Viajes

Cinco joyas escondidas de Caracas

Mientras la ciudad se debate entre las colas por productos regulados y los robos a mano armada, existen espacios recónditos que archivan historias, sabores, colores. Desde Caño Amarillo hasta Bello Monte, Caracas acumula rincones que solían frecuentar sus habitantes. En su aniversario se recuerdan, con la esperanza de devolverles su merecido brillo

Fotografías: Andrea Tosta y Andrea Hernández
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El último recuerdo de Carlos Gardel

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La llegada del cantante argentino Carlos Gardel a Venezuela causó revuelo en la Caracas de 1935, gobernada Juan Vicente Gómez y rozando tardíamente la civilidad. Su llegada a la estación de trenes de Caño Amarillo el 25 de abril de ese año, como parte de su gira por el país, generó una multitud de fanáticos de la parroquia que lo esperaban. Dos meses luego de su estadía, una tragedia aérea borró del mapa al “morocho del abasto”, como era conocido entre sus amigos, a sus cortos 45 años.

Sin embargo, la leyenda del tango se mantiene viva al final de la calle Carlos Gardel, bautizada en su honor. El bar La Estación, mejor conocido como La Gardelia, es de los pocos sitios que le recuerdan a la ciudad el paso del cantante por aquellas calles, además de las estatuas del cantante que erigieron detrás de la estación de Metro Caño Amarillo. El sitio recibe a los consumidores con mesas de madera y vacíos de cervezas apilados en un rincón. La cara de Gardel cubre las paredes del recinto en distintas presentaciones, con un gran mural de su rostro retratos enmarcados del cantante que reciben a los asiduos visitantes.

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El público que asiste es tan variado como la cantidad de curiosidades que alberga el lugar. Desde sexagenarios retirados hasta estudiantes frecuentan aquella esquina de la calle Carlos Gardel desde las 12 del día hasta que el último apague la luz. “Somos como familia todos los que venimos pa’cá. Todos nos cuidamos entre todos”, explica William Mora de 57 años. Sus vecinos en la barra lo secundan. El recuerdo de Gardel se mantiene con sus cervezas compradas y sus tangos entonados.

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“Yo sé que la calle se llama así, pero ni idea. ¿Un prócer de esos, será?”, ríe uno de los adolescentes sentados a las afueras de La Gardelia. Mientras los jóvenes que asisten piden reguetón, quienes están en sus años dorados no se lo dan, al menos una vez al año, religiosamente. “Todos los 25 de abril nosotros ponemos tangos de Gardel y nos ponemos a cantar”, dice entre risas Santiago Brito de 72 años tras la barra. Lleva cinco años atendiendo el lugar y décadas bebiendo cervezas allí. Antaño, las pagó a real hace cincuenta años, recuerda. Ahora, las cobra a 400 bolívares. También ofrece tercios a 500 bolívares y “más que un tercio” (de 355 mm) a 600. Además del alcohol, se ofrecen menús con sopa y seco que valen dos mil bolívares.

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La caja de Pandora

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Doce años de historias, visitantes y recuerdos se acumulan en Caffé Piú, en la calle Chama de Bello Monte. Atendido por su dueño, Gian Franco Misciagna, aquel rincón de la ciudad ofrece café en presentaciones no convencionales en un lugar atípico. El sitio está cubierto, incluso atiborrado, de curiosidades: discos de acetato, juguetes que cuelgan del techo, botellas de cerveza de antaño, computadoras ya amarillentas, máquinas de escribir. “El último que me regalaron fue este fax”, dice Misciagna señalando el artefacto al fondo de la cocina. La lista pica y se extiende.

Al igual que su padre, Misciagna es barista e inauguró el lugar por amor al café. “Para sobrevivir en este negocio hay que tener mucha pasión y mucha paciencia”, indica. Lleva 31 años haciendo la energizante bebida, lleno de orden para que todo funcione a cabalidad, afirma. En principio, el negocio familiar se resumía en Vomero, el negocio de su padre ubicado en Campo Claro. El 8 de marzo de 2004, Misciagna abrió las puertas de Caffé Piú y sus características ofertas. Ralladuras de toronja, leche condensada, incluso Nutella son algunos de los componentes de sus atractivas bebidas calientes.

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Sin embargo, la escasez ha hecho mella en la oferta: cafés como el Amore, con Amarula, dejaron de ofertarse dado el alto costo del ingrediente distintivo. “Y el café Tonka, que tiene un poquito de Amargo de Angostura, lo dejaré de ofrecer cuando se me acabe esta botellita, que ahora cuesta cerca de 24 mil bolos”, se lamenta su dueño.

Personalidades venezolanas han acudido a aquel rincón caraqueño y han tomado del extracto de aquellos granos de café traídos desde Barinas. “Han venido hasta a filmar comerciales acá. Hasta Susana Duijm, que ya falleció, vino para acá a tomarse un café”, recuerda Misciagna. Orgulloso, apunta cómo su amigo y fotógrafo Luis Brito, también fallecido el año pasado, era prácticamente parte del café. “Siempre venía a tomarse su café y a trabajar acá. Este era su despacho”, recuerda y señala la zona donde se sentaba, ahora cubierta de fotografías y retratos suyos. “Las personas mueren cuando dejamos de pensar en ellas”, se lee en la nevera encima de recortes de entrevistas al artista. Como él, cerca de 200 personas en promedio conforman el público cautivo que sigue pidiendo su café de todas las mañanas, rodeado de curiosidades regaladas y propias de Misciagna como los sillones verdes y el seibó dispuestos en la entrada.

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50 años de tradición

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“Acá nosotros ofrecemos el Cordon Blue original, como se hace en Francia”, afirma José Manuel López quien, junto a su hermano José Antonio, atiende el Restaurante Cordon Blue, ubicado en Plaza Venezuela. “En muchos sitios los ves enrollados. Nosotros rellenamos con queso gouda y jamón el pollo, el lomito, la trucha, el pargo”, explica, vestido de mesonero. Creado en 1969, es atendido por sus propios dueños, dos hermanos que heredaron el negocio familiar de su padre.

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Al igual que el polvo, aquellas butacas acumulan historia. Desde ministros hasta cantantes frecuentaban el restaurante. “Desde que abrimos, todos los presidentes de Venezuela comieron acá, menos Chávez y Maduro, claro. El torero César Girón, el cantante Alfredo Sadel, el actor Amador Bendayán, fueron muchos”, recuerda José Manuel. José Antonio, su hermano menor de 52 años, afirma que hubo una época en la que los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela iban a tomar cervezas y “predespachar”. “Ya con la inseguridad no vienen. Y con la escasez de cervezas, ¡menos! Vienen más que todo ejecutivos que trabajan en las oficinas de por acá”, explica. El lugar abre sus puertas de lunes a viernes, entre 12 y 5 de la tarde, a excepción de los viernes, “que abrimos hasta más tardecito, como 11, 12, dependiendo de la gente que venga”.

Foto-CordonBlue3Como sus dueños, pocas cosas han cambiado en aquella casa blanca y azul: su papel tapiz aterciopelado, sus mesas de madera, su piano –aún funcional, aunque arrinconado-, sus lámparas, sus butacas. Todas acumulan casi media centuria. Sin embargo, la escasez ha mermado la clientela y el menú que ofrecen. “Hay muchas cosas que hemos dejado de ofrecer porque salen muy caras, como los caracoles, la langosta, las ostras; no se les saca ganancia. El pato a la naranja lo cambiamos a pollo, por ejemplo. Si no, no se consiguen. Nos hemos tenido que adaptar, como todos”, explica el hermano mayor, de 52 años. A pesar de que el menú original se ha tergiversado, José Antonio, su hermano menor de 47, rescata platos que aún se sirven al público, como la sopa de cebolla y las espinacas gratinadas.

El comienzo de todo

Capilla2Dos placas reciben a los curiosos que se aventuran a entrar a uno de los cuartos más oscuros del Palacio Municipal de Caracas. Una reciente, en conmemoración del bicentenario de la República; otra que acumula décadas, califica a ese salón rectangular como patrimonio de la nación, tal como fue declarado el 16 de febrero de 1979. El Monumento Histórico Nacional acumula polvo, curiosos por la arquitectura e historia patria.

La Capilla Santa Rosa de Lima tiene más de 300 años de creación, de los que sus dos primeras centurias fue utilizada como templo, aunque no de forma exclusiva: reuniones académicas, políticas y eventos culturales de la ciudad se celebraban en aquella sala de 50 metros de largo, 6 de ancho y 30 de alto.

William Rodríguez, el guía encargado de la sala, afirma casi en forma de cantaleta: “Aquí se firmó el acta de la Independencia el 5 de julio de 1811 y pareciera que a nadie le importa. Nadie le presta la atención ni la importancia que debería tener este sitio”. Acumula 21 años en dicho puesto, viendo cómo son cada vez menos los estudiantes que acuden, otrora grupo que ocupaba la mayoría de los visitantes. “En mis informes mensuales contabilizo solo 400 personas al mes, una cifra insignificante en comparación”, afirma. Aún más escasos son los turistas. Con miradas perdidas, la mayoría de quienes entran al recinto, descubre su existencia en aquella visita.

Capilla3Son pocos los que se interesan en conocer la historia del lugar, los que le preguntan a Rodríguez por los detalles de la sala, por el retablo religioso, por las sillas de antaño, por la galería de cuadros de valor y precio incalculables. Una colección de pinturas de Juan Lovera, Antonio Herrera Toro y Juan Pedro López cubren las paredes del salón, como La firma del Acta de Independencia, de Juan Lovera, y Nuestra Señora de Caracas de autor anónimo, que muestra la primera panorámica de la ciudad, con sus techos rojizos y una virgen flotante rodeada de ángeles.

Abundan quienes posan sonrientes de espaldas a las efigies religiosas. Fotos y selfies, todo vale para el recuerdo de la historia sin conocer. “Esas sillas son de la época. Por favor, no se apoye”, dice Rodríguez amablemente. De martes a sábado entre 8:30 de la mañana y 4:30 de la tarde, repite esa frase al menos una vez a los visitantes que se apoyan en las sillas y mesas de la sala.

Capilla4Pastas en tiempos de escasez

CasaEspaguetis3Entre el caos capitalino que se desborda en la avenida Baralt, La Casa de los Espaguetis se asoma tímidamente en una de sus calles perpendiculares. Un letrero rojo con letras blancas esconde uno de los menús más económicos y más duraderos de la ciudad. Su especialidad, la pasta larga con salsa bologna; sus variantes dependen de la proteína que la acompañe: huevos fritos, bistec, milanesas de pollo.

El restaurante sufrió una ampliación en el año 2000, que permitió llenar más bocas a precios solidarios. “Ese es el lema de mi papá. Mantener los precios baratos y los platos bien llenos para que la gente siga viviendo”, cuenta Parra. Sin embargo, la pasta larga, prácticamente extinta en la ciudad, es su materia prima y, por ello, quienes laboran allí desesperan. Parra está tras la caja registradora desde que tenía 12 años, recuerda. A sus 34 años, el hijo del dueño ve con preocupación la escasez de su ingrediente principal. “Estamos subsistiendo, como quien dice. Hace como un mes tuvimos que cerrar porque no conseguíamos la salsa de tomate con la que hacemos la salsa. Hace unos días, tuvimos que servir solo pasticho porque no teníamos los espaguetis. La cosa está bien difícil”, explica el hijo del dueño.

CasaEspaguetis2Además de la ampliación que ocupó los espacios de una zapatería francesa, el restaurante se mantiene sin modificaciones mayores, ostentando reconocimientos como el Premio del Buen Ciudadano, otorgado por el Concejo del Municipio Libertador en 1985.

El local alberga un personal que acumula desde meses hasta décadas de antigüedad, como es el caso de Oscar Quevedo. 39 de sus 60 años de edad los ha vivido sirviendo pastas “manchadas”, con bologna y “a caballo” (dos huevos fritos encima), hechas en la cocina integrada del sitio. “La bologna es la que más sale”, afirma, con dos platos de la pasta en una sola mano y dos cocacolas en vasos plásticos esperando en la barra. Como él, los mesoneros del sitio atienden con celeridad las 500 personas en promedio que frecuentan el lugar.

CasaEspaguetis1Son pocas las personas que piden otro plato, especialmente considerando sus precios. Todos los platos vienen acompañados con un pan “de a locha” y oscilan entre 1.700 y 3.400 bolívares. Los más populares no sobrepasan los dos mil. Un “manchado”, equivalente a un plato de pasta con salsa bologna y mantequilla, cuesta 1.700 bolívares. Es el más económico de la lista.

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