¿Cómo vamos a salir de esto?, ¿qué va a pasar?, ¿qué va a suceder?, son las preguntas más repetidas en los encuentros entre venezolanos. Es un país entero dado a la labor oracular, predictiva. Y una sociedad confundida, tomada por la incertidumbre sobre su futuro, sin visión de su devenir, es un pésimo signo diagnóstico que constituye en sí mismo una respuesta. Los venezolanos, por demás, parecemos estar escindidos entre la razón y el querer, entre la predicciones que hacemos desde el sentimiento y las que hacemos por encadenamiento lógico. Casi toda la población tiene puestas sus esperanzas de transformación en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre y, a la vez, internamente, intuye que otro será el desenlace. Porque si el inicio del cambio por la vía democrática es la solución deseada por todos, no pertenece a la naturaleza de la ambición de poder que hoy nos domina.
En la encrucijada entre la razón y el deseo se tejen las más numerosas especulaciones: emigración masiva de la clase media y sometimiento secular, estallido social, golpe, auto golpe, guerra, caos, desmembramiento y disolución misma de la nacionalidad. Unos hablan de la organización subterránea de gobernadores militares como Vielma Mora, Castro Sotelo o Arias Cárdenas, para la toma del poder. Otros ven fortalecerse a Tareck El Aissami en el escenario de un golpe militar para la salida de Maduro y la defenestración de Diosdado Cabello. El gobierno, por su parte, en su angustia, está dispuesto a jugarse cualquier carta para distraer la atención sobre la inmanejable situación y su bajísima popularidad. El drama de la frontera colombo venezolana es tan sólo un indicador de los recursos que tiene la revolución bolivariana para confundir aún más a la población. A largo plazo, lo que más preocupa a todos no es tanto las posibilidades del cambio político, que suponemos en algún momento ocurrirá, como las perspectivas de reconstitución de una sociedad desfigurada que ha perdido totalmente su capital social.
El resultado final de la incertidumbre es que nadie apuesta por su futuro en Venezuela, una disposición mental que afecta hasta las más pequeñas decisiones caseras. Hoy hay quienes hacen depender la simple decisión de impermeabilizar su casa de los resultados electorales de diciembre, una sinrazón política que paraliza cualquier iniciativa. Hemos vuelto a ser la Venezuela del siglo XIX en la que, tras años de inestabilidad, violencia y desorden, nadie estaba dispuesto a canjear ganancias especulativas momentáneas en aras del largo plazo y el porvenir.