¿Qué tanto miente o acierta el documental "Seaspiracy"?
El cineasta británico Ali Tabrizi es el autor de este documental que busca exponer los peores flancos de la pesca marina a gran escala y que propone una solución radical para estos males: el veganismo masivo. Desde su estreno se ha visto rodeado de controversia y ha sido señalado de manipulador. ¿Hasta dónde dice la verdad?
Por semanas, el documental “Seaspiracy” de Netflix estuvo pululando en mis redes sociales. Tras finalmente verlo, asqueado de mi propia especie, me levanté del sofá y me pregunté si quizás había llegado la hora de despedirme de los sashimis. Pero algo daba vueltas en mi cabeza: si “Cowspiracy”, de los mismos productores, había sido tan desacreditado por la comunidad científica y sus estudios, ¿dónde quedaba parada su versión marina? ¿Era este otro film de propaganda vegana?
“Seaspiracy” afirma que estamos afectando a los mares a un ritmo acelerado que llevará a la destrucción total en unas décadas, plantea que las etiquetas ecológicas y la pesca sustentable son un fraude y propone el veganismo como solución a la destrucción de los océanos y la vida marina. Y en lo que dice hay mucha verdad y también mucha exageración.
No me malentiendan. La crisis mundial de la pesca es un problema sumamente grave: una situación que me ha atormentado desde que, en mi infancia, leí una National Geographic sobre el tema y me perturbaron las imágenes a color y en páginas lustrosas de todo tipo de cadáveres de mil especies coloridas para capturar una sola especie comercial. La sobrepesca está destruyendo los ecosistemas marinos. Y no es exageración.
Según un estudio de 2015 del World Wildlife Fund y la Sociedad Zoológica de Londres, las poblaciones marinas de peces se han reducido a la mitad desde 1970: de hecho, aquellas de peces comerciales como el atún, la caballa y el bonito, se han reducido hasta el 75%. Y no es un análisis de un pedacito de mar: se estudiaron 5.829 poblaciones de 1.234 especies de vida marina. Y lamentablemente no son los únicos en llegar a tales conclusiones sobre el drástico colapso de las poblaciones de peces tan comercializados como el atún: es decir, que por cada tres atunes que hay hoy en el mar, en 1970 habían siete más.
A principios de la década de 1990, narra J.B. MacKinnon en su libro The Once and Future World, el científico marino George Rose se dirigió a Newfoundland, en Canadá, para registrar por vez primera las rutas migratorias del bacalao. El estudio era urgente: aunque previamente los bacalaos habían sido conocidos por su abundancia, las poblaciones parecían estar fallando.
Rose predijo correctamente las rutas y encontró los peces, pero notó algo más: no se había pescado un bacalao de más de dos libras desde finales del siglo XIX. Aun así, encontró que los peces más grandes y antiguos eran los que lideraban las migraciones de los bacalaos. Pero quedaban pocos. En 1992, tras siglos de sobrepesca, colapsaron las poblaciones de bacalao del área. Aun quedaban bacalaos en Newfoundland, pero eran pequeños. Por primera vez, en cinco siglos de historia escrita, no sucedió la migración de los bacalaos.
De hecho, el bacalao –que alguna vez fue tan común que se considera una comida de mendigos– ha desaparecido en gran medida de las aguas inglesas y europeas. El fish and chips de hoy se hace con bacalao de Islandia y de las aguas del Ártico: las poblaciones británicas colapsaron en 1920.
Las anécdotas tenebrosas abundan en el libro de MacKinnon. Muestra, por ejemplo, la pintura de 1620 de Frans Snyder ‘Mercado de pescado’ que muestra un sinfín de especies de peces, focas, anguilas, rayas, cetáceos y cangrejos vendidos barrocamente en un mercado costero: ni una de las muchas especies que aparecen en la pintura de Snyder son comercialmente pescadas en la misma costa holandesa hoy porque 90% de las poblaciones han sido acabadas.
Y ni hablar de los arenques que muestra el documental “Our Planet” en Netflix: su orgía marina es tal que por una época del año, cubren las costas de Alaska a la Columbia Británica en Canadá de una espesa capa blanca de esperma. Pero eso es solo un remanente: la pesca industrializada ha arrasado con esa población tan numerosa, drásticamente reduciendo las costas blancas que alguna vez abarcaron desde Japón hasta California.
Pero entonces, ¿en qué falla y en qué acierta, más allá de la gravedad del asunto, el documental?
¿Mienten las etiquetas ‘dolphin safe’?
Quizás uno de los aspectos que ha causado más controversia en torno al documental es la respuesta del International Marine Mammal Project de Earth Island, la organización que supuestamente garantiza que las marcas de pescado comercial no han matado delfines como pesca accidental.
Según el documental, que entrevista al director del programa David Phillips, no hay realmente ninguna garantía. Pero, según el propio Phillips, sus palabras fueron sacadas de contexto por la manera en que se editó la entrevista. Phillips dice que respondió que no hay “garantías en la vida” pero que sus medidas han resultado en que “el número de delfines que son asesinados sea muy bajo”. Según Phillips, “el filme tomó su afirmación fuera de contexto para sugerir que no hay vigilancia y que no sabemos realmente si los delfines están siendo asesinados. Eso no es verdad.”
La organización afirma que su programa (Dolphin Safe) ha reducido los asesinatos de delfines a un 95% y evita el asesinato de más de 100.000 delfines cada año.
Los números oficiales de las diferentes agencias estatales americanas parecen demostrarlo: como revela una investigación de National Geographic, de 252.000 delfines de las pesquerías de atún del Océano Pacífico que murieron en 1989, el número se había reducido a 778 en 2019 (en 1989, justo antes de la implantación de las etiquetas ‘dolphin safe’, el número era casi 99.000 delfines al año). Aun así, todavía existen críticas a la práctica: por ejemplo, el National Marine Fisheries Services de Estados Unidos afirma que perseguir a los delfines para alejarlos de las redes lleva al abandono de las crías que muchas veces mueren, afectando el futuro de las poblaciones de delfines.
De igual forma, el Marine Stewardship Council –cuyos certificados de pesca sustentable son criticados como fraudulentos por el documental– afirmó que su trabajo es verificable, basado en estándares científicos y reconocido por las Naciones Unidas por su importancia para la biodiversidad marina.
Aun así, el MSC –que se creó en respuesta al colapso de las poblaciones de bacalao canadienses– tiene muchas críticas: por ejemplo, su certificación de las vieiras canadienses sin ninguna mención que son pescadas por medio del dragado del suelo marino, que deja grandes grietas.
¿De dónde viene el plástico en el mar? ¿Todo es culpa de las redes de pesca?
“Seaspiracy” asegura que la gran mayoría del plástico marino proviene de las redes de pesca que son desechadas al mar. La afirmación se basa en un estudio del 2018 que afirma que 46% del plástico del gran Parche de Basura del Pacífico proviene de ‘redes fantasmas’.
Pero el estudio ha sido rebatido: solo toma en consideración al plástico que flota, no los micro-plásticos que suelen hundirse.
Un estudio de 2019 de Greenpeace concluyó que del plástico oceánico en general (no solo del Parche de Basura), solo el 10% es de redes pesqueras.
Otro estudio concluyó que 80% del plástico marino proviene de nuestra basura terrestre: envases, botellas, pitillos, forros y demás (aunque según un estudio, los pitillos podrían ser solo 0,03% del plástico marino). Solo 20% proviene de fuentes marinas: es decir, es un problema. Pero no la totalidad o mayoría, como afirma el documental.
El problema es particularmente grande: según un reporte de 2017 de Ocean Conservancy, cinco países asiáticos desechan más plástico a los océanos que el resto del mundo junto. A este ritmo, predice la Ellen MacArthur Foundation, habrá más plástico que peces en el océano para 2050.
¿Es el bycatch un problema real?
El documental no se equivoca ante el pánico y la denuncia en torno al bycatch: una pesca, no intencional, que no se maneja correctamente. Es decir, cuando los barcos pesqueros industriales lanzan sus gigantescas redes a las aguas y traen a la superficie a cientos de grandes atunes o bacalaos -o cualquier otra especie- acompañada de delfines, aves marinas, tiburones, peces no comerciales, rayas, focas o cualquier animal poco afortunado de ser el bycatch.
Y no es una cuestión accidental en la que algún pez loro o una anguila quedaron atrapados en las redes: según un estudio de 2009 del World Wildlife Fund, 40% de la pesca global es bycatch. Es decir, que al año se pescan 38 millones de toneladas de criaturas capturadas accidentalmente: incluyendo unos 300.000 delfines y ballenas pequeñas, unas 250.000 tortugas amenazadas y unas 300.000 aves marinas.
Tampoco exagera el documental sobre el colapso de las poblaciones de tiburones entre el bycatch y la pesca intencional por sus aletas o para carne como el cazón: un estudio de principios de este año, concluyó que las poblaciones de tiburones –el depredador ápex del océano, crucial para la regulación de los ecosistemas– han colapsado un 71% en los últimos cincuenta años. No sorprende: se calcula que al año, se pescan unos 100 millones de tiburones.
¿Es tan destructiva la pesca de arrastre? ¿Y el dióxido de carbono qué?
Sí lo es. El documental asegura que 3,9 mil millones de acres de suelo marino son destruidos al año y la ONU afirma que 95% del daño oceánico se debe a esta práctica: de hecho, la organización ha tratado de prohibirla sin éxito.
Según un estudio de 2014, los sedimentos afectados por la pesca de arrastre tienen 52% menos materia orgánica: incluyendo una reducción a la mitad de la diversidad marina y una reducción de 80% de los gusanos de mar. Dato curioso: en 2009, Venezuela se convirtió en el primer país del mundo en declarar ilegal la pesca de arrastre en sus aguas.
Y no solo es profundamente destructiva: la pesca de arrastre libera la misma cantidad de dióxido de carbono (el componente que está calentando el globo, causando el cambio climático) que la industria entera de la aviación, según un estudio de principios de este año. Esto se debe a que el suelo marino es el mayor depósito de dióxido de carbono en el planeta: 93% del carbono, de acuerdo a un estudio publicado en Nature en 2009.
Debido al calentamiento del océano, este cada vez pierde más su habilidad de absorber carbón. Y las ballenas, cuyas poblaciones han sido drásticamente reducidas en todo el mundo, tienen un rol esencial como dice el documental: de hecho, MacKinnon explica en su libro previamente mencionado que cuando las poblaciones de ballenas de la Antártida casi fueron extirpadas en los años 60, los científicos esperaban que las poblaciones de kril (un animal mínimo y abundante, similar al camarón, del cual se alimentan las ballenas) iban a reventar. Pero, para finales de siglo, habían colapsado casi en su totalidad.
En 2008, el científico polar Victor Smetack propuso una hipótesis vanguardista: conocida jocosamente como “la hipótesis de la mierda de ballena”. El concepto muestra la complejidad y fragilidad de los ecosistemas. El kril se alimenta del plancton. Y el plancton necesita hierro para florecer, un mineral que el Océano Antártico no suele recibir de fuentes naturales. Pero están las ballenas, que comen el kril, reciclando el hierro disponible que estos tienen tras alimentarse del plancton, y luego lo defecan en la superficie. Y además, pueden ir a profundidades del océano (los cachalotes por ejemplo) y recuperar el hierro de las aguas profundas en presas como calamares gigantes. Luego, como suelen hacer, defecan este hierro en la superficie.
De hecho, calculan algunos científicos, los 12.000 cachalotes del Océano Antártico traen cincuenta toneladas de hierro a la superficie cada año: y alguna vez llegaron a ser 120.000. Resultado: florece el plancton gracias al excremento. Sin ballenas, no abunda el hierro. Sin hierro, no florece el plancton. Sin plancton, no hay kril. Las ballenas son la base de la productividad del Océano Antártico.
Pero hay un detalle mayor, explica McKinnon, y es el rol del hierro en el cambio climático. Cuando florece el plancton conocido como diatomeas no solo toman hierro del mar sino que remueven dióxido de carbono de la atmósfera: la causa del calentamiento global. Cuando las diatomeas mueren, creen los científicos, sus cuerpecitos se hunden en el fondo marino y allí se entierra por siglos su dióxido de carbono aspirado. Por ello, según un estudio, el pequeño grupo de cachalotes que aun pervive podría significar una remoción de 260.000 toneladas de carbono de la atmósfera anualmente. McKinnon da números más sorprendentes: si contáramos la población preindustrial de cachalotes, significaría una remoción de 2,4 millones de toneladas. Y los cachalotes apenas son una de las trece especies de grandes ballenas: casi todas reducidas por la caza de ballenas.
Usando números conservadores, afirma McKinnon, la recuperación de la población de ballenas azules (el animal más grande del mundo) del Océano Antártico solamente significaría una reducción de 3,6 millones de toneladas de carbono atmosférico. Y con su muerte, el hundimiento de esas toneladas en el profundo suelo marino. Y con ello, una explosión de vida: hasta 28 especies se han reportado en los ecosistemas complejos que brotan en torno a los cadáveres de las ballenas sumergidos en las profundidades. Las “caídas de ballenas” pueden resultar en que los cadáveres tarden hasta cincuenta años en descomponerse. En la protección de las ballenas no solo hay un arma contra el cambio climático: hay una piedra angular para la vida marina entera.
¿La desaparición de una especie realmente trae el colapso de otras?
Sí. Las ‘extinciones de cascadas’ que pronostica “Seaspiracy” no son panoramas apocalípticos o exageraciones alarmistas: la remoción de una especie dentro del ecosistema, que es una comunidad de especies cuya interacción crea estabilidad, suele significar una cadena de extinciones debido a la alteración severa de las cadenas alimenticias o los efectos que puede tener una especie sobre el hábitat.
Quizás la situación con las ballenas, el plancton y el kril es suficiente para ilustrar las “extinciones de cascadas”, pero MacKinnon ilustra otro caso lamentable en su libro: en los años 90, las nutrias marinas –cuyas poblaciones se habían recuperado tras años de caza por su piel– empezaron a desaparecer. En una década, las poblaciones se redujeron 90%.
Los científicos encontraron su respuesta en el pasado: primero, la caza ballenera acabó con las poblaciones de grandes ballenas entre la revolución industrial y los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Cuando la caza ballenera fue ilegalizada en Estados Unidos en los 70, las orcas se encontraron en un mar sin otros cetáceos: y muchas poblaciones de orcas se especializaban en cazar otras especies de ballenas. Las orcas buscaron nuevos alimentos: primero acabaron las poblaciones de foca común en los 70. Luego, las de osos marinos en los 80. Siguieron por las nutrias: que por su tamaño significaba que una sola orca necesitaba comer 1.800 nutrias al año para estar bien alimentada. Es decir, que solo se necesitaban cuatro orcas para colapsar la población.
La cascada no terminó allí, explica MacKinnon: sin nutrias que se alimentasen de los erizos marinos, estos se reprodujeron sin control hasta acabar con los bosques submarinos de quelpo (altísimas algas marinas). Los bosques submarinos se volvieron desiertos de erizos y todo cambió: la dieta de las águilas calvas, las tasas de crecimiento de los percebes y hasta la altura de las olas al golpear la costa.
¿Nos quedaremos sin peces en 2048?
“Seaspiracy” alerta de un futuro apocalíptico en dos décadas: pero la afirmación, proveniente de un estudio del 2006, ha sido ampliamente criticada y refutada por la comunidad científica debido a sus métodos y una extrapolación irreal más allá de los datos disponibles.
Además de no tomar en consideración los cambios en las políticas y prácticas humanas, las conclusiones se consideran anticuadas, pues varias de las poblaciones marinas se han recuperado desde entonces. Es más, el estudio fue posteriormente rechazado por sus autores: hay “esfuerzos incontables en desarrollo para reparar el daño que se ha hecho”, dijo recientemente el autor principal.
¿Están muriendo los arrecifes de coral?
“Seaspiracy” no miente en este aspecto: el mundo va rumbo a un futuro de océanos muertos y blancos arrecifes esqueléticos. Aunque son solo apenas 0,5% del suelo marino, los arrecifes de coral son ecosistemas profundamente complejos y biodiversos que dan hogar a cientos de especies diferentes y proveen gran parte de los nutrientes del océano.
Además, por su enriquecimiento de los mares, proveen alimentos a poblaciones costeras y funcionan también como una suerte de muro natural contra tormentas y oleaje fuerte. Según estimaciones de agencias del gobierno norteamericano, unas 500 millones de personas en el mundo dependen de los arrecifes de coral.
En las últimas décadas las poblaciones de corales han colapsado ante eventos de blanqueamiento masivo: cuando los corales, estresados por aguas más calientes debido al cambio climático, expulsan las algas que les dan color. Además, debido a la acidificación del agua que causa el aumento de dióxido de carbono, la capacidad de los corales de armar exoesqueletos falla: el resultado son arrecifes blancos que se fragmentan; un paisaje muerto.
De hecho, como muestra un estudio de 2020, la Gran Barrera de Coral de Australia ha perdido la mitad de sus corales desde 1995: principalmente por dos grandes eventos de blanqueamiento en 2016 y 2017, y uno más está en desarrollo.
La situación se ha replicado en todo el planeta y podríamos quedarnos sin corales para 2050. Y apenas 2,5% de los arrecifes del mundo están protegidos. Pero hay esperanza: por ejemplo, se están desarrollando propuestas para administrarles probióticos a los corales y hacerlos más resistentes al estrés ambiental.
¿Es un fraude la pesca sustentable?
La pesca sustentable es la práctica en la que una pesquería se pesca a un ritmo que permita que las poblaciones de peces no se reduzcan drásticamente: combinando estrategias prácticas, el estudio de las dinámicas poblacionales de los peces, cuotas pesqueras y la eliminación de prácticas destructivas.
Y no es un fraude, o un engaño usando la palabra ‘sustentabilidad’ libremente, como dice el documental: una afirmación deshonesta que amenaza con exponer a “Seaspiracy” como una pieza de propaganda.
La pesca sustentable se basa en el concepto científico del “rendimiento máximo sostenible” que calcula la cantidad máxima de captura que puede ser extraída sustentablemente de una pesquería. Estas pesquerías que dependen en datos y ciencia abundan en muchos lugares del mundo: por ejemplo, de merluza europea o de limanda nórdica en las aguas de Nueva Inglaterra.
De hecho, la pesca sustentable ha llevado a la recuperación de pesquerías: por ejemplo, las poblaciones de mero chileno en las aguas patagónicas o las de merluza namibia en África. Tras años de sobrepesca por parte de barcos extranjeros, treinta años de colaboración entre la industria pesquera local y el Estado para asegurar la pesca sustentable de la merluza en Namibia ha llevado a que las poblaciones se dupliquen.
El futuro quizás está en la pesca sustentable: un estudio de 2016 de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos predijo que para el 2050 más de la mitad de las pesquerías del mundo podrían ser sustentables. El estudio global concluye que en el peor de los casos entre 10% y 20% de las pesqueras serán sustentables para ese año. Y, claro está, los avances tecnológicos podrían incrementar los números y acelerar los pronósticos: replicando de forma global los modelos exitosos que se han llevado a cabo en lugares como Islandia, Nueva Zelanda y el Pacífico Norteamericano.
¿Cuál es el rol de las granjas de moluscos, peces y mariscos?
Lamentablemente, el documental está en lo correcto cuando afirma que las granjas de camarones son una de las mayores amenazas a los manglares que protegen las costas del trópico y dan refugio a cientos de especies: según un estudio global de 2010, alrededor de 38% de la destrucción de los manglares se debe a las granjas de camarones y 14% a otras prácticas de acuacultura.
Las granjas de peces –que muchas veces sufren de problemas higiénicos– pueden llegar a ser sumamente contaminantes para el océano por los desechos y la polución que producen. Por ello, se ha propuesto y probado llevar estas granjas a la tierra para hacer sistemas de circulación cerrada que reduzcan el impacto en los ecosistemas marinos.
Aun así, no todo el impacto de las granjas es negativo: las granjas de mariscos muchas veces ofrecen hábitats para otras especies, filtran el agua salada y hasta absorben dióxido de carbono. Por ello, ha habido un movimiento hacia la “cultura multitrófica integrada” en las granjas marinas, que consiste en reciclar los desechos de una especie para aportarlos a otra mientras se cultivan peces, mariscos, algas, moluscos y otras especies de forma integrada para su beneficio y la sustentabilidad de la granja misma.
¿La solución es que todos seamos veganos?
El panorama es desolador: arrecifes blanqueándose, cadenas de extinción, poblaciones explotadas hasta casi desaparecer, islas de plástico, mares acidificados y suelos marinos arrasados. ¿Entonces cuál es la solución?
El veganismo, como plantea el documental, es irreal: alrededor de mil millones de personas dependen de la comida marina, en especial en el Tercer Mundo. Además, la pesca sustentable, a pesar de las afirmaciones del documental, no es un fraude sino un modelo que promete seguir expandiéndose. Por ello, el documental ha levantado críticas de la comunidad científica, grupos de derechos humanos y grupos conservacionistas pragmáticos: se le ha llamado sardónicamente desde “eco-fascista” hasta “María Antonieta va al mar”.
La destrucción de los océanos es multifacética: desde la sobrepesca, pasando por el plástico que producimos, hasta el cambio climático que causamos con el combustible fósil de nuestros vehículos. Por ello, la solución real es la movilización y presión ciudadana a las clases políticas del mundo para forzar nuevas políticas públicas. Tomemos en cuenta, por ejemplo, que más del 90% de la pesca salvaje mundial está concentrada en la Unión Europea y otros 29 países. Un reporte de 2017 de la organización conservacionista Oceana concluyó que si la pesca sustentable basada en la ciencia se aplicase en estos territorios, habría un impacto dramático en la biodiversidad marina.
Aun así, la ONU no ha logrado concretar su propuesta de una prohibición mundial de la pesca de arrastre (como la que la Comisión Ballenera Internacional puso a la caza de ballenas en 1982, que hoy es cumplida por casi todos los países exceptuando algunos como Japón). Y aunque ha habido progreso, aun se necesita más: según el Atlas del Marine Conservation Institute, solo 2,7% de los océanos están en zonas plenamente protegidas y 3,7% en zonas implementadas como áreas protegidas pero con menos protección. Y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, que designa el estatus de amenaza de las especies, pide que 30% del océano esté protegido para 2030. Vamos lento. Muy lento.
Basta con ver nuestro país: en 2012, la Fundación Caribe Sur propuso al Ministerio del Ambiente crear un corredor ecológico marino que protegiese las aguas entre las costas venezolanas y las Antillas holandesas, además de ampliar los parques nacionales de la Península de Paria y Turuépano, como también crear una reserva de biósfera que abarcase Los Roques, La Orchila y Las Aves. Nunca hubo respuesta.
“Seaspiracy” propone una movida masiva y dogmática hacia el veganismo, que no solo es una propuesta masivamente irrealizable y absurda sino que deja atrás a las multitudes hambrientas del Tercer Mundo: según la FAO, unas 870 millones de personas dependen de la comida marina mientras que 4,5 mil millones dependen del pescado para un cuarto de su alimentación. Pero allí no radica el camino. Solo en la presión pública a las dirigencias y en el arduo trabajo de conservacionistas y científicos –hacia un mundo de pesquerías sustentables, desechos sustentables, arrecifes con probióticos y amplias reservas marinas– está el futuro de nuestros mares: es decir, de nuestro planeta y nuestra civilización.
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