Armando Rojas Guardia no murió solo.
Pasó sus últimas horas rodeado de amigos poetas y ex alumnos, pero también tuvo el apoyo de gente muy querida que, desde distintas partes del mundo ayudaron a recaudar fondos para una operación que no llegaron a hacerle.
El poeta contemplativo, el fumador compulsivo y una de las figuras más importantes de la poesía venezolana se dejó llevar a su mundo místico para ver de cerca el sol.
Llueve afuera
Quién lo iba a decir:
que la luz sosegadora,
la que ordena este mundo
y lo rescata para siempre
de las aguas brumosas, primordiales,
consista en esta mínima
habitación de hotel
donde te miro intacto
sobre la superficie de las sábanas,
Moisés salvado entre los juncos
para mis ojos asombrados,
no sé si paternales o infantiles
pero insomnes:
reencontrarte
en la noche grumosa de septiembre
como un árbol lunar bajo el relente
-no te inundan las sombras, te resguardan-
respirando dormido, apenas cierto
por el neón que se enciende
y se apaga al final de la avenida
hasta ofrendar tu desnudez
a la resurrección del alba.
Plegaria Matutina
Que esta luz sea en verdad el principio
y esta ropa limpia la manera
de vestir agasajándolo,
al huésped sagrado e indiscreto
que soy yo de mí mismo;
que mis zapatos sean los zuecos de Van Gogh
inaugurando una jornada
donde el sol se demore
y sea rotundo el pan sobre la mesa;
que la bocanada fértil del cigarro
-la primera del día, la inocente-
coseche a la postre un dibujo fragrante:
la rosa de los vientos
parecida a ti. Desnudo.