo y todo el correr del día siguiente, en los que estuve atenta a la desaparición forzada, luego detención arbitraria e injustas imputaciones al periodista Luis Carlos Díaz, de la desazón de su esposa, Naky Soto. Di cuenta sobre Maracaibo, mi ciudad natal, los saqueos a más de 500 negocios —con pérdidas estimadas en al menos 50 millones de dólares— y que modificaron de manera irreversible su metabolismo. Y mi madre allí, de 84 años, también hija de inmigrantes polacos, sin luz, sin agua, tantos días, con dificultades para conseguir pan, un poco de queso. Mi madre en el desierto, en la vorágine.

Recuerdo una frase para la amargura reciente, de Herta Müller: “Aquella pobreza no solo era hambre en el estómago. También era hambre de vitalidad. Hambre de frases y gestos. De hablar en voz alta. Hambre de risa. Hambre del ruido que hace la vida”.

Y otro párrafo, de Martín Caparrós: “Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo”.

5.

El jueves 14 de marzo salimos a mediodía a ver qué conseguíamos. Y un poco por tomarle el pulso a la intemperie. Recorrimos una porción de la porción de la que somos habituales. Algo de Altamira y Los Palos Grandes. Un poco de La Florida y La Campiña. Parecía sábado. Abastos, panaderías, supermercados y licorerías abiertos con sus pequeñas colas nativas. Todos los restaurantes del camino con comensales. Las estaciones de servicio con pocos carros, con gasolina y hasta el usualmente escaso aceite de motor. Regresé a casa sin el sosiego del que pretendí apertrecharme. Ese sosiego no está afuera, me repetí mil veces. Ese sosiego, volví a decirme, no vendrá con la vuelta a la normalidad, porque sin un desenlace político no hay normalidad posible.

6.

Después del domingo 9 de marzo la electricidad ha permanecido entre nosotros. No así en otros recodos del país, donde persisten racionamientos. La corriente salta sin aviso, a ratos como oscuridad, a ratos como relumbrón que sabemos aún peor porque es lo que daña electrodomésticos: nuestro decodificador de televisión satelital se descompuso tras el segundo apagón. Un aire acondicionado en casa de mi madre no revivió. Ni pensar en reponerlos.

El agua comenzó a entrar al edificio en el que vivo el miércoles 13 de marzo como un chorrito tristón, quebradizo, temeroso. La tuvimos racionada hasta el viernes, por si desaparecía, por si enloquecíamos llenando tobos plásticos, ollas, botellas, jarras, la lavadora, más tobos. Desde entonces el encargado del condominio añadió a sus obsesiones dar noticias sobre el agua y por varios días envió a través del chat un parte sobre el nivel del tanque, el grosor del chorro, la normalidad que por anormal requiere ser constatada.

7.

Arrastro traumas. Algunos nuevos, nacidos de los sucesivos apagones. Cuando consigo espantar el insomnio y dormir una seguidilla de horas, despierto preguntando qué pasó, como si viniese de muy lejos. Abro y cierro la nevera con premuras innecesarias. No bajo el inodoro porque olvido que hay agua. Me ducho entre maromas y cierro el grifo con el triste triunfo de no haber quedado enjabonada. Enciendo la computadora con pavor a que se apague de golpe y engulla lo escrito. Cualquier pitido dentro o fuera de casa me hace creer que se ha ido la luz. La ciudad del atardecer me perturba. Jamás me percaté de tantas luces en los edificios cercanos, tantos balcones con gente cursando una cotidianidad. Como si tener servicio eléctrico implicara un privilegio, una excepción, milagro, exceso, prerrogativa. Una culpa. El sábado 16 de marzo, unos vecinos estuvieron hasta medianoche carcajeándose. Me sorprendí pensando que aquello era inmoral, una afrenta a la tristeza que vamos siendo. He enloquecido, debí reprenderme.

No imagino volver al cine, al teatro, a lo poco que seguíamos haciendo con dificultad desde que el desamparo se instaurara en el país. No soy capaz de determinar con exactitud esa genealogía. Es de muy vieja data, desde el comienzo mismo del chavismo: arreció con las protestas del 2014, empeoró con las del 2017. Ya ni sé. Hemos sostenido demasiados escalones del infortunio, siempre creyendo que acaba, pero no solo no acaba sino que va rumbo a peor, como el desastre de los servicios públicos, la inflación, la inviabilidad de la salud, la mortalidad y desnutrición infantil, la devastación de las universidades, los horarios de estar en la calle, las razones de una vida, lo demás.

El martes 11 de marzo, cuando Maracaibo cumplía 90 horas sin electricidad, mi madre alcanzó a susurrar antes de que la llamada se interrumpiera: “Es mejor que tu papá no esté, no habría soportado esto. No habría soportado ver las fotos de los saqueos aquí mismo. Estaría llorando”.

Mi padre francés y superviviente de oficio, estaría llorando. Lo sé.

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