Espectáculos

Mujer Maravilla, consígueme un pan canilla

Estamos necesitados de heroínas, no sólo de funcionarias institucionales. Una de las primeras bajas de toda guerra es el erotismo. En teoría, nadie debería babosear los topless de la Marcha de las Mujeres del 6 de mayo ni andar pendiente de selfies coquetos en las protestas. Wonder Woman es una película dirigida por una mujer para inspirar respeto hacia las mujeres, lo que no sé si me conviene como hombre a medio terminar. En todo caso la esperé casi toda mi vida y no salí decepcionado.Sé que entrar en detalles es desagradable, pero hay dos imágenes que definen mi sexualidad masculina infantil. La segunda de ellas es una portada de Cosmopolitan en la que Lila Morillo simula un desnudo.

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Pero el origen de mi universo es una portada de historieta en la que la Mujer Maravilla estaba amarrada en una silla (todo un clásico), lo que seguro habla de mis miedos a las mujeres con mucha iniciativa, más que de sadismo. Por primera vez, indefenso en la calle ante un kiosco de revistas, tuve conciencia de algo tan preocupante como dulce llamado erección. La sensación que tuve era que alguien me había derramado pega Elefante debajo de mi ropa interior.

Más de treinta y pico años después, estoy un viernes en una sala de cine con remordimientos. Más o menos a la misma hora hay resistencia civil en La Vega y estudiantes que dan la cara ante un ministro-pinocho. Le puse muchos rostros a la Mujer Maravilla, incluido el de la uruguaya Natalia Oreiro (https://www.youtube.com/watch?v=sVVvJboNctU), aunque probablemente jamás anticipé que sería una israelí todavía semidesconocida que me inspira más camaradería que un auténtico deseo de desvestirla: desde un principio me ha parecido que Gal Gadot es alta pana.
Me recuerda lejanamente a Amara Berroeta, una ex miss de la década pasada que tendía a ponerse adorablemente rellenita si se descuidaba un poco. Perderse la voz ronca de Gal (que no Costa) es una maldición Dabucurí que le caerá a los que vean la versión doblada al español.

Wonder Woman, de la estadounidense Patty Jenkins (Monster), directora de 45 años que por cierto no se ve nada mal para la foto, tiene algo del toque retro de la primera Capitán América mezclado con el Pequeño Buda, el Rey Arturo y el Haenyeo, una cultura matriarcal coreana de mujeres pescadoras de ostras que prácticamente se independizaron de los Winstons, perdón, de los hombres, en la infinita Guerra de los Sexos.
Lo del budismo viene a colación porque Siddharta Gautama, según la leyenda, es un joven rico, sano y apuesto que vive mimado en un palacio y un día sale a la calle y descubre, horrorizado, que hay eventos como la enfermedad, la vejez y la fealdad.
Diana, semidiosa hija de Hipólita (Diosa Canales alegará que ella está en nivel superior), proviene de un paraje idílico que no sale en los mapas de los cruceros por las islas griegas. Créanme: una isla llena de mujeres no es precisamente agradable. Los machos, aunque inútiles, hacemos falta (hay una película australiana de 2006 que sostiene la tesis de la masculinidad como una mutación que jamás debió existir).

La estrógenoterapia que sirve de introducción quizás no es un punto a favor, pero la dimensión mítica distingue a Wonder Woman de tantas películas de power-jevitas que murieron en el intento, desde Tomb Raider a Gatúbela pasando por Elektra. Hay muchos prejuicios erróneos sobre la Edad Media, pero imagínate lo que pasaría si llegara una culta divinidad de la antigüedad clásica a una sociedad atrasada y feudal. En este caso, Miss Mar Mediterráneo se asoma a la Europa machista y marchita de la Primera Guerra Mundial.
Un hecho verídico de la película, por cierto, es que en la Gran Guerra se hacen los primeros experimentos con armas químicas, incluido el gas lacrimógeno.
Hay un problema de las películas con protagonistas femeninas fuertes y es que casi siempre éstas tienden a ser castas o asexuadas, porque en realidad la sexualidad es lo que más amenaza a una industria del entretenimiento dominada por una visión masculina. En este sentido, Wonder Woman es un discreto paso adelante y hasta se permite unos cuantos chistes de doble sentido con palabras como “vigor”, “cosita” y “promedio”. El Ken de la Barbie judía (Chris Pine como soldado británico) es un poco muñeco de torta, pero no insoportable.
Hay un personaje (Saïd Taghmaoui) que me hace recordar a Petete Benedicto Ruiz, mítico integrante gallego de la Galería de Sádicos Ilustres del libro El Cofre de los Reconcomios de Otrova Gomas que acaba con el puritanismo de la Inglaterra victoriana, y que es el tipo de secundarios que enaltecen a un filme. “Cada uno da su batalla, así como tú das la tuya”, le manda un cable a tierra de dignidad a la Hija de Hipólita (que no la Negra).
Wonder Woman no es predecible: los alemanes de la Primera Guerra Mundial, que serán los nazis del mañana, no necesariamente representan la personificación del mal. Aunque se pudiera objetar que la batalla final, quizá demasiado enredada en disquisiciones filosóficas, no es ni de lejos la mejor escena de acción de la película de Patty Jenkins. Ésas las va a encontrar en la mitad: quizás sean las más poderosas e inspiradoras con una heroína femenina de fantasía que he visto jamás en una sala de cine.
Otra sensación encontrada es lo que vendrá después: Wonder Woman en principio no es una saga con autonomía, sino que está amarrada a un “universo cinemático”, es decir, se diluirá junto a otros superhéroes de la Liga de la Justicia y no vendrá a salvarnos, ella solita, de los totalitarismos del siglo XXI. Pero no imagino que los ejecutivos de Warner Bros sean tan miopes y creo que ya se da como un hecho una secuela libre de sujetadores.]]>

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