Investigación

Mendigos: con una limosna legal

Vivir entre limosnas y camas de cartón, confundirse con el asfalto en calles y avenidas, dejó de ser penado por la ley venezolana. El Tribunal Supremo de Justicia resolvió que no es delito deambular pidiendo de lo ajeno —siguiendo una tendencia latinoamericana. No existe certeza de cuántos hay en la calle, el Instituto Nacional de Estadísticas no lo reporta y la Misión Negra Hipólita deja de acobijar a quienes siguen en su cotidianidad errante

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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Son muchos los que transitan el sector de Santa Eduvigis en el municipio Sucre de Caracas. Aquellas cuadras caraqueñas se llenan de vida desde tempranas horas de la mañana entre carros, transeúntes, ciclistas y motorizados, muchos mtorizados. No faltan las cornetas y el humo que todo lo aturden ni el río de individuos en la corriente del desabastecimiento que persigue productos regulados en el Farmatodo y el Excelsior Gama de la zona. De mañana, mediodía o tarde, quienes recorren sus calles no dudan en protegerse de los rayos solares. Como cualquier ciudadano de la zona, Rafael Soto también lo hace, aunque no tener techo propio lo diferencia de la mayoría de los que emulan la práctica.

Soto come y vive allí, entre la indulgencia, comodidad y seguridad que encuentra como puede. Se planta en las calles de la zona como una esfinge aunque las piernas le fallen y lo hagan tambalearse. Su poblada barba gris, rizada y descuidada delatan las 71 primaveras que lleva acumuladas, de las cuales 30 ha estado en aquel rincón de Chacao. Con la misma camisa azul de botones, pantalones oscuros con grandes bolsillos y zapatos de trenzas, Soto puede estar parado por horas con la excusa de ya haber estado sentado. Tiene una hernia en la espalda que le molesta, pero no lo mata. Todavía guapea. “Las cosas se viven y se soportan, no se andan diciendo por ahí”, dice el mendigo, quien a pesar de haber nacido en el 44, se siente enérgico: “Tengo 13 años, mañana cumplo 14”, comenta burlón.

Las condiciones en las que vive no le molestan, sino las vive con pasión: “Yo estoy en la calle porque escogí vivir en la calle. Siempre he hecho las cosas así, cuando estudiaba, cuando trabajaba y ahora acá. Si yo quisiera pudiera vivir en aquel edificio, pero prefiero estar acá con la gente”, comenta Soto mientras señala el edificio Rivera, en la avenida principal Santa Eduvigis, del cual se clama propietario. A sus puertas suele pernoctar. Afortunadamente, su mendicidad «opcional» no le ha traído problemas con la comunidad ni con la ley.

Este estilo de vida tampoco incomoda a la Defensoría del Pueblo de la República. De hecho, su máxima autoridad en 2011, Gabriela Ramírez, presentó una demanda de nulidad contra los artículos 502, 503, 504 y 538 del Código Penal venezolano al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ese año. Actividades como las de Soto eran penalizadas por la ley hasta entonces, cuando el TSJ resolvió dejar sin efecto temporalmente estos artículos que penalizaban la mendicidad tras la petición de la Defensora del Pueblo.

Cuatro años después, la Sala Constitucional del TSJ admitió la demanda de nulidad. Pedir limosna, una “ayudaíta”, y deambular sin rumbo fijo ya no son faltas contra el orden público. Que Soto no tenga techo propio -o no use el que afirma poseer- y vague por las calles, como hacen muchos otros en otros asfaltos, ya no es visto con malos ojos desde la perspectiva legal.

A Rafael los vecinos lo reconocen como parte de las aceras de la zona. A paso lento, las recorre entre saludos y gracias en busca de un árbol con el cual taparse del sol. Desde tempranas horas de la mañana, la comunidad se solidariza y le entrega algún pan y jugos. Para el desayuno son bien recibidos, pero ya en la noche no los acepta. Nadie sabe por qué. “Es un secreto”, dice él mismo. Sin embargo, el indigente confiesa no siempre haber dependido de terceros: “Yo trabajé por muchos años en construcciones que están todas por aquí cerquita. Hasta ayudé a la construcción de esta avenida (Santa Eduvigis) que ves acá. En aquel entonces, dormía por aquí cerca en un árbol grandote que daba bastante sombra y cubría de la lluvia. Estaba resuelto”, dice recordar.

Si las autoridades lo hubiesen hallado mendingando hace una década, Soto hubiese sido penalizado con un arresto de hasta seis días, quince si reincidía. Incluso, no estando en condiciones laborales aptas, se aplicarían las mismas penas. Así lo indica el Código Penal de la República en su artículo 502, promulgado en 2005 y anulado el pasado junio.

“Hace como 10 o 20 años me metieron preso como dos veces, pero ahí mismito me sacaron. Ni los policías de más alto rango sabían por qué yo estaba ahí”, rememora el mendigo entre risas y confesando no haber estado en una comisaría policial desde aquel entonces.

Seis meses es la sanción máxima que se le pudiese adjudicar a un indigente en caso de reincidir en sus andanzas con “actitud amenazadora, vejatoria o repugnante por circunstancias de tiempo, de lugar, de medios o de personas”, de acuerdo con el artículo 503, también anulado. Dicho dictamen nunca fue un problema para Soto, que tiene más amigos que enemigos en esas cuadras de que separan Sucre de Chacao.

En la sentencia del TSJ emitida el 25 de junio de este año, se destaca que la mendicidad representa una condición y acción humana de motivos varios, ya que puede asociarse con «razones religiosas, filosóficas, económicas, sicológicas, psiquiátricas, patológicas y sociales en general, aspectos que, en ocasiones, convergen entre sí». Además, los magistrados acotaron que «debe ser abordada desde sistemas axiológicos, educativos, deportivos, religiosos, jurídicos y políticos en general, haciendo uso proporcional y progresivo para tratar (…) en el marco de un respeto cabal a los derechos humanos de todas y todos, incluyendo los de las personas que se encuentren en esa situación».

No muy lejos, la Sala Plena de la Corte Constitucional colombiana afirmó este año que “la mendicidad es sancionable únicamente cuando se instrumentaliza o utiliza a otra persona o un menor para obtener lucro”. En Argentina, también fue levantada el castigo a vivir en la calle, según decisión de la Corte Constitucional en 2006, pero manteniendo el mismo criterio colombiano: solamente si se ejerce individualmente, sin coaccionar a nadie más. Mientras que en España los castigos y multas se derivan de ordenanzas municipales y Noruega frenó en febrero la ley que pedía hasta un año de cárcel para quien ayudase a mendigos, la tendencia latinoamericana radica especificar que utilizar a niños y jóvenes para mendigar sí es condenable. Ello sigue penado por las leyes venezolanas, al igual que utilizar a personas en esta condición para delinquir. Ser pedigüeño de forma violenta o coactiva tampoco se encuentra dentro de las indulgencias de la Defensoría del Pueblo ni del Tribunal Supremo. En dichos casos, el TSJ considera que la intervención penal del Estado está justificada jurídicamente.

Soto conoce unos cuántos como él, aunque nunca podrá saberlo con certeza. Sin techo ni sustento económico, el mendigo no figura en los apartados “Pobres”, “Pobres extremos” o “Pobreza por necesidades básicas insatisfechas” que estudia el Instituto Nacional de Estadística (INE). Los encargados de hacerle radiografías al país no contemplan en sus indicadores a estos individuos. Tampoco sabe qué es la Misión Negra Hipólita, el programa dedicado a rescatar a los medradores de la calle creado por el expresidente Hugo Chávez el 14 de enero de 2006. Él nunca ha sido abordado para tal rescate, ni forma parte de los 980 beneficiados que el presidente del programa social, Walter Gavidia, aseguró existían en el primer semestre de 2015; a pesar de que miembros del Consejo de Trabajadores de la Fundación denunciaron en junio que apenas serían 200 los incluidos, debido a un paulatino proceso de desmantelamiento del programa social que ha hecho desaparecer 14 centros de atención de los 38 desplegados en todo el país.

La Defensoría del Pueblo no apoya que se condene “el modo de ser” de quienes viven en las calles, pues la justificación legal en la que se basan las leyes venezolanas recae en la premisa de peligro que los envuelve: “Derivan en una responsabilidad penal por la condición del autor, en vista que no se sanciona un hecho, sino el peligro que aparentemente representan estos sujetos”.

Soto sigue recorriendo las calles de Santa Eduvigis sin representar amenaza alguna, mientras le devuelve los saludos a los transeúntes con una sonrisa parcialmente desdentada. La noche cae y él sigue allí, clavado en la avenida como un árbol más, aunque sin dar sombra a quienes pasan a su lado. No espera que el Gobierno o las leyes promulgadas lo amparen, pues nunca sintió que lo hicieran. Legal o ilegalmente, sigue en la calle por voluntad propia.

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