Semblanza

Carlos Dorado, la plata que viste

Él jura no poseer un talento excepcional. No detenta más don que el del empuje. Sí, como buen gallego que es, aprendió a trabajar sin descanso —aunque no sude la gota gorda. Ese ímpetu lo convirtió en un Midas tropical. Donde pone el ojo, pone la plata y luego los bolsillos y alforjas llenos. Bien codeado, le gusta la moda pero ni las arcas le han restado la llaneza que lo viste  La vida de Carlos Dorado dio un giro el 11 de agosto de 2014. Luego de 30 años como empresario, con un caudal de dinero furioso —que él dirá es menor al que la gente cree que tiene— y varias empresas exitosas en su portafolio, niega que haya un antes y un después; un evento que haya modificado su destino. Se equivoca. Su historia está llena de ellos, los identifique o no. Ese día, el golpe nada aludía a finanzas o inversiones. No. El impacto vino con la muerte de Robin Williams. El comediante se suicidió y, automáticamente, Carlos Dorado dejó de ser su involuntario doble.

Fotografía: Hector Trejo
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Hasta entonces, en muchas partes del mundo era confundido con el histrión, como en Tailandia donde “habré firmado ciento y pico de autógrafos”. Nunca conoció al intérprete de Patch Adams —aunque su tercer hijo fue novio de la hija de Williams. “Si se van a casar me avisas con tiempo para cambiarme el look”, le advirtió. Lo recuerda siempre, reflexiona, confronta esa doble cara de la moneda, literal, el dinero. “Era un hombre exitoso que se suicidó con la correa: no necesitas tener para ser feliz”. Con la partida del actor, el rostro de Dorado solo identifica a una persona: al millonario de chequera pero humilde de acción; al “chalequeador y populachero” que revelan sus conocidos, al del paladar común que puede pedir en todos los restaurantes que visita una discreta chuleta de cerdo con arroz blanco. Es lo que me hacía mi madre, justifica. Un plato de pobre en mesas por donde pasean blinis con caviar y crema y langostas al Thermidor. «Ha interpretado la rebeldía y el elitismo de quienes participan en la orgía del dinero. El atrevimiento, la osadía, el riesgo, el juego fuerte», lo retrata el periodista Juan Carlos Zapata en su libro El dinero, el diablo y el buen dios, editado por Alfa, en 1991.

Otros relacionados con el empresario coinciden en que es un tipo hábil para fundirse allí donde los billetes verdes se queman a sorbos de champagne, y también para sentirse a gusto donde escasean los kilates. “Te hace creer que tiene la misma plata que tú”, dice desde el solicitado anonimato un habitual compañero de comidas y conversaciones financieras informales, pero no empresario. “¿Eso es bueno, no?”, se pregunta entre carcajadas Dorado, solo para responder con ese dejo que reposa en el desenfado: “nunca he medido a la gente por el dinero, yo tengo el mismo comportamiento con el señor Armani como el que puedo tener con cualquiera”. Cuenta que «puedo estar en Milán una noche cenando con Cavalli, con Domenico Dolce  o con Stefano Gabbana y al día siguiente llego a mi pueblo en Galicia y ceno con alguno de mis hermanos. El mayor está siempre con las ovejas, no tiene celular ni carro sino que camina, y yo me pregunto quién es más feliz, Roberto Cavalli o mi hermano Manolo».

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El primer después

El Carlos Dorado maduro, con cinco hijos —propios o asumidos— y cuatro nietos y una chequera que le permite “vivir cómodo el resto de mi vida”, se muestra despreocupado por la cantidad de ceros de sus activos. No era así el niño que hace cinco décadas decía a sus maestros de la escuela en su natal Forxa, Galicia (España), que su sueño era ser millonario. Tampoco el chamito de 10 años, el último de una camada de seis, que se embarcaría en la capital venezolana con sus padres huyendo del hambre del franquismo para instalarse en una pensión en Prado de María. Ese párvulo, que dejó atrás a sus hermanos —todos al menos una década mayor que él— y una vida pueblerina a la que nunca volvió, “estaba obligado a triunfar porque tenía demasiada necesidad y ganas de estar arriba. Estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio para lograrlo. No me importaba nada”. Excepto, seguir las enseñanzas de su precario hogar, especialmente las de su madre, con su ejemplo y, especialmente, sus frases, siempre justas, consignas al modo de Sally Field en Forrest Gump, que aún se cuelan en cada conversación.

Así, pasó por el Colegio Cervantes. “Yo era el muchacho de acento gallego del que se burlaban”, suelta el recuerdo de lápices. Entró a la Universidad Católica Andrés Bello a cursar Economía con 16 años cumplidos. “Me parecía la carrera más cercana al dinero”, avizoró. Despidió a sus padres cuando decidieron regresar a la península ibérica, “porque mi madre lloraba en silencio todas las noches queriendo volver allá”. Y armó sus primeras tarjetas de presentación con una mentira blanca: un título. La palabra “Contador” comenzó a acompañar su nombre cuando apenas cursaba tercer año de la carrera. “Pateé calle como dos o tres años siendo dueño de mi empresa, motorizado, secretaria. Al año y pico ya me mudé de la pensión a un apartamento donde monté la oficina que ya tenía una secretaria de verdad. A los tres, ya tenía 10 personas trabajando conmigo y luego de seis o siete me recomiendan con Mario Pizzorni en Italcambio”. Eran tiempos de movilidad social.

El fundador del Banco Ítalo Venezolano —muy exitoso porque era el instrumento financiero de la gran comunidad salida del país de la bota que hacía vida en Venezuela, una de las más grandes del mundo— lo contrató para hacer unas auditorías, luego para unas asesorías dos mañanas a la semana, después todos los días a media jornada. Así hasta hacerse uno de los infaltables de Pizzorni durante dos décadas. Surgiendo de abajo, admirando al panadero, al carnicero, a quien trabaja por jornada, tuvo el carisma para zambullirse como pez en el agua —o Rico McPato en su bóveda de monedas— en el mundo de los bolsillos profundos. Quería ser millonario, sí. Pero no uno de súbita riqueza, vade retro el “nuevorriquismo”, pues.

Trabajando en Italcambio conoció a Gabriella Pizzorni, la hija del dueño, nacida en cuna de oro, que con su marcado acento italiano se encargaba de vender las parcelas de Terrazas del Ávila y La Urbina que su padre urbanizó. Madre de tres hijos. “Ella nunca me dio pie, siempre fue muy profesional, pero creo que admiró en mí al muchacho trabajador, con pocos vicios y mucha pasión”, jura Dorado quien le soltó a la mujer, sin anestesia, un “estoy enamorado de ti”. La reacción tardó en llegar. El “yo también” fue tardío. Pero fue. Así, Mario Pizzorni pasó de jefe a suegro y, con los años, aquel asesor de mediodía se convirtió en vicepresidente del negocio. Ella es la presidenta, que nadie lo dude.

El segundo después

A Carlos Dorado sus títulos académicos no lo envanecen. Él se presenta como empresario y punto. Engavetados sus diplomas del Master en Administración de la Universidad de Florida (2005) y la Especialización en Finanzas de la misma casa de estudios (2006). “Yo pensaba que mi objetivo era hacer dinero, pero después descubrí que mi pasión es ser empresario: ver una idea, poder llevarla a cabo, verla florecer y que perdure en el tiempo”.

Siempre junto a su esposa, con quien comparte los créditos de cada aventura, fundó en 1988 Casablanca Fashion Group. La casa de modas que ahora acumula 84 tiendas en Latinoamérica, siguiendo el consejo de Adolfo Domínguez —el diseñador español dueño de las tiendas homónimas famoso por su slogan “la arruga es bella”—, a quien conoció en Madrid en 1987 y convirtió en habitué de Caracas.

El nombre vino de la película con Humphrey Bogart, y porque la primera sucursal en la capital venezolana fue, justamente, en una casa de paredes blancas. “Sin planificación ni grandes estrategias”, suscribe. Ahora Casablanca controla las tiendas bajo su propia marca, pero también otras con marquesina Armani Exchange, Vilebrequin, Hugo Boss, Claire’s, Super Off, Sundek y hasta Crocs, en Centro y Suramérica. “A él ahora le llama la atención más la moda que las finanzas”, dice un conocido del empresario. Pero él refuta: lo suyo es hacer empresas, y las cuenta por montones, incluyendo Italviajes con sus 30 agencias, e Italinmuebles, nacida en Madrid, y en plena expansión hacia Ecuador y Barbados donde ya construye urbanizaciones.

El tercer después, a sorbos

Al diario El Mundo de España Dorado le confesó que, un día de 2003, a sus oficinas de Miami, “llegó a trabajar un empleado que llevaba una camiseta con la cara impresa de una señora horrorosa fumando un puro”, Frida Kahlo. Así se enteró de la pintora mexicana —la más cotizada de América. Entonces era un “humildísimo aficionado a la pintura”, pero ahora es un coleccionista de arte —con todo y acuarela verdadera de Dalí colgando sobre su cama. Dorado le vio potencial comercial. “Frida Kahlo —la marca— nació de ver la película con Salma Hayek. Me impactó esa mujer tan buena y tan vanguardista, lesbiana, drogadicta, esposa de Diego Rivera, con ciertos barnices de que mató a Trostki… Me fui a Querétaro a buscar a sus descendientes y me encontré con su sobrina Isolda Kahlo, una viejita ya en ese momento y única descendiente y heredera de ese legado”.

Así nació la Frida Kahlo Corporation, controlada en 51% por Dorado, que ahora tiene los derechos sucesorios sobre la imagen, el nombre y la firma de la mexicana, tras convertir a la consumada comunista en una marca registrada. Un logro de quien puede preciarse de haberle ganado esa carrera a Madonna, fiel seguidora de la pintora surrealista. “Lo de Frida no fue planificado. Fue producto de una película, de una emoción. Le pregunté a Isolda lo que más recordaba de su tía y su respuesta fue que bebía tequila todos los días para el dolor. ‘Entonces ese es el primer producto que tenemos que hacer’, dije”. Ahora vende las presentaciones blanco, añejo y reposado —salidas de su propia destilería de Altos de Jalisco- que distribuye a restaurantes de todo el mundo junto a la vodka de lujo del diseñador Roberto Cavallli.

Ya en 2007 la inversión sumaba 9 millones de dólares, según registró también El Mundo, y ahora el empresario admite que “en 2017 llegamos a punto de equilibrio pero llevábamos 9 años invirtiendo e invirtiendo… y estoy seguro que es un negocio que será de los más rentables del grupo porque ya hemos consolidado una marca en los Estados Unidos”. Más allá del licor, el abanico de productos con la imagen de la cejijunta incluye un modelo de zapatos Converse, la cerveza Bohemia, un avión de Aeroméxico, una marca de tequila, una colección de ropa de Zara, los cuadernos Scribe, el billete de 500 pesos del Banco de México y pronto un hotel spa en la Riviera Maya, el cual se inspirará en la Casa Azul, cuya réplica neoyorquina recién instalada en el Jardín Botánico de El Bronx, en Nueva York, se ha convertido en la exposición más visitada en la historia del lugar. La caja registradora no para.

Las rendijas del poder

A Carlos no le gusta la polémica. En su círculo revelan que ha bajado el perfil público en medios venezolanos para evitar las diatribas nacionales, a pesar de haberse retratado con el gobierno nacional en más de una oportunidad. Desde el chavismo, en algún momento, fue señalado de financiar el paro petrolero de 2002 y de ser buen amigo de Juan Fernández, aquél que daba la cara por los ejecutivos despedidos de Pdvsa. También se le acusó de mover remesas ilegales de dólares, en 2004, para favorecer a la Coordinadora Democrática cuando le decomisaron en Maiquetía 2,5 millones de dólares, “que no me han devuelto a pesar de que la causa está archivada y no lograron encontrar una sola ilegalidad”. Además, su casa de bolsa Italbursátil fue la segunda en caer cuando se atacó ese negocio entre 2010 y 2011.

En 2015 el madurismo lo alabó por el pleito epistolar que sostuvo con Dolar Today —a quienes acusó de especular con la tasa cambiaria. En 2017 logró ser el único operador cambiario en la frontera, y en 2018 la Superintendencia de Bancos (Sudeban) anunció una investigación a Italcambio por supuestamente haber participado de operaciones ilegales. Según el presidente del ente regulador, Antonio Morales, se busca «sanear» la empresa bajo la lupa para que no cometa irregularidades con las remesas.

Por eso ha optado por hacer de sus columnas en El Universal y otros medios sobre aspectos humanos, menos expuestos al conflicto. “Un empresario no se mete en política, yo nunca seré ministro”, suelta saliendo al paso, indirectamente, a las veces que se le ha señalado como cercano a Nicolás Maduro. Jura que en el gobierno venezolano no tiene demasiados amigos, aunque sus casas de cambio suelen contar con permisos privilegiados por parte del Estado para operar en la frontera. Si los tuviera, cree que ya tendría el permiso para tener un banco en Venezuela. “Para dar microcréditos a gente pobre que a veces paga intereses usureros a prestamistas”. Sí, como el que tiene activo en Puerto Rico, Italbank, que la administración de Nicolás Maduro ha utilizado para realizar operaciones en divisas, luego de que la entidad norteamericana Citibank dejara de prestarle servicio.

Tampoco en el “jetset” cuenta con demasiados amigos, de los que se ganen tal palabra, pero sí muchos socios, conocidos, relacionados. “El mundo de la farándula es difícil, los principios de ellos son muy diferentes a los míos”, justifica. En el listado de afectos muy cercanos está, sí, Luis Figo, Adolfo Domínguez, Elizabeth Berkley —la de Salvados por la campana— y Emerson Fitipaldi. De la escena nacional, Marianella Salazar, Mario Aranaga y Osmel Sousa. Eso sí, a ninguna Miss le ha regalado ropa: “ahí se me sale el gallego”.

Carlos Dorado dice que dejará de trabajar cuando muera y que ahora quiere desarrollar —además de una nueva producción de vinos prosecco marca Casablanca— un software para apoyar las motivaciones de jóvenes que quieran ser empresarios, como lo que hizo con aquel Reto Financiero junto al Banco de Venezuela hace dos décadas. “Yo no creo que sea el Rey Midas ni mucho menos. No soy un carajo visionario ni planificador, ni considero que tengo una habilidad especial. Simplemente un poco de intuición y mucho trabajo y disciplina. Cualquier persona así puede hacer exactamente lo mismo que yo hice y quizá mucho mejor. El resto es pura paja”.

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