Perfil

Sonia Chocrón, palabras mayores

La dramaturga, que combina letras para las tablas, la pantalla y la lectura en papel, protagoniza una vida ajetreada, compleja y de experiencias acumuladas. Aliada del Gabo, consanguínea de Isaac, escritora por oficio le huye a todos los títulos, excepto a los de sus textos

Fotografía: Manuel Sardá
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Menuda como un soplo, y con peso específico –sobre tacones, airosa caminaba, 48 kilos de brevedad, sustancia y materia gris-, prendada de las palabras va, con arrobo la fila de hormigas negras sobre el papel ve. “Brisa es mi palabra favorita”, arriesga. “A las palabras se las lleva el viento”, suelta, ay, las suelta. No será en serio el respingo, no tanto. Está enamorada del verbo y adora que el antiguo testamento diga que es el principio, la carne. Cuando oyó hablar a Gabriel García Márquez de la cadencia de la escritura, cuando descubrió que escribir es hallar el ritmo, oír la música, una composición, tomó nota, tan afinada ella, y celebró el hallazgo. Cortando el aliento con puntos y comas, hallaría una vocación. Respirando al unísono con el jadeo entrecortado de la ciudad vive la caraqueña Sonia Chocrón. En la audacia de escribir, sin pausa.

Curiosa de naturaleza, en vez de Letras –“habría sido guiada por la literatura y aproximada a los autores necesarios sin baches ni cabriolas”– estudió Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello, seducida por el envés de las cosas, aunque jura que el imán fue la televisión y el cine antes que el periodismo. Rebelde con causa lo que quería era, más que la verdad y su jaleo, la esencia y, más que la adrenalina de la primera plana, la estructura de las ideas y las posibilidades de juego. Más que denunciar el hecho, mostrar la reiteración, la procedencia, el conjunto. Entonces esa forma de costura que es la escritura –que hace trama, que es red, que atrapa-, devino devoción. “Yo no sé hacer más nada en la vida, no sé cocinar, así se lo advertí a mi esposo antes de casarme, que además ¡jamás aprendería!… Lo único que sé hacer medianamente bien es escribir, escribir para registrar lo oscuro, lo feo, lo bello…”.

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Dama de lenguas –habla inglés, francés, italiano, algo de portugués, hebreo “y el idioma de mi hija, el más importante”– y fanática del castellano, mar en el que nada con soltura y puede irse a lo profundo, es a los quince, poseída por la poesía, que toma conciencia del deleite que es organizar las palabras, deslumbrarse con cada una, las gemelas, las opuestas, sacarlas de alguna busaca. “Por sugerencia de la profesora de Castellano del colegio, a la que le mostraba mis poemas, una audacia, a los 18 concursé para participar en los talleres del Celarg. No sabía que sería escritora, es más, no estoy segura de que lo sea”, sonríe, “tener la necesidad de escribir no me hace tal y aún hoy fantaseo, aunque soy pésima con las labores manuales, con la posibilidad de dedicarme a la orfebrería”. Tan parecido.

Si aquel taller sería significativo, conocer a Gabriel García Márquez, será un suceso. Otro concurso la lleva al tótem. Quien ha publicado tres poemarios, un libro de cuentos, dos novelas y escrito guiones y ensayos en antologías editadas en España y medio mundo, consiguió ser aceptada para participar en el taller El Argumento de Ficción en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba. Pupila dilecta sería. El Nobel la invitó luego a México para  fundar el Escritorio Cinematográfico Gabriel García Márquez. Sonia Chocrón y tres mexicanas serían “los retoños del patriarca”. En las oficinas, que estaban ubicadas en los Estudios Churubusco –“nuestra fachada fue la de la casa de la película Querida, encogí a los niños”- trabajaban haciendo guiones, amasando ideas y argumentos, que el escritor realmaravilloso revisaba en lo que sería una mítica partida de scrabble, un privilegio. Con pasmosa sencillez admite que guarda muchas cosas que Gabo le dio –referencias, información, secretos-, pero lo hace con celo, no suelta prenda sobre aquellas circunstancias de proximidad con el maestro –qué comía, con quién hablaba por teléfono en el planeta, qué le disgustaba, qué palabras lo embobaban, qué le decía Mercedes- porque no son tesoros para la jactancia, menos para irse por atajos o con chapas por ahí, pero compartirá la autora de méritos a pulso algunas frases memorables que le obsequió el Nobel que han circulado: “El amor es un talento”, “En esta computadora que te voy a dar, escribí Crónica de una muerte anunciada”, “Tengo el título de mi próxima historia: Las mujeres felices se suicidan a las seis. Aún no sé de qué se trata”.

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Por fin, porque “al fin y al cabo no se trata de una operación de páncreas”, reitera lo que una vez espetó a la prensa, incursionará en la narrativa influenciada por su madre que le dice que, bueno, que ya que siempre cuenta, que por qué no lo hace ahora de corrido, no en verso; y por García Márquez, que la conmina en Cuba, en tono cómplice, a convertir un libreto en relato. “La historia que yo llevé al taller, y aludía a los certámenes de belleza, despertó el interés de García Márquez. Su consejo fue que la convirtiera en novela porque un guión siempre es susceptible a la intervención de otros”; 25 años después publica Sábanas negras. Dos ediciones lleva la novela que recrea el suculento mundo del desfile de curvas sobre tacones, típico tópico de la identidad nacional “tan acuciosos somos en asuntos de apariencia”; añádase a la trama sangre, poder y prostitución linajuda. “Sí, me gusta mucho escribir narrativa”. Ya lo ha dicho, que es como hacer una fiesta e invitar amigos y rivales a ver qué ocurre, y que casi siempre caben todos.

También tiene sus prolegómenos Las mujeres de Houdini, novela relacionada a un sueño recurrente y con vínculos reales insospechados y en las narices. Desde ese talento que es la timidez, o lidiar con ella, génesis del humor y acaso la literatura –y ella es “tímida y medio payasa”- irrumpe un deseo ahora confesión: muy joven acarició la fantasía de escapar. Ser otra. “Quería irme, sí, cuando viajaba en avión o conduciendo hasta la universidad, me imaginaba que seguía de largo a un sitio remoto donde ya no era yo; ese anhelo expiró cuando tuve a mi hija”. Le queda claro que el padre inmigrante, la raíz sembrada en el pueblo judío fugitivo -“nuestra idiosincrasia, tan dada al chistecito como evasión”-, y ella misma –“soy una escapista”– tendrían que ver con aquella ilusión.

He aquí el preludio de esta novela que aguardaba en el backstage de la autora con su juego de espejos, de recuerdos fallidos, los del ilusionista, Houdini que ya viejo, con los recuerdos descoloridos, hará un reguero dorado de palabras antiguas como él. Que hablará en ladino y de cuya boca saldrán términos medievales, según la gozosa decisión de la autora y que seducirá a los lectores; acaso un homenaje a su padre, un judío andaluz, de origen sefardí, y quien voceaba algunas expresiones en haketía -versión del ladino de los judíos ibéricos cuando la expulsión en 1492- un hallazgo que le permite -como siempre logra la palabra- el viaje, la mudanza anhelada.

Ah, pero la evasión que mueve la trama es otra, y Sonia Chocrón da con su argumentación una tarde de asombros, cuando el azar, generoso de más, la obsequia con un guiño mágico. Resulta que el instructor de natación de su hija le cuenta que siempre estaría agradecido a una señora que durante la guerra le salvó la vida. Lo rescató de morir de hambre en Francia y no conforme con ello lo aleja del horror hasta Suiza. “Cuando yo era niña, mi abuelo materno tenía un local que alquilaba a una señora que iba siempre vestida de negro y a quien todo mundo llamaba La Mami, era viuda y sus hijos habían muerto de manera terrible. La Mami y la señora que salvó a Juan, el que sabe salir a flote, eran la misma mujer. La historia apareció ahí, líquida”. Afanada en salvar niños judíos, en la novela, La Mami es la señora que desaparece. Lía. Buen nombre.

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Gratísima conversadora –“en realidad hablo hasta por los codos”- y paciente escucha -ninguna conversación le es ajena y confiesa que no sabe por qué pero suelen acercársele a confiarle secretos-, porque escribir también se parece a pescar, Sonia Chocrón no para. Invitada a dar conferencias en librerías, universidades y foros literarios, quien presentara a la autora de Hot Sur, Laura Restrepo, en el anterior festival de la lectura, escribe a diario en doble jornada y además salta de género con envidiable soltura -“soy un poco irresponsable en el teclado…”-, con esos dedos nerviosos cuyas uñas ahora pinta.

Publicó Mary Poppins y otros poemas, territorios que no exploraba desde que estaba embarazada de su hija, cuando decidió que no quería escudriñar justo ahí, en sus entrañas, “porque la poesía viene de adentro, es biográfica”. Se trata de un trabajo sobre el cine, o más bien que, a propósito de él, coloca, a modo de fotogramas, devociones, oraciones, sentimientos y “sartenes de vidrios rotos”. Está la señora de imperativa feminidad en el puño y la letra, la que atesora encajes y cintas en un baúl que resume las bellezas de la mercería de su padre, la escritora –“una sola página escrita es un mundo a salvo”-, la madre divertida que dice que no es lesbiana pero que está enamorada de su hija, con toda razón. Hay mujeres, amigas y madres e hijas, otro tópico, y “todo lo que fui y he sido, y mi deseo por inmortalizarlo y nombrarlo, de guarecer lo que he perdido”, desliza con su voz ronquita, pero no hay divas como las de Hollywood, “no las veo en la Venezuela de hoy”.

Del poemario toma un verso –“¡Que les corten la cabeza!… ¡Por pensar!”– y escribe La reina y yo, “y porque además sentí que tocaba repensar los 150 años de Alicia en el país de las maravillas”; y a propósito de países y de maravillas, o de reinados arbitrarios -valga la redundancia- y discursos delirantes, encarama en tacones de zanco a la reina Roja -las culebras enrolladas en su cabeza envenenada- durante quince minutos, tiempo suficiente para recrear los abusos del poder. Pieza que participa en el festival de microteatro, es la historia del miedo de Alicia –pensante, sospechosa, conspiradora- de no encontrar el camino de regreso, y el de la arbitrariedad, a derrumbarse.

También, la consanguínea de Isaac Chocrón, mantiene en escena, desde hace cinco meses, Ni un pelo de tontas, una comedia de situaciones, que deviene “un inmenso espejo cóncavo que alude a un país donde la violencia y la inseguridad son una constante”, mientras concibe otra obra de teatro, se zambulle en un proyecto para televisión y traza el bosquejo de una novela que tiene que ver con el amor y la amistad, aunque reconoce que hoy en día un texto anclado en estos parajes, sin pillos, es impensable.

Todo esto mientras repasa todas las respuestas posibles que podría dar el catálogo que, de la A a la Z , es la vida, no el extinto Unicap T; es adorada en twitter hasta por los chavistas que seguirían de cerca su boa diaria de 140 caracteres que cuenta el país; llama a votar contra el desconsolador fachomilitarismo imperante; se deja tentar cada cierto tiempo por la melancolía y jura que no comprende el odio o la rabia –“si se me colean entonces siento una ira pequeñita, una irita”-; y se deja seducir por la vida –“nada más sexy que una neurona”-, como todo fanático del baile, como todo aquel que adora comer delicioso, eso sí, que cocine otro.

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