Para diseñar políticas públicas y regulaciones se requiere un conocimiento sólido y robusto de los sectores, los mercados y de su microeconomía –la economía positiva de cómo y por qué los agentes económicos responden a estímulos e incentivos-. Ni siquiera las mayores y mejores intenciones garantizan un buen diseño de esquemas de incentivos que efectivamente permitan alinear los intereses de los particulares con el bienestar social –de justificarse previamente, que efectivamente existe una falla de mercado que motive el diseño de una acción pública o regulatoria-.
La intervención del Estado en mercados potencialmente competitivos, donde la mayoría de las transacciones resultan voluntarias y en consecuencia resultan un juego suma positivo, no justifican, a priori, una intervención regulatoria.
La Ley de Precios Justos y la doctrina que se deriva de su aplicación permiten observar, subyacentes, dos enormes problemas que se derivan de problemas típicos de pobres e inadecuados derechos de propiedad en una sociedad o respecto a los bienes o servicios que se encuentran en un mercado.
Cuando las normas regulatorias y doctrinas arbitrarias no reconocen conceptos económicos de costos, con la intención de evitar la transferencia de costos hacia los precios, se debilita los derechos de propiedad sobre aquellos activos utilizados en una determinada actividad económica. Lo anterior es una especie de “socialización” de dichos activos, creando un enorme problema sobre los incentivos para mantenerlos e invertir en ellos. La sociedad querrá sobreexplotar dichos activos mientras que sus propietarios y oferentes de bienes derivados de su uso poseerán menos incentivos para ofertarlos y utilizarlos en menor medida. En un extremo, se genera un problema del tipo Tragedia de los Comunes, donde se expolian y sobreexplotan dichos activos, condenándolos a su extinción.
Por otra parte, cuando la Ley de Precios Justos y la SUNDDE implementó la doctrina de evitar que los mercados sean formadores de precios y condenó a que cada estadio de la cadena de valor pudiera como máximo extraer 30% de ganancia, creó artificial e ineficientemente un problema del tipo Tragedia de los Anticomunes. Por un lado, creó incentivos para que los propietarios de marca o del producto separaran sus actividades integradas en una única empresa, para poder de esa manera esquivar la regulación y obtener un beneficio que estaba siendo validado por la propia demanda. Enterándose tardíamente de dicha distorsión creada por la propia regulación –toda vez que la integración vertical original evitaba justamente un problema de doble-marginalización- la SUNDDE exigía que dichos estadios resultaran independientes entre sí o que no formaran parte de un mismo grupo económico.
Así las cosas, dependiendo de la capacidad de monitoreo de la SUNDDE, se habría creado un problema del tipo Tragedia de los Anticomunes, donde el exceso de “propiedad”, artificialmente creado, sobre una cadena de valor –producto estrictamente de una regulación y control de precios- crea un problema de proliferación de doble-márgenes, encareciendo los productos, creando doble-acometidas y aumento de costos innecesarios, reduciendo la demanda efectiva y destruyendo valor y bienestar social. Resultaría preferible, aplicando la lógica de la teoría del monopolio único de la escuela de Chicago, internalizar los efectos externos verticales en un único propietario de marca o vía contratos verticales.