El sábado 16 de diciembre de 1961, a las 9:16 de la mañana, aterrizó en Maiquetía un avión a reacción: el jet Boeing 707, versión VP137A, marcado con el número 86970, propiedad de la Casa Blanca. Procedente de Puerto Rico, iba piloteado por el teniente coronel James Swindal, oficial de la fuerza aérea de los Estados Unidos y veterano de la dos guerras mundiales. Al ingresar al espacio venezolano, fue escoltado por una escuadrilla de las Fuerzas Aéreas Nacionales.
En la pista se encontraban el presidente de la república, Rómulo Betancourt, su esposa, la primera dama, Carmen Valverde de Betancourt, y una numerosa comitiva que incluía autoridades civiles, militares y eclesiásticas. Estaban allí para recibir a John Kennedy y su esposa Jacqueline, quienes llegaron a Venezuela en la segunda escala de un viaje programado para dar fe del interés del gobierno norteamericano en fortalecer vínculos con América Latina.
A partir de las 8:33 comenzó a cernirse dulcemente una garúa que, según constató el reportero enviado por El Nacional, “era anticipo de la lluvia cerrada que caería” al momento que el notable pasajero de aquella nave pronunciara su discurso de saludo al pueblo anfitrión.
Cuando la nave terminó de posarse, todos estiraron el cuello para ver un mito viviente: una mujer blanca, de 32 años, que en 12 meses había transformado la noción de “esposa de jefe de Estado” y se había convertido ella misma en centro de atracción y operadora política en la labor de acarrearle simpatías a los Estados Unidos, entonces fajado en fragorosa guerra fría con el bloque soviético.
En lo alto de la escalerilla, al lado del presidente John Kennedy, apareció Jacqueline con un traje claro, guantes y zapatos blancos, y un pequeño sombrero que sería motivo de polémica.
Sin detenerse por la impertinencia del clima, Betancourt y Kennedy emprendieron el protocolo que daba inicio a la visita oficial, mientras las respectivas consortes cuchicheaban. Al término de la agenda —que incluyó una interpretación del himno, la revista a las tropas y la irrupción de la pequeña María Teresa Ianneta Hernández, de 5 años, vestida de “llanera”, blusa de faralaos y falda ancha, para entregarle a Jacqueline Kennedy unas orquídeas en una caja transparente— todo el mundo estaba mojado. Y la glamurosa neoyorquina no era la excepción.
“Famosa por su elegancia” escribió Francia Natera y continúa su encomio: “Era inevitable que sus vestidos atrajeran la atención de todos. El de su arribo, color rosado mamón, dividió las opiniones de las esposas de los ministros y otros altos dignatarios. Algunos estuvieron en desacuerdo con el peinado “Jacqueline”, una bomba un tanto exagerada medio sujeta por un pequeño sombrerito blanco. Con este traje mojado —cuando los paraguas aparecieron en el aeropuerto, ya Mrs. Kennedy estaba empapada—, la primera dama de los Estados Unidos saludó a la señora Betancourt: “I’m very glad to meet you”. Y así, toda mojada, entró en el helicóptero que la llevó a la campiña carabobeña. En el hotel Maracay, la señora Kennedy cambió su indumentaria por un traje blanco, de shantung, con doble falda abierta a los costados, que hizo exclamar a todo el mundo: “Esta sí es Jacqueline”.
De Maiquetía los dignatarios pasaron a La Carlota donde, según recuerda una nota del Museo del Transporte de Caracas, “los aguardaban cinco helicópteros marca Sikorsky S58 verde oliva y techo blanco de la US Marines” para llevarlos al interior del país. “A uno de esos helicópteros subieron los presidentes Kennedy y Betancourt, ayudantes militares y civiles, y el traductor. En otro viajaron las primeras damas Jacqueline Bouvier y Carmen Valverde”.
Poco antes del mediodía llegaron a El Frío, estado Carabobo, donde asistieron a la firma del primer crédito del Banco Interamericano de Desarrollo, concedido a 48 familias. De allí volaron a La Morita, asentamiento agrícola ubicado al sur de Turmero, estado Aragua, donde ofrecieron discursos los dos presidentes… y Jacqueline Kennedy, quien se anotó un resonante triunfo al ofrecer una breve alocución en español, lengua que hablaba con fluidez, lo mismo que el francés. Terminado este acto abordaron nuevamente los helicópteros para dirigirse a los campos de golf del hotel Maracay en cuyas instalaciones tomaron el almuerzo.
Mientras se desarrollaba esta intensa agenda, unos periodistas escribían las notas con la noticia de la visita de los Kennedy y otros se apostaban en La Carlota a la espera del regreso de los importantes personajes para hacer seguimiento informativo a su peripecia. En el grupo de La Carlota se encontraba Francia Natera, quien era, a la sazón, una de las periodistas más conocidas del país debido a sus crónicas, llenas de deliciosas observaciones, y a sus audaces avances para conseguir noticias y revelaciones.
Su nota aparecería en la edición de El Nacional del domingo 17 de diciembre, con el título de “Medio día de Jacqueline Kennedy en Caracas”.
“Con una sonrisa favorecedora que le duró de la mañana hasta la noche una Jacqueline Kennedy radiante pasó el día de ayer en Caracas. La sonrisa no pudo ser borrada ni por la inoportuna lluvia del aeropuerto de Maiquetía, ni por el calor de Maracay y ni siquiera por la antipática actitud de los detectives del FBI, que fueron lo único desagradable que rodeó a Mrs. Kennedy”, consignó Natera.
En las horas muertas, Francia Natera se peleó con los efectivos militares que impedían a los periodistas venezolanos estar en la pista de aterrizaje, mientras que se lo permitían a los norteamericanos. Naturalmente, ella impuso su voluntad. Se distrajo conversando con la secretaria de Prensa de la señora Kennedy, Pamela Turnure, a quien hizo “las mismas tonterías que le preguntaban los periodistas de todo el mundo: Sí, la señora Kennedy tiene más secretarias, no soy la única. No, la señora Kennedy no duerme hasta tarde. Sí, trabajamos desde las 9 de la mañana hasta las 7 de la noche”.
En alarde de picardía, Francia escribió: “la señorita Pamela, una rubia muy joven y bastante agraciada, peinada a la ‘Jacqueline’ y vestida con un traje parecido a los de ella, nos contó que había conocido a Mrs. Kennedy porque fue secretaria de su esposo en el Senado durante tres años”. Y agregó que una joven periodista, carente de la diplomacia, que supuestamente ella sí tenía, le preguntó a Pamela Turnure que si ella siempre se peinaba como Jacqueline Kennedy; y que “la rubia Pamela, enrojecida, le aseguró que solo por el día de ayer”.
El trasfondo de esta anécdota, aparentemente anodina, es que se rumoreaba que Pamela Turnure había sido amante de John Kennedy y, de hecho, había llegado al cargo de encargada de Prensa de la primera dama sin tener experiencia en medios. “Sin comentarios”, era su frase más usual frente a reporteros.
El largo plantón en La Carlota rindió magros frutos para Natera. “Después de mucho rogar”, escribió, “pude retratarme junto al Lincoln negro, placa EX915. En él entró la señora Kennedy acompañada de la señora Betancourt después de bajar del helicóptero”.
John Kennedy cruzó Caracas en una limusina Lincoln Continental fabricada en 1961, alargada, blindada, recubierta por un techo transparente removible, que trajeron a bordo de uno de los tres transporte Lockheed Hércules C130 destinados a ofrecerle soporte logístico y de personal de apoyo a la gira presidencial. De cerca, detrás del Lincoln, iba el automóvil especial para los agentes del Servicio Secreto y dos limusinas descapotadas marca Cadillac Fleetwood del año 1957, especialmente fabricadas por uno de los famosos carruajeros estadounidense. En una de ellas iba Jacqueline.
El presidente norteamericano se dirigió a la embajada de su país, que entonces quedaba en La Floresta. Ese acontecimiento supondría la iniciación en el oficio del periodismo de Nelson Bocaranda, quien estuvo esa tarde en la representación diplomática.
“En la universidad nos habían dado a los estudiantes de periodismo unos carnets de prensa para hacer las prácticas. Con ese carnet, me fui a la embajada de los Estados Unidos y me inscribí como reportero de la Universidad Católica. El día que llegó Kennedy me dirigí a la embajada con mi carnet y una Kodak Starmate, que tenía un flash enorme con una bombillita desechable. Llegué donde estaba el presidente de los Estados Unidos y, cuando estuve muy cerca, levanté mi cámara y le tomé una fotografía. El fogonazo le estalló en la cara y Kennedy quedó tan encandilado que me dio un cocotazo mientras se lamentaba: ‘¡Oh, boy!’”, dice Bocaranda.
“Sin amilanarme ni detenerme a sobarme la cabeza, seguí apuntándolo con la cámara y obtuve una imagen de Kennedy al lado del embajador de Puerto Rico, Teodoro Moscoso, —quien luego renunciaría a la embajada en Venezuela para asumir el cargo de Administrador General de Asuntos Latinoamericanos en la Agencia de Fomento Internacional—, porque los seguí hasta el interior de la embajada y no hubo nadie que me lo impidiera. No podía parar. Le tomé fotos al carro del presidente, por dentro, por fuera. Todo me parecía noticia. Esas fotos no llegaron a publicarse. Quizá porque yo no estaba allí en representación de ningún periódico sino de asomado”.
Mientras esto ocurría, las señoras Betancourt y Kennedy estaban en el jardín de infancia Don Simón, una institución de educación pre-escolar que el primer gobierno democrático había fundado en la quinta La Muda, que había pertenecido a Laureano Vallenilla Planchart, ex ministro de Relaciones Interiores de Pérez Jiménez. En su libro Escrito de memoria, Laureanito cuenta que, unos días después de su destitución y encontrándose ya en París, lo llamaron para informarle que Pérez Jiménez había abandonado el país y estaba huyendo con toda su familia rumbo a Santo Domingo. «Tenga valor”, le aconsejaron “Su casa ha sido destruida por las turbas».
Cuatro años después del derrocamiento de Pérez Jiménez, la residencia, ya despojada de los lujosos muebles y las lámparas de cristal, convertida en el escenario para recibir a Jacqueline Kennedy, quien, naturalmente, ignora la violenta historia de la casa. Para ellas es solo la encantadora sede de una escuela de 120 niños, provenientes en su mayoría del barrio “Agua de maíz”, que la reciben con regalos y cantando aguinaldos.
“El niño Ramón López le ofreció un par de alpargatas minúsculas y la niña Náyade de Brandon hizo entrega a Mrs. Kennedy de una virgen con el niño, obra de la artesanía criolla. Con su traje blanco, sus perlas, una pequeña pulsera con brillantes y su peinado adornado al centro por una pequeña cinta negra, Mrs. Kennedy recibió los obsequios de los niños”, escribió Natera.
Poco antes de su fallecimiento, ocurrido el 5 de diciembre de 2012, entrevisté a Francia Natera. Hablamos de sus extraordinarias vivencias como periodista y volvió a recordar la visita de Jacqueline Kennedy.
“Ella no dio rueda de prensa aquí. Pero nosotros la seguimos todo el tiempo. En La Carlota le lancé un papelito a Carmen Valverde por la ventanilla del carro para pedirle que me facilitara una entrevista con Jacqueline —porque los Kennedy se hospedaron en Los Núñez, que era la casa de los presidentes de esa época. El día antes yo había estado allí con Carmen y ella me había confesado su preocupación porque la bañera que iban a usar los Kennedy se botaba. Era una casa vieja y había una filtración. Me enseñó cómo había preparado el cuarto para ellos: una cama cómoda con unas bellas sábanas y muchas flores.
Carmen me mostró el regalo que ella y Rómulo le tenían, era un collar de perlas extraídas en Margarita, de tres vueltas, cada cuatro dedos, digamos, tenía una baguette que separaba las perlas. Era una pieza de alta orfebrería, hecha por Henri Poinçot, el mejor joyero de Caracas para la época. Ese collar está en el Museo Smithsonian, en Washington, yo lo vi allí. Siempre que veo fotos de ellas me fijo para ver si llevaba el collar”, evocó Francia.
“Carmen me lanzó el papel de vuelta; había escrito que nos viéramos en el kínder Don Simón. Pero, finalmente, la entrevista no se dio. La gente del FBI lo impidió. Entonces yo escribí una nota en El Nacional, furiosa.”
Esa noche, la del sábado 16 de diciembre, los Betancourt ofrecieron una recepción de gala para sus invitados. Margarita de Hernández Ron, esposa del ministro de Obras Públicas, Santiago Hernández Ron, estuvieron allí.
“Era más hermosa de lo que se veía en las fotos”, asegura Margarita de Hernández Ron. “Y muy alta. Conformaba un conjunto muy armonioso. Esa noche llevaba un vestido largo, blanco, suelto en la cintura, una columna de seda. Y tenía un collar de perlas que se tocaba a cada rato. Era el regalo del Gobierno y estaba enloquecida con el collar. No llevaba cartera. No habló con nadie. Estaba siempre muy sonriente, pero no le dirigió la palabra a nadie, salvo, claro está, a la señora Betancourt, a quien parecía tener mucha simpatía”.
Al día siguiente, muy temprano, salieron de Los Núñez en dirección al aeropuerto, con una parada de pocos minutos en el Panteón Nacional para dejar unas flores en la tumba del Libertador.
Ninguno de los dos regresaría a Venezuela.
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