De Interés

Los dioses lo quisieron con ellos

Los antiguos creían que la muerte de un joven era la némesis de los dioses, aunque hasta hace setenta años “no era ley de vida” que los hijos vieran morir a sus padres. De hecho, muchos padres vieron morir a sus hijos… el que un hijo muriera no era raro. Doloroso siempre, pero no raro. Mi bisabuela tuvo once hijos y vio morir siete. Su madre había visto morir otros tantos.

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Pero hoy es distinto. Es el dolor al que todos los padres le tenemos terror. Desechamos el pensamiento cuando nos enteramos que murió el hijo de otro. Y tal vez por lo mismo, nos volcamos sobre quien pasó por semejante tragedia, intentando consolar donde no hay consuelo posible.

Mis amigos Chepita Gómez de Gill y César Rodríguez Berrizbeitia acaban de perder a su hijo Andrés, a quien todos conocían como “Chepito”. Treinta y un años, casado hace un mes, campeón de equitación –era el número 41 en el ranking mundial- y con un futuro promisorio por delante, se fue en un accidente de carro. Absurdo, sí, absurdo. Inentendible, sí, no se puede entender. Injusto, ¡por supuesto!

Ese dolor que hoy sienten Chepita, César y sus familias solo puede aliviarse con saber la estela de bondad, de simpatías y amor que dejó Chepito en su corto tránsito por la vida. Un joven guapísimo, de una sonrisa radiante, siempre tuvo una palabra cálida, una mano amiga y una generosidad ilimitada para quienes se encontró en su camino. Yo lo conocí cuando era un bebé y lo vi pocas veces después. Pero quienes lo conocieron bien han tenido testimonios de inmenso afecto e inmensa tristeza que han colmado las redes sociales. En una de las misas que se celebraron en su memoria cada recuerdo fue más conmovedor que el otro.

Una amiga que pasó por un mal momento recordó sollozando cuando Chepito la llamó, se la llevó para su casa, la instaló allá con sus dos hijos y le dejó la casa por seis meses hasta que ella enrumbara su vida. Un americano que se confesó muy poco dado al contacto físico contó que cuando veía a Chepito sabía que le llegarían abrazos, besos y palmoteos de afecto y que había aprendido a disfrutarlos.

La chaqueta roja con el escudo de Venezuela que mi hija Tuti ha usado en las competencias internacionales de equitación paraecuestre, era la de Chepito, así como varios de los pantalones. Su mamá me contó que él se sintió feliz de saber que se los había regalado a una niña especial que había encontrado como él, un modo de vida en los caballos y una manera de llevar el nombre de Venezuela a nuevas alturas. Los Juegos Olímpicos de este año tendrán un campeón menos…

Chepito no solo vive en los corazones de quienes lo conocieron y lo quisieron, que es la mejor forma de no morir, sino que ahora además vive en los cuerpos de otras personas, porque había donado sus órganos. Siete personas hoy tienen el chance de vivir gracias a él. Siete personas hoy tienen oportunidad porque Chepito perdió la suya. Los mejores órganos que podían tener, porque pertenecían a un joven sano, deportista y lleno de vida. Y eso es el legado de una persona que vivió pleno de amor y por eso tuvo amor para dar.

Chepita, amiga querida, César… me hubiera gustado haberlos acompañado para abrazarlos. No pudo ser. Por eso pensé que escribir sobre Andrés no solo es una manera de mantenerlo vivo, sino de que muchas personas que no lo conocieron sepan que hubo una vez un muchacho lleno de sueños, que iluminó las vidas de muchas personas, que dio lo mejor de sí en cada momento de su vida, tanto, que no fue una némesis… los dioses lo quisieron con ellos.

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