Devendra Banhart, eterno inadaptado a quien le duele Venezuela
Nacido en Houston pero criado en Caracas, Devendra Banhart se ha convertido en símbolo de la música inconforme. Ajeno a las etiquetas que le endilgan terceros, hace canciones y pinturas sin pensar en las fronteras del arte. Por eso las borra con cada trazo, con cada nota. Diez discos propios y varias colaboraciones después, se sigue buscando en las calles del primer mundo mientras piensa y canta a Venezuela, un país que le duele
No lo entrenó Yoda, ni ha entregado a ningún discípulo al lado oscuro de la Fuerza, pero Devendra Banhart sabe de Guerra de las Galaxias. Lleva tatuada la saga de George Lucas en sí mismo: su segundo nombre es Obie, como Wan Kenobi, el maestro jedi espectral que sus padres vieron en el cine cuando estrenó El Imperio Contraataca apenas 13 días antes de que él naciera el 30 de mayo de 1981; hijo de madre venezolana y padre estadounidense, pegó su primer grito en Houston, Estados Unidos.
Cierto es que también pudo haberse llamado Yoda. Pero la clave estuvo en los tampones O.B. que usaba su madre y cuya pronunciación en inglés terminó por convencerla de bautizar así a su pequeño, como confesó 30 años después a Russh Magazine quien es llamado «Obi» solamente en ambientes familiares. El de pila vendría por sugerencia religiosa: en la mitología hindú significa Indra, el dios del cielo, relámpago, trueno y lluvia. Así lo explicó a sus padres el maestro espiritual al que seguían, Prem Rawat.
Luego vinieron las influencias azteca, maya y zapoteca que comenzó a conocer a sus siete años, cuando ya vivía en Caracas desde que se mudó a los cuatro junto a su mamá, María Eugenia, ahora divorciada. La mujer regresaba al nido que influenciaría para siempre a aquel niño gringo que vivió en Venezuela hasta los casi 14. «Tiene una voz muy suave y habla en español con muchos modismos venezolanos, hasta tiene algo del mandibuleado típico caraqueño, pero no le sale muy fluido», dice Lorena Tasca, quien lo entrevistó en 2012 para El Universal, en Caracas. «Escribe pésimo», añade Juan Carlos Ballesta, fundador de la revista Ladosis, quien intercambió correos con él hasta que no hubo más respuestas. «Es un tipo huraño, se pone nombres de correo electrónico raros para que nadie sepa que son de él. Tenía un usuario de Skype que desapareció». Escribir a su correo, efectivamente sin nombre ni apellido, es mandar un mensaje al viento. Llamarlo a su celular, peor.
A Tasca, Devendra le comentó que el idioma con el que mejor se conecta, con el que se explica mejor, es el inglés, «aunque me fascina la sonoridad del español». A El Universal de Cartagena en 2013 le soltó que con el idioma de Cervantes se siente con “mucha más flexibilidad. Tengo un vocabulario limitado pero me lo puedo pasar mejor e incluso volverme más autobiográfico” —en la canción «Samba vexillographica» suelta un muy criollo «coño, la cagué» y otro «mi amor, no te hablo paja» en «Mi negrita». En Caracas, Banhart cursó estudios en el colegio Jefferson, “que es muy sifrino, pero por lo menos ahí aprendí inglés y me dieron una educación buena”, confesó hace 11 años a Página 12 de Argentina. Es amante de las merengadas.
Sus primeros cassettes fueron tres, regalados: Appetite for Destruction de Guns n’ Roses; Nevermind de Nirvana y los Grandes Éxitos de los Rolling Stones. Era finales de los 80 y el niño que se sabía parte de la generación “crisis” se estremecía con aquellas cintas. Quiso cantar aunque su tono de párvulo mucho distaba de lo que oía en el «mini componente». Pero ser artista es un impulso, eléctrico, insondable, como el que sintió aquella tarde solitaria en la que decidió abrir el clóset de su mamá, enfundarse en un vestido y comenzar a cantar. Devendra Banhart fue un pequeño drag queen.
Lo que él sintió maravilloso, a su familia le pareció un escándalo. Reunidos en casa, Devendra quiso mostrar su primera canción. Tenía nueve años y un primer tema propio llamado “We’re all going to die”, el resultado de haber conocido qué era una cirugía plástica, conectarlo con el inevitable desgaste del cuerpo y la ulterior mortalidad. Y cantó. No hubo aplausos, sino mandíbulas caídas, entrecejos alzados y tremenda reprimenda. Fue su primera vez frente a una audiencia, y debutó como un provocador. 25 años, diez álbumes propios, otros tantos en grupo e infinidad de colaboraciones después, lo sigue siendo asegurando que su voz todavía se asemeja a la de una mujer.
Carrera al olimpo
El 19 de febrero de 2014, Devendra Banhart tuvo una gran desilusión. La muerte de Simón Díaz truncó sus esperanzas de alguna vez conocerlo, conversar sobre los cantos de la sabana con el maestro del folklor venezolano, confesarle que lo escucha a diario, aunque sea una pieza cada vez. Fue entonces cuando perdió al segundo de sus dos héroes, porque a Atahualpa Yupanqui lo conoció postmortem. Esos dos nombres son —junto al de Mercedes Sosa, Caetano Veloso y otros pocos— lo único permanente en el arte de Devendra Banhart, un hombre entregado al cambio, al camino variable. Pero nunca los identificará como influencias —“porque soy un músico muy malo”— sino como “inspiraciones puras”, dijo también en 2006. Eran días en los que promocionaba su sexto álbum de estudio, Cripple Crow (2005) y se le ubicaba en la cresta de la ola del “freak folk” neoyorkino, una identificación grupal forzada por terceros con la cual nunca se sintió cómodo: «ese término no tiene nada que ver conmigo. La cosa es que yo empecé con una guitarra acústica porque era lo que tenía, no buscaba hacer nada relacionado con el folk. Lo mío siempre ha sido una cosa experimental. Ahora han pasado los años, pude comprar una guitarra eléctrica y simplemente he crecido musicalmente».
Él siempre se verá como un artista, alguien dedicado a explorar y experimentar con sonidos, como los que rasgó de sus primeras guitarras a comienzos de los años 90 junto a su primo Bernardo Rísquez —luego integrante de las bandas Sur Carabela y Pacífica— aún en Caracas, pero también en las playas de Margarita donde iba a vacacionar en una de las casas de la familia. Juntos jugueteaban con melodías, las que cada uno desarrollaría por separado. Devendra se fue a California y estudió pintura en el San Francisco Art Institute, al que renunció en 2000 para establecerse en París y reencontrarse con los sonidos. Tocó en bares de mala muerte, se sometió a la soledad, fue vapuleado por la realidad y hasta estuvo al borde de quedarse sin donde dormir; un cóctel que lo puso al borde de la renuncia. Quien lo detuvo fue Vashti Bunyan, cantautora británica de folk que dejó su carrera en los ‘60 para vivir como una hippie, cuyas canciones le hacían sentir protegido. Por eso conversó con ella luego de un primer contacto epistolar que incluyó dos canciones, y ella lo impulsó con un «sigue adelante».
Cuando regresó a Estados Unidos, Devendra se embarcó en su primera grabación, The Charles C. Leary, que comenzó a vender a un dólar en sus shows en directo. Uno de los compradores fue Siobhan Duffy, esposa de Michael Gira, músico y dueño de la disquera Young God Records, quien sentó las bases para su primer contrato discográfico con el que publicó Oh Me Oh My, The Black Babies, Rejoicing in the Hands, Niño Rojo y Cripple Crow; de menos a más, de la solitaria guitarra a la banda completa, del trabajo doméstico y rudimentario al de estudio que consiguió meterlo en las listas Billboard y darle proyección internacional. Luego llegaron más LPs: Smokey Rolls Down Thunder Canyon, publicado con XL Recordings y mucha más instrumentación; What Will We Be, su primero y único con Warner Music —y varias acusaciones de «te vendiste»—; y Mala, el más reciente y alabado, con Nonesuch Records, un sueño hecho realidad para el venezolano que logró estar en el sello que publica a varios de sus dioses —Stockhausen, Steve Reich, Caetano Veloso, Brian Eno, David Byrne.
Banhart no es condescendiente con su música. Sus discos son, para él, de usar y tirar. Suele referirse a ellos con aspereza. «Tengo una perspectiva sobre el disco que se acaba cuando concluye la grabación. Ese registro es un documento de Devendra en ese momento. No soy la misma persona luego y lo miro de otra manera. Eso, a su vez, me hace feliz porque me estimula a seguir grabando», confesó en 2006 y lo sigue haciendo. En 2012 afirmó que «siempre voy a preferir ver el dibujo o escuchar la canción de otra persona, antes que la mía». Ese impulso lo ha llevado a moverse de ritmos e intenciones, de pasar del acid folk al brit pop como influencia, como en Mala (2013) donde incorpora sonidos pop, electrónica y hasta cantos en alemán. “Devendra siempre fue cero pop. Su música era tan visceral que daba miedo. Por eso, al principio, me costó digerir su sonido, porque tampoco tenía idea de lo que estaba pasando a su alrededor», contó a El País Bernardo Rísquez —ahora músico en Europa— en 2013 cuando reveló que «me propuso hacer un grupo de cuatro eléctrico». Un año antes los primos se reencontraron, de verdad, en Los Ángeles. «Fue la primera vez que nos pusimos al día sobre nuestras vidas», afirmó el músico que le dejó de regalo una colección de música «importante», incluyendo mucha electrónica. «Después de darle ese CD y de ir a ver con él a Nicolas Jaar, me parece que ahora habla con algo un poquito más electrónico de una manera muy suya. Por más que pueda parecer ingenuo, creo que su interpretación es inteligente”.
En 2016, publicó el disco Ape In Pink Marble, lleno de canciones delicadas, la mayoría de ellas dedicadas a contar historias de lo que el autor ve, como si se dedicara a admirar a la gente pasar y a imaginar relatos de personajes que cruzan frente a su ventana.
Para este álbum, Devendra aprovechó lo aprendido con su anterior trabajo, y repitió trabajo con los músicos Josiah Steinbrick y Noah Georgeson. Juntos grabaron en Los Angeles un material de delicado trabajo instrumental y creativas decisiones estéticas, como se muestra en «Fig in Leather», quizá la canción más bailable de toda su carrera. También en la placa destaca la ultra específica «Theme for a Taiwanese Woman in Lime Green», una pieza casi cinematográfica con el relato de lo que ocurre en el lobby de un hotel asiático, nuevamente escenario de encuentros y de relaciones que Devendra imagina -o quizá vivió. El disco, en general, está dedicado a los encuentros, entre las personas sí, pero también como punto medio entre familiaridad y posibilidad, entre lo mundano y lo exquisito: las dualidades humanas, de la vida. Música de colores
Hace poco más de una década, «Obi» no podía terminar una canción si no la dibujaba. Su necesidad de darle una forma al sonido se combinaba con el deseo de dejar huella, que su música no fuera algo solo para consumir. Nunca ha dejado de pintar, y sus trabajos pictóricos —siempre entre lo naif, lo surrealista y la psicodelia— no solo identifican sus discos y llenan libros, sino que también han sido expuestos en museos como el SFMoMA, en la feria de arte contemporáneo Art Basel, en ARCO, e incluso junto a Yoko Ono en “Water Piece”. Quizá nunca admita que es un sueño ser expuesto junto a Joan Miró, pero respirará agradecido de que su voz sea la que lee el A Star Caresses the Breast of a Negress del artista español en el audio tour del Tate Museum.
Esa vida dual, entre el arte y la música, le han expandido sus propias fronteras hasta hacerlo admirar experimentos como el Gummy Skull de The Flaming Lips. Es una «narrativa dual», como le explicó a The Observer. Hoy, Devendra Banhart no puede responder con una sola palabra lo que hace: «canto», «pinto». Los verbos se quedan cortos para alguien que cuestiona toda estética. En la contraportada del disco de Megapuss —una banda con la que sacó un LP en 2008— se retrató completamente desnudo, sin idealización, sin depilaciones brasileñas, Photoshop o bisturí. Revolución con pelos. Ese mismo año se retrató maquillado y vestido como exótica bailarina para promocionar Smokey Rolls Down Thunder Canyon. «Toda mi vida seré un inadaptado», afirmó en 2012.
De la música y la pintura a la moda —ha sido modelo de ropa y admite que es el mundo que mejor lo trata, a pesar de sus prejuicios iniciales— y la poesía, aunque solo la lee cuando está deprimido. Olvidados ya los dreadlocks que portó en su cabeza, así como la poblada barba que lució cuando «hipster» aún no era un calificativo; Banhart se muestra sencillo, de franela y pantalón, aunque le guste andar descalzo y mostrando el tatuaje en el dorso de su pie derecho. Prefiere la ropa colorida porque identifica su emoción. El verde es su favorito, aunque siempre escogerá por la tela más que por el color. Así lo retrató Ana Kras, artista visual, arquitecto, su pareja —estuvieron comprometidos pero no se casaron— e inspiradora durante dos años y seis días, quien supo no solo influir en su trazo sino retratarlo como nadie. Quizá es la mujer que más lo ha impactado, mucho más que la actriz Natalie Portman. Cuando Lorena Tasca le preguntó por la estrella de cine, tan solo atinó luego de una pausa: «Fue una época muy linda, ella es una gran persona». Venezuela duele
De Hollywood ha hablado pestes, aunque su relación más tormentosa siempre será con Venezuela. Alrededor del mundo se siente venezolano, pero al cruzar Maiquetía, para las ocasionales visitas familiares, se siente extranjero. En Caracas también organiza el cepillo y la pasta dental de una forma particular, como lo hace en cada hotel del mundo, para sentirse como en casa, mientras se reencuentra con sus afectos, como sus primos el cineasta Diego Rísquez —participó en la banda sonora de Reverón— y Cristobal Rísquez, como nombró a una canción de Mala y a otra que bautizó, aunque sin el apellido, para cantarla junto a Gael García Bernal en Smokey Rolls Down Thunder Canyon.
En su segunda tierra nunca ha dado un concierto, y por eso hubo una época en que sintió rencor hacia el país por el reconocimiento nunca obtenido. No es país para músicos. «Nunca he recibido una invitación para tocar en Venezuela. Quizás una de las pocas cosas inteligentes que ha hecho Chávez es esa (risas): no invitarme a tocar en su país. Y me da mucha tristeza, porque yo me siento venezolano y quiero hacer un concierto allá», le confesó a Lorena Tasca para El Universal en 2012. Lo que no quedó publicado allí fue su desilusión por el país en que se ha convertido esta tierra.
En marzo de 2014, desde Estados Unidos, Banhart publicó una carta donde confesaba no saber cómo hablar de Venezuela aunque mostraba —por primera vez— su indignación por la intolerancia política, la escasez de alimentos, la fallida economía, la rampante inseguridad y el miedo perenne. Acababa de morir Simón Díaz — «me siento como si una de las últimas luces culturales se a hido (sic)»- y dos días después su propio abuelo. Rechazando la censura oficial, la represión y la muerte, afirmó no ser apolítico aunque no fuese versado en asuntos públicos, pero «esto no es política es derechos humanos básicos, que han sido robados a la gente».
Ser mitad venezolano le ha dado a Devendra Banhart un halo de exotismo a escala global. Sus canciones llenas de ritmos cambiantes, incorporando sonoridades latinoamericanas, y su defensa de la música que escuchaba siendo un muchacho en Caracas —»donde medio aprendí a bailar con Juan Luis Guerra»— le han servido para ser y mostrarse como un artista no convencional. Pero esa mitad venezolana, a Devendra, le duele.
Por eso canta para ayudar. En su Facebook oficial, el artista resumió la crisis venezolana -«las más básicas necesidades humanas no están siendo garantizadas y el sistema público de salud está en estado de emergencia (…) y no provee de los cuidados médicos más básicos que aquí tomamos como seguros: antibióticos, vendas o siquiera comida»- y anunció un evento en Los Ángeles para el 26 de mayo de 2016 para recabar dinero, comprar medicinas y enviarlas a Caracas.
A la capital venezolana la visitó en la Navidad de 2016, como lo hizo saber a través de su Instagram.
Chelique Sarabia falleció este miércoles 16 de febrero, a un mes de cumplir 82 años de vida y 67 de una prodigiosa carrera artística celebrada dentro y fuera de Venezuela. Como homenaje póstumo al autor de "Ansiedad" reeditamos es entrevista concedida hace dos años a Aquilino José Mata y publicada en nuestra revista Clímax.
De joven soñaba con ser uno de ellos y lo logró: la obra de José Campos Biscardi se codea con la de los maestros del arte contemporáneo. Sus reinvenciones del cerro El Ávila son inconfundibles y le valieron el calificativo de "el anti-Cabré". Brillante y lúdico, repasa aquí parte de su historia, sus influencias y las claves de su singular trabajo
“Portrait of a Lady on Fire” cuenta una historia de amor lésbico en la Bretaña del siglo XVIII. El film de Céline Sciamma enaltece la idea del dolor emocional con la percepción de lo femenino como una pared infranqueable que aplasta y aísla al individuo