Si todavía tan cruenta circunstancia le dice algo a alguien, si tal asunto puede valer como galón o valor agregado, es consenso entre tirios y troyanos en que Alí Rodríguez Araque fue el venezolano más cercano a Fidel Castro, el dictador del apellido cónsono. Fue también el revolucionario criollo de talante más acérrimo, reconcentrado y contumaz, lo que lo ubica en las antípodas del Hugo Chávez efervescente y veleidoso con quien, por el compromiso común, sostuvo una relación casi forzada, razón por la cual se vio en la obligación de hacer peripecias protocolares y estratagemas políticas, no fuera que se evidenciara la incomodidad. “A mí que no se le ocurra despedirme nunca en su show”, dijo una vez, tras un encontronazo con el líder que aún no era galáctico, acaso seguro de lo que representaba: el dogma sin faramallas ni risas.
Andino que vivió en pueblos de Mérida y Táchira adentro, Barquisimeto, Caracas y con reiterada recurrencia en La Habana, su trayectoria política lo ubica en la extrema izquierda —cada vez más rojo— como exconmilitón del Partido Comunista, del Partido Revolucionario de Venezuela, creado por Douglas Bravo, de Tendencia Revolucionaria, de La Causa R y del PSUV. De convicciones inamovibles —Teodoro decía que solo los estúpidos no cambian de opinión— fue el último en bajar de la montaña; el teólogo de cerrazones que nunca admitió matices en su fe doctrinaria; el que se adhirió a regañadientes a la pacificación.
“Luchamos contra la dictadura de Pérez Jiménez a favor de la democracia que luego derivó… en lo que derivó”, dijo a la revista Exceso en 2009 quien no usó pizca de su sentido crítico para evaluar a sus camaradas. Las crueldades de Stalin o del barbudo del mar de la felicidad serían exageraciones de la derecha cuya impronta no sería nada angelical. El derrumbe del muro de Berlín no sería una prueba del fracaso del modelo sino un tropiezo en el largo camino de ensayos y errores hacia la anhelada dictadura del proletariado. “No ha habido todavía verdadero comunismo en el mundo”, deslizó con esperanza.
Su vida, una línea de hierro, un riel de una vía, contuvo experiencias extremas, devastadoras, iniquidades y muerte, balaceras y sangre por las que avanzó sin desfallecer, sin remordimientos. Hombre de armas tomar, sabía de gatillos y explosivos. Acaso por eso lo inculpan de la muerte de una mujer que rezándole a la imagen de su santo de devoción le detona una bomba casera plantada por su marido en la figurita. Cría fama y acuéstate a dormir. Él no se durmió nunca. Se escapó del país una vez, eso sí, ataviado con traje de monja, ni de la esposa se despidió. Las parejas de los guerrilleros —mayoría casi absoluta de hombres en las filas del desgarre— sufrieron mucho, esperaron, la pasaron pésimo, luego la distancia desinfló sus romances, ellas se hartaban.
Irónico y con un sentido del humor muy particular, quien fue diplomático y el segundo venezolano en dirigir la OPEP, hombre preparado y de lecturas aunque de idea (en singular) fija, era visto por su exesposa sin embargo como un hombre de otro mundo, un superhéroe. “Era un hombre caballeroso”, dijo sin empacho. “Fuerte y también atento”. El testimonio de hombres y mujeres que amó subrayaron su capacidad para prodigar atenciones. Quién diría que saber de gatillos no es óbice para ofrecerle la silla a una mujer.
Paradójicamente, este hombre hermético suscitó entre los adversarios una suerte de admiración por su fortaleza. Tozudez inquebrantable. “El Alí Rodríguez Araque que yo conocí, el comandante Fausto, era un hombre complejo, duro y, sin duda, de una pieza”, concede un excompañero de andanzas, bota y fusil, “por lo que supongo que mantenerse como parte o más bien saberse partero de este desastre, y no abandonar es una prueba de su terquedad supina”, concede ahora es a él a quien le sacan la silla. “Es que tan agudo como era, tan fogueado en mil batallas, tendría que saber que mantenerse leal a este horror lo convertía más que en cómplice en culpable”. Douglas Bravo lo ve desde la barrera. “Luchamos mucho para terminar apalancando este desastre totalitario, eso nos separó”.
Dejado en la estacada por Hugo Chávez el decisivo día del golpe del 4 de febrero junto con otro que se distanció de él, Pablo Medina —ambos se quedarían esperando las armas aparcados en un carro al que nadie les hizo señas—, todo sea por la causa, trabajó después con el paracaidista de Sabaneta y fue miembro importante de su equipo. Empezaron mal y luego no fue mejor, pero entendía la disciplina con un convencimiento que no dejaba lugar a dudas. Atroz. Entretanto, el de los discursos maratónicos no era capaz de hacerle bromas ni en privado ni en público. Aquello que le sugirió una vez a Maduro —“Nicolás, deberías hacerle el favor a Condoleeeeeza”—, el mandamás no se hubiera atrevido a decírselo a él. “A Fausto, Chávez lo respetaba”, asegura uno que fue parte.
Levantado, como sus seis hermanos, con el sudor de la frente de sus padres campesinos, nunca fue maltratado con un rejo, como el líder fallecido; “fui criado con amor”, dijo. Pero transitó su infancia y juventud por los apretados pasadizos de la penuria, en fincas ajenas limpiando el excremento de las vacas, y le quedó tatuado en su sesera el valor del trabajo, “no el del capital”.
Con esa certeza como equipaje, de que el mundo se divide entre explotadores y explotados, se va a la guerrilla y, años después, cuando los vencidos acceden al poder, con el fervor inalterable se embarca en ese tren. Quien pensó como los alzados del 4F que la Sierra Maestra del movimiento era Pdvsa, alcanza el cargo cimero de la industria justo cuando el paro petrolero; los 20 mil despidos tienen su rúbrica. Dicen que pudo estar incluso la Presidencia del país en su currículum; considerado el segundo a bordo, habría sido el hombre que llevaría sobre sus hombros la transición. Sorpresa en el entreacto, Maduro fue el elegido, no el del cañón de futuro.
Viajero formado en Cuba, con desempeños oficiales en medio mundo, aprendió idiomas para hablar en todos lo mismo: el comunismo es la salvación del hombre y torear los obstáculos es condición sine qua non del hacedor revolucionario que busca a toda costa sembrar la semilla del hombre nuevo. Persuadido de que una idea que no se cristaliza no puede garantizar la felicidad, entendió que el compromiso sin ambages ni medias tintas harán posible la igualdad y la justicia anheladas. “Lo que no he hecho ni haré nunca será congraciarme con las injusticias, dar la voltereta, detrás de quienes claman democracia, los que ahora se rasgas las vestiduras por la Constitución de 1999 son los mismos que abjuraban de ella”, dijo. “No entiendo de qué se quejan si no quisieron postularse a la Asamblea”, deslizó en el remoto 2005. “Claro que somos demócratas, puede el pueblo decidir que se quede quien lo gobierne y en la constitución tiene las herramientas para prescindir de él, ni en Suiza”, remató también.
Pero he aquí una estampa que podría considerarse desliz histórico: ser protagonista de un banquete en el Tamanaco, bien servido y bien rociado. Es cuando su hijastra se casa. Su condición de revolucionario finamente trajeado provee una pésima foto al álbum: en la memorable fiesta danzan el irreductible y la novia en medio de un círculo temible de hombres de negro. Crítico áspero del imperio dijo en una ocasión que Obama era igual que todos un producto del capital pero, ¿no le daría una pizca de envidia su naturalidad?