Ser maritimista, un orgullo que se lleva por siempre
Casi vamos para 30 años desde que el Marítimo desapareció del ámbito futbolístico venezolano. A pesar de los varios e infructuosos intentos de revivirlo, el Marítimo de los ochentas y noventas nunca va a tener un paradigma similar en el contexto del fútbol venezolano
Si usted, amigo lector, no comprende lo que es un sentimiento de arraigo en el deporte, es mejor que no continúe leyendo. Hoy decidí dar rienda suelta al amor que siempre sentiré por los colores del eterno acorazado rojiverde, el Club Sport Marítimo de Venezuela. Quiero explicarles que es ser maritimista.
Casi vamos para 30 años desde que el Marítimo desapareció del ámbito futbolístico venezolano. A pesar de los varios e infructuosos intentos de revivirlo, el Marítimo de los ochentas y noventas nunca va a tener un paradigma similar en el contexto del fútbol venezolano. Mientras más pasa el tiempo, el sentimiento de ser maritimista cala más hondo, se clava más en el alma y quienes vivieron la experiencia de serlo, desde dentro y fuera de la cancha, te lo refuerzan.
Hoy paso por Los Chorros y observo con tanta nostalgia como ya no queda ni rastro de la vieja sede del Marítimo, la quinta San Judas Tadeo en la Avenida Arístides Calvani. Después de haber sido un lujoso restaurante con nombre italiano (Il Forno), hoy es un gris lugar de apuestas deportivas. Pareciera que haber derrumbado aquel recuerdo es un castigo que viene desde la tumba del rojiverde: nada será ahí próspero porque siempre será la casa del Marítimo.
Hace poco hablaba con Noel Sanvicente sobre su pasado rojiverde y me conmovió tanto ver como sus ojos se ponían chiquitos y aguados cuando le tocabas ése tema tan sensible para él. Llegó siendo muy joven, casi un niño a Caracas desde su natal San Félix. Llegó solo, tras haber despuntado con los colores de Mineros de Guayana. Fue recibido con enorme cariño en 1985. Aquellos quienes creen que para un portugués el color de piel puede causar rechazo, se equivoca tremendamente: Noel fue acogido en la casa club de Los Chorros con tanto cariño que nunca se quiso ir de ahí.
“Me ofrecieron un apartamento para dejar de vivir en la casa club y yo no quería irme. Me trataban demasiado bien ahí. Era mi casa y no me hacía falta nada”, recuerda con un nudo en la garganta el hoy técnico más campeón de Venezuela. Y él le da crédito a esa época mucho de lo que es hoy fuera de la cancha: un tipo que valora la familia por encima de todas las cosas.
Así era Marítimo: una familia. Recuerdo ir al estadio cada domingo y ver cómo iba el papá, la mujer, los niños y sus empleados a apoyar al equipo. Se sentaban todos en el mismo lugar. Era rutina, tradición, ¡qué sé yo! No eran tiempos de barras, ni de cánticos heredados. Era una pasión auténtica que se sentía cuando todos llegábamos al Olímpico con un radiecito para escuchar a Humberto Bejarano, Gerardo Riccardi y al “Chepe” Pérez Meléndez llevarnos a vivir más emociones que la que ya estábamos viendo en el campo. Claro, lo acompañabas con una bolsita de tremosos (chochos) que te vendía un gordo moreno del que nunca supe su nombre.
Hoy día no leo nada malo de Marítimo. Al contrario: todos los equipos le respetaban. Contra Táchira era el clásico del fútbol venezolano. En San Cristóbal el Marítimo era muy respetado, era un clásico sin odio, una rivalidad de grandeza, desde el respeto y la admiración mutua.
¿Saben? Hoy le doy la mano a Franco Rizzi, a Mon López, a Héctor Rivas, a Chita, a Mencho Rodríguez, a Herbert Márquez, a Pin Romero, a Tony Carrasco, a Horacio Matuszyckcz y se me pone la piel de gallina. Porque conservo intacto aquel sentimiento de admiración que tenía cuando los veía desde la grada. Al gran Daniel Nikolac que ya no está: levantar la mirada para poder ver a los ojos a aquel monstruo del arco era algo indescriptible. Un gran tipo, un señor en toda su expresión. En su funeral, en plena pandemia, se vivió en su máxima expresión el maritimismo: hasta el cura que el equipo tenía cuando existía, fue a oficiar la despedida de uno de los más grandes guardametas que ha tenido el fútbol venezolano.
Leo a Juan Manuel Mouro, un uruguayo que pasó por el Marítimo y que hoy día forma parte de cuerpos técnicos de importantes clubes de Sudamérica, y me impresiona cómo se conmueve cada vez que le hablan de aquel equipo en el que jugó en Venezuela.
Marítimo fue el primer equipo de fútbol que viajaba en avión, se hospedaba en los mejores hoteles, tenía un minibús, tenía una sede social. Sus socios se hacían cargo de los salarios de los futbolistas. La cantera comenzaba a crecer justo antes de su desaparición (los internacionales vinotintos José Manuel Rey y Leopoldo Jiménez fueron fruto de esa prolífica cantera) y el arraigo se extendía no solo en los portugueses de Caracas sino en quienes les gustaba el fútbol, en la capital y en todo el país.
Ser maritimista no era pregonar serlo y no saber quién vestía la camiseta ni el once que armaba Miguel Sabina cada domingo. Los maritimistas conocían bien cada jugador y no dejaban de acudir al estadio el domingo porque era religión estar en el Olímpico a las cuatro de la tarde para ver al equipo jugar con la tribuna principal siempre a reventar. Recuerdo que había dos hileras de vallas publicitarias alrededor del campo e inflables gigantes de productos de Empresas Polar (una botella de cerveza y una de Mazeite). Marítimo era sinónimo de prosperidad.
Tenía un león de mascota y era un portugués, Firmino De Caires, quien se metía en el personaje para saludar a los niños antes del partido. Marítimo era mucha humildad a pesar que era el equipo que más plata y figuras tenía en el país. Yo solía encontrarme en el estadio con Joaquín, el hijo de la portuguesa Augusta, la vecina del piso de debajo de mi edificio. Joaquín era dueño de varias tiendas importantes en los principales centros comerciales de Caracas y se sentaba como uno más, al lado de un niño como yo, a ver a su grandísimo acorazado rojo y verde. Al otro lado estaba Eleuterio, el esposo portugués de mi prima, dueño de una tasca en Los Ruices. Nos sentábamos los tres solo a ver y hablar de fútbol. ¡Qué hermoso era!
Cuando Marítimo enfrentó en Copa Libertadores al súper Atlético Nacional de Medellín, el Olímpico se llenó y la mitad era de colombianos. Nadie sentía celos de eso. Al contrario: estábamos orgullosos de ver al equipo plantarle cara a media selección Colombia vestida de blanquiverde.
Eran tiempos de pasión y sentimiento puros, que se han mantenido en el tiempo a pesar de la desaparición del club y se han reforzado en los últimos días, justo cuando los recuerdos florecieron en plena pandemia de un fútbol que era más silvestre, pero también más honesto, sencillo y puro.
Eso es ser maritimista. Una pasión que hay que vivirla para comprenderla, difícil de explicar en letras. Gracias por tomarse unos minutos y leerla.
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