Investigación

“Gracias y por favor” tan escasos como arroz

Más que encargados de cobrar, los cajeros son psicólogos y puching balls en tiempos de racionamiento. La mayoría se convierte en callados chivos expiatorios del cliente que siempre tiene la razón. Entre gritos y abusos la ejercen, hasta que los controles digan lo contrario

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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“Jalabola” se convirtió en el nuevo “buenos días” dentro de supermercados y farmacias caraqueños. Se profesa con la soltura del número de mercancía regulada por persona y con la rapidez con la que se espera que la cobren. Los buenos modales se hicieron tan escasos como las latas de atún o los pañales para bebés —mientras las barbaridades aumentan como el precio del ron. De punta a punta, se escuchan “lenta”, “perra”, “sucia” entre otros improperios en el valle capitalino, junto al rechinar de dientes de los cajeros, quienes recuerdan a diario que “la vida de uno va primero antes de cualquier producto que ni siquiera es tuyo”.

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Katiuska Silva lo tiene claro. Es lunes en la mañana y las santamarías del Central Madeirense se suben. Está preparada para recibir a su clientela con su mejor sonrisa, pese a la andanada de malos tratos que viene con cada día. Tres años de experiencia en caja le han enseñado que los lunes son aún más difíciles cuando hay bienes a precios regulados. A las afueras del centro comercial Chacaíto se aglomera la muchedumbre ansiosa, irritada, hastiada. Finalmente, entra al establecimiento con un radar invisible para no desperdiciar más su tiempo.

Un patrón salta a la vista: la recurrencia de arbitrariedades ocurren siempre y cuando haya productos con montos fijos. Para un cajero, la palabra regulado determina si será un día caótico o tranquilo. “Muévete, chica. ¿Tú no sabes mover esa mano más rápido? Tengo horas esperando”, le suelta un hombre que sobrepasa los sesenta años y espera pagar lo antes posible la margarina que consiguió. Más de dos horas de espera se olvidan en la recta final de su travesía. El aproximado de cinco minutos que Silva tarda en facturar se alarga como las colas. La cajera cobra, sonríe y continúa, callada. Ha escuchado frases peores, “de malviviente para abajo”. “Yo le he bajado dos porque soy una fosforito. Antes no me aguantaba y le decía sus cuatro cosas al primer grosero. Ahora, si hay problemas, uno tiene que irse para adentro como un corderito, mientras los gerentes y vigilantes se entienden con el comprador”, comenta la honoraria, solícita como es menester.

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Lo que sospechan los cajeros lo confirman los expertos. “El desabastecimiento ha hecho común las agresiones laborales”, dice el abogado y profesor de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), Reinaldo Guilarte, quien destaca que se ha vuelto “imposible” proyectar los riesgos profesionales en la situación actual. “La interacción diaria con clientes irritados cambia las relaciones de riesgos de los empleados y les genera estrés, malestar, atenta contra su salud mental y física”, alega con leyes. “Nos van a tener que meter en una jaula blindada porque yo no estoy para que me peguen por una pasta regulada”, dice Yarnelis Peñaloza, quien tiene aproximadamente año y medio como colega de Silva en el mismo establecimiento, “haciéndose la loca” ante los malos tratos.

Como ellas, Araselis Aranguren lleva tres viendo “de todo”, mientras hace sus transacciones comerciales en Chacaíto. “Lo peor fue una mamá con su hija que iban a comprar unos potes de leche. Mi compañera no les podía pasar todos los que tenía y ahí se armó. Se halaron los pelos dentro del mismo supermercado. La niñita agarraba a la cajera y la mamá le daba. Tuvo que venir la policía a poner orden. Ella está ahorita en un rollo con la Fiscalía porque la cliente le puso una denuncia por agresora”, narra Aranguren de quien prefirió mantener el anonimato.

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“Lo más pertinente para disuadir este tipo de situaciones es la presencia policial o parapolicial, como vigilantes, aunque lo ideal es que ambos lados de la ecuación entiendan que se tienen que respetar”, indica el profesor y recomienda campañas de concientización. Antonio Ramírez confía en que el respeto se ha perdido con el tiempo. Tiene casi un lustro tras la caja registradora en el Farmatodo de La Hoyada y es fiel observador del “impacto social” que generó el racionamiento de alimentos de la cesta básica desde abril de este año. “Un señor me amenazó de muerte porque no podía venderle un producto, ya ni me acuerdo cuál era. ‘Te espero afuera’, me dijo. No era su número de cédula. La gente cree que uno es el dueño de la farmacia, que puede cobrarles lo que quieran, pero lamentablemente no es así”, alega Ramírez, a quien no le falta “su mentadita de madre” de vez en cuando por su clientela que, bajo su lupa, va a su lugar de trabajo predispuesta.

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En ocasiones, las intimidaciones vienen con ñapa incluida. Heidi Pinto no soporta trabajar más tras la caja 12 del Central Madeirense del centro comercial Los Geranios. Sus dos años de servicio ahora se resumirán en una línea en su currículum pues, a pesar de la oportunidad de conseguir bienes regulados cuando llegan, “primero su familia, su vida, su tranquilidad”. “Hace poco vino un hombre a comprar varias latas de leche que no le tocaban. Estaba con una camisa corriente, pero tenía pantalones de policía. Hasta la credencial se le veía. Segurito es del CICPC de La Boyera. Como no se los podía cobrar me empezó a gritar y me iba a pegar. Toda la cola se molestó y le gritó, pero yo estaba muerta de miedo sin decir nada. Cuando pagó y se fue, me fui para adentro a llorar. Fue horrible”, afirma consternada la empleada.

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Entre sus anécdotas, presenció cómo una mujer joven tenía una bolsa de queso y le amenazó para que no apareciera en la factura. También guardó silencio, pues “qué iba a hacer”. “No falta mucho para que empiecen a robar a mano armada acá adentro. El otro día vi cómo le robaron unas bolsas a una señora en la puerta del supermercado”, cuenta Pinto, quien teme que el local se convierta en un escenario más de los 56 saqueos y 76 intentos más alrededor del país, de acuerdo con cifras contabilizadas en el primer semestre de 2015 por el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS).

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Recién llegada al establecimiento del municipio El Hatillo, Diana Alcalá cuenta que la gente pierde el glamour, los modales y las perspectivas. Años en el área de atención al cliente le enseñaron que le conviene más ofrecer el trato que espera recibir, aunque no siempre lo obtenga. “He visto cómo señoras muy bien vestidas abren la boca y, en vez de rosas, sale cloaca”, narra Alcalá en los cinco meses que ha visto a los compradores despotricar de las medidas implementadas. “Todos se quejan del Gobierno, pero nosotros somos corresponsables de lo que está pasando porque permitimos que pasara. Ahora hay que trabajar por el prójimo para mejorar el país y no ser egoístas”, remata, convencida de que, al sonreír, ignorar los “jalabola” y dar los “buenos días”, pone su granito de arena en la Venezuela que aspira.

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