Espectáculos

En el Everest también se forma cola

En un momento de la película del islandés Baltasar Kormákur, uno de los montañistas se queja de que el Himalaya se ha vuelto tan concurrido como un supermercado. Señor, véngase para Venezuela y haga nuestras siete cumbres

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La similitud entre coronar un ocho mil y hacer la cola del Pdval o el Bicentenario puede ser asombrosa. En ambos casos, en el día fijado, la expedición debe acometerse a la medianoche o incluso antes, y con el equipaje más ligero posible. Es recomendable concentrarse en avanzar un paso a la vez, mantener la cabeza gacha y no mirar demasiado hacia la cumbre. En algún momento alrededor del mediodía, luego de aguantar lluvia o un sol enceguecedor, si hay suerte, se alcanzará la cima: arrancar dos pollos regulados de las cavas no tan congeladas del establecimiento y, luego de otra cola interminable y que el dedito de uno sea reconocido, darle buen uso al Ticket Alimento.

Pero he aquí que también entra dentro las probabilidades que los dos últimos pollos le hayan sido arrebatados por la doña que iba delante de usted en la cola, y tenga que regresar estoicamente al campamento base sin cumplir el objetivo trazado. No vale la pena guindarse a pelear ni mortificarse: reserve energías, hay poco oxígeno. Con frecuencia, lo más complicado puede ser el descenso. Tenga a mano la factura, vigile sus pertenencias y cuide que las autoridades no le vean haciendo trueque por los pañales que usted hizo el pacto de comprar a otro colahaciente que sí los necesitaba.

En algún momento de la película Everest, uno de los escaladores se queja con el jefe de expedición, en referencia a que la montaña más alta del mundo se ha vuelto más transitada que Sabas Nieves un domingo: “No pagué una fortuna para venir aquí a hacer cola como en un maldito supermercado” (*). Señor, véngase para Venezuela y haga cualquiera de nuestras siete cumbres: comprar en el Bicentenario, destapar sana y salva la cajita de Zoom o Liberty luego de raspar nuestro al parecer ya ultraterreno cupito de compras en Internet, despegar de Maiquetía (que lo diga Marco Coello), regresar a casa de noche, sacar real de un cajero automático, votar, conseguir un medicamento.

(*) El costo por escalar los 8.848 metros puede alcanzar los 200.000 dólares por persona, incluidos pasajes de avión, permiso al gobierno de Nepal, pago a sherpas, botellas de oxígeno y servicios de comunicación por satélite.

Everestes un síntoma de que ya se acabó la época de vacaciones. La película del islandés Baltasar Kormákur (impelable la reflexión sobre su país natal 101 Reykjavik, del año 2000) marca un nuevo hito visual que se puede comparar con Gravity, y se apega a los hechos reales en los que fallecieron 12 montañistas en 1996 (el libro que hay que leer es Mal de altura, del periodista Jon Krakauer, uno de los personajes del filme).

Sin embargo, la película muere  un poco de solemnidad, lo que atentará contra sus posibilidades de vivaquear en la cartelera. No hay ningún personaje demasiado carismático, quizás con la excepción de Jake Gyllenhaal, que no dura mucho en la zona de muerte (uy, disculpe el spoiler), y a mí honestamente ya me da fastidio la lloradera de Keira Knightley y, en general, los personajes femeninos pasivos.

Quizás uno de los problemas de Everest es que los temas implicados son demasiados, y muy complejos: sí, a la montaña están subiendo muchos faranduleros que no tienen la experiencia, la actitud o la resistencia aeróbica adecuadas, sí, la hazaña se ha banalizado, incluso el ecosistema del Himalaya se ha degradado por el reguero de basura y hasta de muertos congelados.

Todo ello seguramente es muy cierto, pero al mismo tiempo muy elitesco, y lamentablemente la gente devora mensajes de igualación y de inspiración. Todos podemos subir nuestro propio Everest, hasta Maikel Melamed si se lo propone. Con fe, todos podemos conseguir un producto a precio regulado y regresar a casa después de 12 horas de cola con nuestra preciosa mercancía, aunque se trate de una satisfacción de pura fantasía.        

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