De Interés

Rehén de la ciudad donde nací: esto ya no es El Paraíso

Tarde de terror, noche de espanto, madrugada de sobresaltos: no hay tregua para quienes viven en las cercanías del reino de El Koki, el pran de la Cota 905 que esta vez ha extendido la violencia más allá de su habitual radio de acción

Cota 905
Ilustración: Daniel Hernández
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Desperté a las 4 de la madrugada del 8 de julio del 2021 por el sonido de una ráfaga de balas. No se trata de una metáfora: el primer sonido que escuché fue una rápida sucesión de munición de alto calibre que pareció abarcar cualquier otro sonido de la madrugada en la calle donde vivo.

Ayer, durante casi catorce horas, el líder de la banda que controla la Cota 905, declaró una especie de ofensiva armada contra las calles cercanas a la entrada del barrio. O eso es lo que se rumorea, porque en realidad, no tengo información sobre lo que ocurre, ni certeza alguna. Solo el eco de las balas, las explosiones esporádicas, la sensación de un desastre inminente que no tengo una idea clara de cómo describir.

La ráfaga se repite. Uno de mis vecinos grita. Alguien llora en un apartamento cercano. Yo permanezco en silencio, aturdida.

Una tercera ráfaga, esta vez más rápida. Artillería pesada. Podría ser cualquier cosa. Desde ayer en la tarde, los rumores van y vienen, la información incompleta, fruto del esfuerzo de periodistas por ofrecer algún indicio de a qué nos enfrentamos en El Paraíso, es la única disponible.

Pero ninguna es detallada. Breves descripciones de hombres con armas de guerra en medio de la avenida José Antonio Paéz. Una explosión sin explicación hacia la avenida Nueva Granada. Nadie sabe bien qué es lo que ocurre. O sí, pienso con amargura, mientras me pongo un suéter y corro al pasillo de mi apartamento. En realidad, cada vecino de El Paraíso lo sabe. Estamos en peligro. Uno potencialmente mortal y del que por ahora somos rehenes.

Soy testigo excepcional de una guerra invisible que solo es un eco de la ciudad. La entrada del barrio de la Cota 905 se encuentra a unas tres cuadras del edificio donde vivo. Más tarde, sabré que hay al menos dos personas asesinadas, un herido de gravedad. Que cuando desperté, hacía casi dos horas que el tiroteo había comenzado. Pero en ese momento, solo sé del miedo. De la sensación de que todo ocurre demasiado rápido, en pequeños fragmentos de escenas que no logro entender.

Por meses, la situación ha sido denunciada por distintos medios de comunicación, sin otra respuesta que una nada disimulada indiferencia desde los órganos del poder. La movilización oficial al respecto fue escasa, a no ser unas cuantas declaraciones esporádicas que parecían insistir en promover la política gubernamental de ignorar los índices de violencia por medio del discurso ideológico.

Como inmediata consecuencia, durante las últimas semanas, el barrio de la Cota 905 se transformó no solo en una de las zonas más violentas de Caracas —que es en sí misma una idea aterrorizante— sino en una por completo inexpugnable a cualquier control judicial.

Aun más preocupante resulta el hecho que el barrio se encuentra a poca distancia de una avenida transitada, rodeada de seis colegios, tres centros comerciales, una buena cantidad de edificios residenciales, parques, plazas y un par de hogares de cuidados de ancianos. Aun así, las sucesivas denuncias, los insistentes reclamos de los ciudadanos sobre el peligro de estas bandas criminales que ejercen control sobre un territorio urbano, cayeron en saco roto.

En una ocasión, uno de mis vecinos, funcionario militar a quien conozco desde hace más de diez años, resumió la situación con una única frase: “Mientras no haya sangre de alguien importante, no molesta”.

Pienso en esa frase mientras escucho los repiqueteos de la metralla, cada vez más frecuentes y cercanos. Es una sensación inaudita esa de encontrarte en tu habitación y saber que no hay otro lugar a donde huir para resguardarte del miedo.

Pienso en todo el miedo que he sentido durante los últimos años, en las ocasiones en que el lugar donde vivo se ha transformado en una zona de desastre que apenas reconozco. Pienso en la simplista reflexión de mi vecino, mientras permanezco tendida sobre mi cama y una explosión de considerable fuerza hace temblar las ventanas.

Hay intervalos de silencio y después, de nuevo las ráfagas, infinitas, que parecen superponerse unas a otras en un único estruendo. Y todo esto ocurre, me repito, un jueves cualquiera, en el centro de la ciudad donde vivo. Todo esto ocurre a escasos kilómetros de distancia, sin que a nadie parezca interesarle en lo más mínimo el recorrido lento y habitual de lo cotidiano alrededor de la violencia. No sé si se trata de armas oficiales o criminales, quizás mucho más sofisticadas y numerosas que las de cualquier funcionario uniformado.

En realidad, tampoco tengo idea sobre qué está ocurriendo más allá de mi ventana. Porque la censura, que también es una forma de violencia, me arrebató ese derecho, ese paliativo al miedo.

De manera que permanezco aquí, cubriéndome la cabeza con los brazos, escuchando el estruendo de las balas. Con la sensación de que este país no me pertenece. Atónita ante esta demostración de la magnitud real de lo que ocurre en Venezuela con respecto a la inseguridad.

***

Es miércoles, otra nueva ráfaga. Uno de mis vecinos deja escapar un chillido y tengo la sensación de que fui yo quien gritó. De pronto, la noche se llena de voces y exclamaciones en voz alta. Me pregunto si todos despertamos al mismo tiempo o sólo ahora, nos atrevemos a expresar el terror en voz alta. Cualquiera de las alternativas me aterroriza y me entristece. Luego, silencio otra vez.

Transcurren algunos minutos sin que se escuche otra cosa que mi respiración. La tensión parece aumentar, mezclada con el calor de este verano y el pánico que me aprieta el pecho, que me deja aplastada contra la pared como si fuera incapaz de hacer otra cosa que esperar.

Me pregunto qué ocurrirá a continuación. Qué significa ese mutismo súbito, luego del estruendo de balas y gritos. Soy una ciudadana común: hasta hace menos de diez años me resultaba impensable tener que asumir la violencia como parte de mi vida, protegerme de ella como inevitable. Todavía no logro encontrar la manera de asumir que lo cotidiano en mi país sea este paisaje destrozado por la amenaza, esta agresión perpetúa que parece provenir de todas partes.

No sé cuánto tiempo pasa hasta que me levanto del suelo del pasillo. Tengo los brazos y piernas agarrotados y la espalda adolorida de la tensión. Me acerco a la ventana — una vocecita en mi mente me grita que no debería hacerlo — y miro hacia la calle. La avenida que cruza en línea perpendicular hacia la cercana autopista está vacía e iluminada a medias por los focos recién estrenados de la Plaza del Paraíso. El alumbrado público parpadea. Tengo la sensación de que toda la escena es irreal, con su silencio a fragmentos y una engañosa calma plomiza. Nada parece sugerir lo que acaba de suceder, como si el sonido de las balas fuera fruto de mi imaginación o simplemente una pesadilla.

Pero no lo es, por supuesto. A la mañana siguiente –el jueves- atravieso la calle a pie hacia la panadería al final de la avenida y me tropiezo con los restos de lo ocurrido: hay señales de balas en el metal de los postes de la calle. Una papelera llena de agujeros, vidrios amontonados en el desnivel del pavimento. Me detengo para mirar con un asombro casi infantil, como si mi cerebro fuera incapaz de procesar bien el hecho de que vivo tan cerca de la violencia real — la cotidiana — que llena de cicatrices mi ciudad.

Soy un rehén, me digo con la garganta cerrada por las lágrimas y la respiración convertida en un hilo asustado.

El pensamiento es tan crudo que me hace retroceder y tropezar, alejarme de allí con paso torpe. Esto es la amenaza real de morir — o ser asesinada, más bien — por un tipo de violencia que por años me pareció inimaginable. Por una idea sobrecogedora que se extiende no solo a lo que considero cotidiano —y ya no lo es— sino a algo mucho más amplio: al hecho concreto de que la ciudad donde nací y crecí debe enfrentarse a una amenaza difícil de comprender. Que cada ciudadano es una víctima en potencia. Que hay una bala con tu nombre esperando en alguna calle o esquina.

Dicho de esa manera suena exagerado y dramático. Pero no lo es y hace mucho tiempo ya que soy incapaz de pensar en Caracas de otra manera que como una amenaza.

Lo pienso hoy mientras compro pan caliente —y agradezco poder hacerlo— frente a un mostrador vacío. Me lastima mientras escucho los comentarios entre susurros de los vecinos que se apiñan en las mesas. Todos hablan de lo que ocurre: de la sensación de despertar a medianoche por el sonido de las balas, del terror del paisaje cotidiano convertido en campo de batalla.

—Y después escuché gritos y alguien que pedía auxilio — cuenta una anciana a unos metros de donde me encuentro con expresión preocupada — lo escuché como por dos horas. Al final no supe qué pasó, si es que lo ayudaron…

Hay un suspiro general, un terror colectivo que se extiende como una suave oleada. Cuando me detengo junto al grupo, un hombre de rostro cansado cuenta cómo su hija, apenas una niña, no dejó de llorar por horas incluso cuando todo quedó en silencio.

—¿Cómo la calmas? ¿Cómo le dices que no le va a pasar nada? ¿Cómo le explicas que eso es allá afuera si tú mismo no sabes qué coño pasa? — se queja — Uno solo reza para que la cosa no sea peor. Para que una bala perdida no entre a tu casa.

Echo a caminar para alejarme de lo que cuenta, de mi propia noche de pesadilla, de mi terror que tampoco puedo calmar.

***

—¿Tienes miedo?

Me lo pregunta mi vecino de cinco años, mientras espera junto a su madre para subir al ascensor. Tiene la carita pálida y bajo los ojos, ojeras violáceas. Su madre me dedica una mirada preocupada y cansada. Me encojo de hombros, sin saber qué responder.

—Un poco, pero trato de no hacerle mucho caso — digo.

—Mi mamá también tiene miedo. Todas las noches a todos en la casa nos asustan los ruidos de la calle. No sabemos para dónde correr — me explica en voz baja.

Mi vecina suspira, extiende la mano, le acaricia la mejilla. Él la abraza, se aprieta contra su cintura. Me quedo paralizada por una angustia brumosa, helada. Quisiera tener las palabras correctas, ofrecerle algún tipo de consuelo, decir algo que pudiera no solo conjurar el miedo sino protegerlo del real que padecemos los adultos.

Por supuesto, no puedo. De manera que permanezco muy quieta por la frustración y la impotencia.

Dentro del ascensor tres vecinos nos observan en silencio cuando subimos. Entre los murmullos de saludos corteses, alguien comienza a relatar lo que ha leído en redes sociales sobre los ataques sectorizados que sufre nuestra zona, la violencia callejera, la balacera que incluso allí, escuchamos como lentas detonaciones. Miro al niño, que esconde la cabeza contra el cuerpo de su madre. Las manos pequeñas tensas sobre la tela, el cuerpo rígido. La madre suspira, le pasa los brazos alrededor. Pero no hay manera de protegerte de la información, de la tensión, del clima asfixiante de un país en crisis como el nuestro.

Durante las últimas semanas hemos sufrido los rigores de un enfrentamiento en el que no hay contrincantes, sino en realidad la violencia de Caracas que llegó a un nivel por completo nuevo.

La banda del Koki y otras tantas, se enfrentan casi a diario por el control de la zona. Los vecinos, comerciantes, transeúntes, solo somos víctimas de una situación en escalada que al parecer no se detendrá pronto. Se han hecho hábito las detonaciones, las ráfagas de balas fugitivas. La violencia se volvió parte de todas las cosas, de los pequeños hábitos, de la percepción de la normalidad. Me abruma la mera idea de la resignación que eso simboliza y sin embargo, qué real resulta cuando te convences a ti mismo de que debes continuar, de que necesitas encontrar cierta normalidad. ¿Cuál? ¿Qué tipo de normalidad puedes encontrar en el país ahora mismo?

De nuevo en casa, miro por la ventana. Un militar cruza la calle llevando su arma de reglamento contra el pecho. A la distancia, tiene un aspecto amenazante, con el casco y el peto bien visible. Lo veo rodear la plaza, avanzar hacia adelante, detenerse en una esquina. Apoya el fusil contra el suelo, se queda inmóvil. Unos minutos después, se le unen dos funcionarios más. Y la calle, en apariencia corriente, se transforma en otra cosa. En una amenaza.

Hace poco, le comentaba a una de mis amigas que llevo tanto tiempo sintiendo miedo, que no sé cómo dejar de sentirlo. O, mejor dicho, cómo sobrellevar esa combinación de amargura, cansancio y temor que parece inabarcable. Está en todas partes, en cada trozo de lo cotidiano, en los intentos inútiles por mantener la cordura, la calma. Simplemente la esperanza. El miedo forma parte de cada noción que tengo sobre el país, de la forma en que vivo, de la manera en la que deseo vivir.

El grupo de militares camina hacia la esquina y desaparece bajo la copa de un árbol. Pero aun invisibles, la calle entera parece manchada y contaminada por esa violencia que palpita al fondo de todas las cosas. Cuando cierro la ventana, las manos me tiemblan. Y el miedo está allí de nuevo, porque no puede ser de otra forma. Porque Venezuela se refleja en todas las pequeñas cosas que recuerdan la fractura, la grieta, el dolor.

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