Investigación

Quedarse demasiado: entre la resistencia y la terquedad

Las despedidas y los nuevos comienzos pululan entre las historias humanas de Venezuela.  Los testimonios de quienes optan por no ver más allá de Maiquetía su opción de vida se enfrentan a la desazón diaria, a la aspereza del prejuicio y, también, a la incomprensión del que se fue. No todos emigran. La mayoría, de hecho, se queda

Composición fotográfica: Mercedes Rojas Páez-Pumar
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Desde hace años, con sus bemoles, la migración venezolana permanece en el debate público, moldeando circunstancias emocionales en una sociedad que ha cambiado los cumpleaños de carne y hueso por sesiones de Skype entre familias y amigos separados por océanos, pasajes aéreos escasos y la incertidumbre característica del gentilicio en lo que va de milenio. Mucho se ha escrito, argumentado y defendido sobre las razones para abandonar el terruño; pero también hay quienes deciden quedarse o, incluso, volver.

“Yo me fui en 2012, atendí un centro de llamadas y limpié una cafetería en Roma. Podía vivir con poco y además te vas quedar loca, porque yo nací allá y tengo a la familia materna con toda la disposición de recibirme. Yo podría estar viviendo en Italia muerto de la risa”, dice, igual de risueño Giovanni López D’Andrea, ingeniero civil y comerciante radicado en Maracaibo: “Pero lo mío es esto, yo no quiero vivir ese choque cultural. Puedo vivir con poco, pero a mí me gustan los negocios, moverme, producir, tener empleados, sentirme vivo. Hay algo del cogeculo (sic) de este país de mierda que me encanta y además mi mamá y mi abuela me enseñaron a tener fe: tenemos que salir de esto”. El comerciante, a la mitad de su tercera década de vida, confiesa haber votado por Hugo Chávez en 1998, “pero lo único que puedo decir en mi defensa es que tenía 19 años y no sabía nada de nada. Por eso pienso que la cosa se puede componer, porque hemos llevado miseria y angustia que jode en estos últimos años. ¿Tú no has leído que los suizos se suicidan a cada rato? Será de aburrimiento. Aquí no te aburres. Si no te agarra la chikungunya te agarra un choro y si no te mata puedes llegar a tu casa a intentar ser feliz con tu familia y tus amigos, con otra gente que tampoco quiere o puede irse, pero que está tratando de echarle bolas”.

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Del optimismo que rememora aquella célebre canción del ido Carlos Baute, la línea se extiende hasta una sensatez que de ser cantada le pondría acordes a la frase “mejor malo conocido que bueno por conocer”. Ana Rodríguez, una odontóloga residente en Puerto La Cruz, cuenta que sus hijos “se fueron el año pasado, de 23 y 28 años. No la han tenido fácil, uno está en Bogotá y el otro en Barcelona, cursando sus estudios. Yo tengo 55 años y no pienso irme. Creo que eso es para los más jóvenes, que tienen toda la energía y la ilusión de empezar desde cero. Además, aquí dentro de todo lo que ya sabemos desde el punto de vista económico, al menos gano algo que me permite vivir con ciertas comodidades y ayudar a mis hijos”. La mujer se ha ido quedando sola, sus consanguíneos han ampliado la brecha geográfica que los separa y, aunque le ofrecen un lugar de resguardo si decidiera seguirlos, no lo acepta. “Mi hermana vive en Florida desde hace veinte años y me ha dicho que me vaya para allá, pero la sola idea de ir a vivir arrimada me asfixia. Es un sentimiento complicado. Aquí también uno se siente asfixiado frente a la inseguridad y todo lo cuesta arriba de las cosas cotidianas. Pero yo aquí tengo mi casa, mis dos perros y mi pareja que no vive conmigo pero con el que salgo a la playa”.

En el caso de Alejandro Salgado, estudiante de Comunicación Social de la Universidad Santa María, es su hermana y varios tíos quienes residen allende a las fronteras nacionales, en Madrid, desde donde recibe no pocas tentaciones. “Ella y mis padres siempre me presionan para que me vaya”, dice el universitario descartando limitaciones económicas. “Mi familia tiene plata para mantenerme fuera del país, pero a poco de graduarme la verdad es que no tengo planes ni de irme definitivamente ni de estudiar por un tiempo. No descarto hacer una maestría, pero es que creo que el país está en un momento cumbre y no quiero alejarme. Quiero formar parte del cambio”.

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La ausencia de familia cercana, Ana la compensa con su compromiso hipocrático, el que la impulsa a diario a cuidar bocas ajenas. “Aquí tengo a mis pacientes, que es lo que hace posible mi estilo de vida”. Su estancia en el país también tiene una razón estratégica: cuidar las barracas para recibir a los heridos del campo de batalla, si se quiere. “Si a mis hijos les va mal –que Dios no lo permita- y necesitan devolverse, bueno, que sepan que aquí estoy yo para recibirlos y ayudarlos para que salgan adelante, porque yo sí soy un país para mis hijos”. En el caso de Salgado, resistir es una opción de vida. Hacerlo luchando, también. Más que sobrevivir, exhibe un compromiso ideológico con el país posible, una paciencia militante que soporta sus primeros pasos en la senda del activismo social y político, donde su ruta académica puede “aportar mucho por la defensa de los derechos humanos, por las comunidades con menos recursos, por este país al borde del suicidio”.

El agradecimiento a una tierra es un motor rotundo para dedicarle a ella una vida entera. En el caso de Magdalena Herrera de Boersner, de origen colombiano que hace vida en Caracas, se trató de una decisión arropada en el libre albedrío de qué país considerar como la propia patria. “La mía es Venezuela. Gran parte de mi formación se la debo a este país. Aquí hice mi familia, nacieron mis hijos, construí mi vida. Este es un país generoso, con gente solidaria, alegre, maravillosa. He tenido la suerte de viajar por varios países, pero en ninguno he encontrado lo que éste me ha ofrecido”. La gratitud de Salgado es de segunda generación, por cuanto afirma que “todas esas comodidades que mis padres me dieron se las debemos al país, y para mí es fundamental quedarme e intentar”, aunque la flaqueza, el cansancio, el desaliento y la extenuación no sean por completo descartables.

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De quedarse por decisión a hacerlo por consecuencia. Cuando las trabas son mayores, mantenerse dentro de los límites de un país de tramos fronterizos cerrados es la única opción. Entre el sacrificio y el deseo se ubica Daniela Heredia, antropóloga y –a veces- taxista. “Yo me quiero ir, lo intenté el año pasado pero el presupuesto se me cayó después de la enfermedad de mi mamá. Ahí me di cuenta de que no me puedo ir, aunque quiera. Creo que me moriría de remordimiento si la dejara sola”. Heredia aún sostiene diálogos internos en los cuales se cuestiona si su permanencia en Caracas es valentía o cobardía, dos caras de una moneda menos devaluada que la nacional. Desde su lecho, su madre la impulsa a dejarla atrás, a buscar nuevos horizontes. “Ella me dice que me vaya, que aproveche, pero parece que se le olvida lo importante que es tener una madre a quien cuidar cuando todo se está perdido. Yo sencillamente no puedo dejarla sola mientras este país se desploma”.

A Salgado lo ata su deseo de cambiar el presente. “Yo tampoco quiero ser un mártir, pero quiero hacer todo lo que esté en mis manos. Quiero luchar. No me perdonaría ver desde lejos cómo se hunde nuestra patria”. Herrera, internacionalista de profesión, asegura que todos los países pasan por crisis, como Venezuela atraviesa una que luce cada vez más larga. “Pero no es la primera ni será la última, como tampoco es la peor que país alguno haya vivido. Cada día me da fuerza la gran cantidad de personas que en sus respectivos ámbitos trabaja y hace sus mejores esfuerzos por buscar la forma de superarla. Venezuela tiene muchos recursos, pero su principal riqueza no es precisamente el petróleo, sino su gente. Hoy el mundo afronta las más diversas crisis. Por eso tenemos que apreciar el inmenso potencial que poseemos”. Y para Heredia, asumida su estadía, lo siguiente es encontrar un motivo más allá del bienestar de su madre. “Cuando uno decide quedarse entonces debería comprometerse más con entendernos y respetarnos. Durante las protestas de 2014 yo eliminé de Facebook a mucha gente fuera del país que me tenía harta porque no dejaban de decir que esto estaba así porque no teníamos los cojones de salir a protestar. Y también me sacudí a gente que sigue acá, algunos incluso que no han podido irse y que quieren hacerlo, que decían que los de afuera no tenían derecho a quejarse porque no tuvieron el valor de seguir luchando para salvar al país. Ese desprecio mutuo me parece un error y un horror, es deprimente. Al final yo creo que todos merecemos admiración y respeto por lo que sea que hayamos decidido hacer para sobrevivir. Además, el enemigo es otro. El enemigo es el Estado corrupto y asesino”.

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Sea cual sea el motivo, desde ideales políticos, compromisos emocionales y patrióticos, mera resistencia, culpa, miedo, hasta la más deslumbrante fe en el porvenir nacional, no pasa desapercibido que el venezolano no monopoliza el sufrimiento frente a una crisis que suscita respuestas diversas, incluyendo quedarse o “dejar el pelero”. Frente a la idea de que el país se polariza en dos extremos, surge otra interpretación a partir de la inquietante heterogeneidad que no se retrata sobre el entramado de color de un Cruz-Diez.

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