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Cuarentena desde Lisboa: la pesadilla del encierro por el bien de todos

Desde el inicio del confinamiento hemos publicado testimonios de venezolanos por el mundo. Le toca el turno a Simón desde Lisboa, una ciudad que necesita a su gente y a sus turistas para brillar / Por Simón Do Couto Vásquez

Lisboa
Foto principal: EFE / Fotos internas: Simón Do Couto Vásquez
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No hay nada más personal que la libertad y, al mismo tiempo, nada que tantos seres humanos tengamos en común. El poder decidir salir cuando quieras hacerlo, donde quieras o con quien quieras. La potestad de ser tú quien tiene la capacidad de decisión sobre tus actos, sobre si salir o quedarte…

Desde hace semanas, en muchas partes del planeta hemos perdido esa peculiar, única y primordial característica inherente a la persona. Y Lisboa, no ha sido la excepción. Son, hasta ahora, más de 5 mil casos confirmados solo en esta región de Portugal. Y toda actividad considerada como “no esencial” en el marco del decreto del Estado de Emergencia firmado por el presidente, está suspendida, por lo menos por los próximos días.

Por primera vez en mi corta experiencia laboral me ha tocado trabajar desde casa. El famoso teleworking o WFH (Working From Home, por sus siglas en inglés).

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A esta primera incursión como un “independiente”, que en realidad es bastante dependiente de la empresa que le emplea, se suma la presión de hacer el mejor trabajo posible por dos principales razones: no hay tal supervisión como en la oficina y el número de despidos empieza a crecer.

Se está en casa, pero con presión; se está en casa, pero con incertidumbre. Se está en casa, pero con la mente en el utópico momento en el que esto va a acabar.

Mi rutina, la tuya, la del vecino, la de tus familiares e incluso la de tus mascotas ha cambiado. Mi vida es diferente a la que tenía hace unas semanas cuando aun podía montarme en el metro para ir al trabajo, cuando no sobraba tiempo para hacer miles y miles de cosas en casa, cuando podía decidir ir a ver una película al cine si así lo quería.

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Este nuevo día a día se basa en pelear con mis sábanas, almohadas y cojines para poder despertar, luego cepillarme los dientes con un cepillo de bambú, tomar una taza de café, poner un episodio de Better Call Saul en mi laptop con mis audífonos y, al final, trabajar.

Eso, para resumir.

Aunque también podría ahondar en los horarios trastocados, en el cerebro que emite un somnífero a todo el cuerpo a las 5 de la tarde o en mi estómago que pide a gritos almorzar a las 3 de la madrugada.

El mundo como lo conocíamos ha cambiado, desde la partícula más diminuta, hasta la más grande.

Lo que antes era mi refugio de la cotidianidad ahora es mi celda. Nunca imaginé que el hecho de estar en casa podría significar vivir en mi propia cárcel. Y lo más curioso es que, a pesar de la situación, pago por estar preso.

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Pero es una condena en compañía. Debo admitir que poder contar con mi novia y su familia ha sido de gran ayuda. Simplemente no tengo palabras para agradecer el gesto de invitarme a estar con ellos durante esta cuarentena, en lugar de pasarla en la habitación en la que vivo desde hace más de un año.

Además, las bondades de la tecnología también han facilitado un poco el poder hablar y sentir más de cerca a nuestros familiares a través de una videollamada, aunque es algo a lo que el emigrante venezolano ya ha de estar acostumbrado.

¿Dónde está Lisboa?

El señor Mauricio es el encargado de las compras en el supermercado, debido a que el Estado de Emergencia establece que solo un miembro de la familia debe salir para comprar alimentos y otros bienes.

Honestamente, si hay algo mejor que estar acompañado, es estar bien acompañado: tener cerca a personas que te hacen sentir bienvenido, como en casa, aunque las circunstancias hagan ver el entorno como una celda.

Muchos influencers vendieron la cuarentena como tiempo para pensar, para meditar, para hacer ejercicio, para comer sano, para replantear proyectos… Para mí ha sido un tiempo de estrés, de incertidumbre, de pensar excesivamente cada detalle, cada movimiento y cada paso que voy a dar laboralmente. No sé cómo pensar ahora mismo en mi faceta personal, cuando ni siquiera sé si mañana seguiré teniendo ingresos por el servicio que presto a la compañía en la que trabajo.

Estamos, y me atrevo a hablar por todos los que somos empleados, caminando por la cornisa. Y lo importante ahora mismo es no agachar la cabeza, porque el precipicio parece no tener fondo y no hay paracaídas para lidiar con un salto al vacío.

Lisboa se caracteriza por ser una de las ciudades con el clima más favorable en toda Europa: el sol no teme a mostrarse y la lluvia suele brillar por su ausencia a excepción de los primeros meses de invierno y el primero de la primavera.

Sin embargo, desde que la cuarentena se instauró en nuestras vidas, la bondad de los paisajes y la temperatura lisboeta ha estado como nuestra vida: desordenada. Lluvia, sol, frío, calor, viento, humedad… Todo en un mismo día. También días de 11ºC y al siguiente 24ºC.

Lisboa no es la misma, Portugal tampoco lo es. Ni Europa ni el mundo lo son. Todo
cambió.

Lisboa se siente fría, sola. Lisboa es de las ciudades que necesita de sus ciudadanos para brillar, de sus turistas, de sus peculiaridades. Lisboa no puede ser amiga de la soledad, ni ahora ni después. Esta pesadilla también lo es para esta portentosa ciudad.

Quisiera despertar mañana, como casi siempre, al mediodía, y darme cuenta de que todo esto fue una pesadilla, de que el virus que se originó y propagó en China no duró más de lo que un estornudo, que todos los que hoy están sin trabajo siguen contratados, que todos los que murieron continúan con vida y riendo por los pasillos de sus oficinas, de sus casas o de sus ancianatos.

Pero esta es la vida real, una pesadilla en carne propia de la que no podemos despertar y de la que solo podremos salir estando en casa, presos en nuestro propio hogar y coartando nuestra libertad por el bien común.

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