Literatura

La ciudad de los paraguas rotos y la ficcionalización del yo lésbico

Todtmann Editores publica La ciudad de los paraguas rotos, la primera novela de Yamily Habib El Fakih, historiadora de arte residenciada en Francia. Un texto que, en clave de autoficción, construye la identidad de una lesbiana acomplejada y machista

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Autoficción según Yamily Habib El Fakih

Hace unas semanas conversaba con la escritora Gisela Kozak sobre el «auge» actual de las narrativas queer. No son pocos los títulos que se publican cada año; pequeñas y grandes editoriales engrosan sus catálogos con novedades que ponen la lupa no solo en la polifonía de las sexualidades diversas, sino también en historias antes soslayadas por el canon literario -es cierto que los estudios de género, feministas y poscoloniales, entre otros, han acuciado este «boom», muy entre comillas-. A juzgar por los lanzamientos en España, Estados Unidos o Argentina, el interés del lector aumenta tanto como los ejemplares que defienden su lugar en las estanterías de las bibliotecas.

Sin embargo, urge cuestionarse: ¿con estos relatos se están discutiendo los problemas que aquejan a minorías? Por ejemplo, ¿hay espacios para debatir la represión edípica del deseo a través de instituciones patriarcales? ¿Se analizan las posibles vinculaciones del amor con el abuso como resultado de años y años de patologizar y criminalizar al homosexual?

¿Cómo desdibujar las extrapolaciones normativas que clasifican a lesbianas en dyke o femme? Por supuesto, ¿cómo acabar con las discriminaciones?

Aunque a la zaga de la efervescencia internacional, poco a poco en Venezuela también surgen textos que dan fe de las exigencias de un mercado del libro queer en alza. Los editores se fijan en jóvenes escritores que irrumpen en la escena literaria con voces tan particulares como llamativas para contar las peripecias y la supervivencia de las subjetividades trans, bolleras y maricas -labor más que necesaria en un país cuyo Gobierno ha hecho caso omiso de la desigualdad jurídica y de la desprotección del colectivo LGTBI+-. Son particularmente interesantes las aportaciones de la poesía millenial en los últimos años.

En este ambiente de posibilidades aparece La ciudad de los paraguas rotos (Todtmann Editores, 2022) de la historiadora del arte Yamily Habib El Fakih. Una novela que, como advierte el prólogo firmado por Fedosy Santaella, debe ser leída en clave de autoficción. De allí el título de este artículo: «la ficcionalización del yo», que es una evidente referencia al pionero concepto del investigador Vincent Colonna en su tesis doctoral L’autofiction. Essai sur le fictionnalisation de soi en littérature (1989).

Autoficción y postmodernidad

Más allá de las consideraciones teóricas, la autoficción como figura posmoderna de la autobiografía, las representaciones del yo, la dicotomía entre lo factual y la invención, es decir, la autenticidad del relato con hechos reales, entre otras, la ópera prima de Habib muestra un universo que construye su identidad a través del texto. ¿Cómo es la protagonista de esta historia? ¿El pacto de la ficción es compatible con la identificación de la autora, la narradora y el personaje? De prosa punzante y por momentos agónica, que no consiente la vacilación ni la ternura, La ciudad de los paraguas rotos cuenta el balance de fracasos amorosos y profesionales que hace una lesbiana de casi treinta años en tanto arrostra las dificultades de la inmigración. Es oriunda de Mérida pero vive en Barcelona, estudia un máster en antropología en el que consigue destacar por su mediocridad y trabaja como camarera en un bar cuya única opulencia son los mojitos con ron barato y menta apagada que embriagan a turistas sin presupuesto de celebrities -uno más de los miles que se arraciman en las calles de la capital catalana donde las faunas se congregan en busca de aventuras, sexo y jarana-. Para agriar todavía más la situación, está enamorada en silencio de una chica con la que solo comparte oficio: ella sirve cafés aguados en un local vecino.

Por la estructura misma de la novela pareciera no haber cabida a la fabulación. Todo parece tan real. Es justamente esto lo que permite distinguir una característica fundamental de la autoficción: la experimentación artística a partir de la vida propia. La autora pareciera ser la gran protagonista, que expresa su identidad sin recurrir a la exactitud de emociones o acontecimientos. Por medio de la ficción teje una verdad personalísima y al mismo tiempo ambigua con recuerdos, aciertos y contradicciones. Como puntualiza la investigadora Ana Casas en su ensayo Simulacro del yo: la autoficción en la narrativa actual: «gracias a subvertir las formas de las lecturas habituales, la autoficción propone instaurar una relación nueva del escritor con la verdad. Y lo hace tomando prestada de la novela toda clase de recursos y estrategias». ¿De cuáles echa mano Yamily Habib? De continuas analepsis para evocar tiempos pasados, no precisamente mejores; de la parodia e ironía para desnudar sin miramientos las frustraciones, complejos y ensueños del personaje. Este se presenta pesimista, incapaz de enfrentar los cambios de la adultez, en ocasiones rebelde y dueño de una baja autoestima: «…la angustia de hacer el ridículo frente a todos mis compañeros de clase, convencida de que se burlaban de la sola idea de una fiesta tan tradicional en una niña tan poco femenina, tan fea y desgarbada; alucinaba con sus cuchicheos, con sus risas malévolas y con sus comentarios peyorativos en todas las esquinas. Ese recuerdo aún me dificulta la respiración».

Con gran atino, La ciudad de los paraguas rotos describe sin pelos en la lengua los conflictos que supone para una mujer asumir una sexualidad que se subleva a la hegemónica. También toca otros temas que aún hoy producen desagrados en los protectores de la morigeración y de la buenas costumbres: la masturbación del clítoris, la expresión de una feminidad contraria a la performatividad social e histórica heredada ¾Butler dixit¾ y, por supuesto, el erotismo que prescinde del tufo de la testosterona. ¿Cómo se percibe una muchacha que a muy temprana edad se siente atraída por otra en una sociedad que la desprecia? Miedo, dudas, reprobación, culpabilidad: «…aceptarlo no era fácil: había escuchado en los pasillos las risas contra las “marimachas”, “lesbianas”, “cachaperas” y cualquier seudónimo óptimo para designar a las chicas feas que los chicos desechaban y que, por ende, se suponía debían conformarse con salir con otras chicas. ¿Sería yo una de esas? ¿Tendría eso algo que ver con que me gustaran las chicas? ¿Era yo una fealdad condenada a los márgenes de los rituales de apareamiento adolescentes?».

Bajo la lente queer

A esta novela se le puede hacer zoom con las herramientas de la filosofía queer. A través de ella se puede identificar, por ejemplo, la preponderancia de los discursos de la heterosexualidad en una lesbiana que ha perdido la cuenta del número de mujeres que ha retozado en su lecho, que se rinde a los encantos femeninos lo mismo que los juzga de superficiales, coquetos y provocadores: «Siempre estamos juzgando a los hombres por bastardos que la meten donde pueden pero no consideramos el otro lado de la cuestión, y les informo que es un asunto de dos. La mujer se arregla siempre para ser observada, porque muy pocas veces vemos por el balcón a nuestra vecina entaconada pavoneándose por su sala y alabándose sola. No, la mujer promedio se arregla para sentirse bien como resultado del feedback que obtiene de los hombres y de la envidia que produce en sus congéneres». Sí, el personaje exhibe un tipo machismo con el que pretende explicar la sencillez psicológica de ellas. Además las asume pacatas e incapaces de manifestar el goce de una sexualidad desinhibida y sin afectaciones: «Cortejar a una mujer no es difícil, y que me quemen en la hoguera las feministas viejas y raídas en su odio por haber nacido mujeres (…) Cortejar a una mujer, de nuevo, no es difícil. Tan solo hay que saber que para una mujer existen muchas capas sociales que solapan la necesidad del orgasmo (…) Por ejemplo, hay que suponer que no irán directo a la cama porque, aunque ella te desee, debe hacerse cortejar, debe obligarte a un café, a un paseo, a una exhibición de arte, y que tus modales denoten que no eres un psicópata que las atará y las matará…».

Por último, el personaje se justifica no solo por la herencia recibida de un padre mujeriego que abandonó a su familia, sino también por la honestidad de conceder su manipulación y narcicismo: «Yo me transformé en un monstruo (…). Cinco, seis, diez, veinte, treinta, muchas mujeres pasaron por los asientos de mi coche, por el sofá de mi casa, por mi cama. No tenía vergüenza de desecharlas a la semana, siempre con la certeza de que les había hecho creer que eran ellas quienes no eran suficientes para mí. Y sí, da asco leer algo así, pero no por ello es menos cierto ni menos frecuente. La diferencia radica en que yo admito mis perversiones…».

No faltará el lector que se pregunte: ¿la autora es igual de machista? ¿La «perversión» es menos o más condenable por ser reconocida? Con el fin de alcanzar la verosimilitud, la autoficción obliga no solo a poner en orden lo que se quiere contar, por lo tanto hay discriminación de datos, la escogencia de lo que va a ser dicho, sino que también socorre al autor para hablar de sí mismo y de los demás con mayor libertad, sin miedo a la admonición ni al reproche. Es decir, lo ayuda a sortear la autocensura tan común en la autobiografía. Solo La ciudad de los paraguas rotos despejará las dudas.

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