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La odisea de una abuela secuestrada en México | #FOTOS

 Más de 25.000 mexicanos han desaparecido y pocos han huido de sus captores. Cuando Luis Alberto Castillo fue secuestrado, su esposa intentó obtener su libertad, pero también fue secuestrada. Muchos sobrevivientes no están dispuestos a contar sus historias, pero Yolanda Álvarez Antúnez se atrevió.

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Foto: AP

Le prometieron que no le pasaría nada y que después de pagar el rescate podría ver a su marido. Yolanda Álvarez Antúnez lo creyó. La madre de cinco hijos y abuela de 13 no vio otra opción.

En una camioneta vieja que conducía su cuñado llegaron al cruce de un camino donde le dijeron que alguien los esperaría, pero nadie estaba. Discutieron unos segundos sobre si era mejor irse pero decidieron continuar.

Hacia las 10:30 de la noche entraron a un pueblo en la zona montañosa del estado sureño de Guerrero. Dos camionetas llenas de hombres armados les cerraron el paso. Uno se acercó a pie.

—»¿Es usted la del teléfono?», le preguntó.

Ella también reconoció la voz. A la voz que por una semana habían ambos habían escuchado finalmente le ponían un rostro.

El hombre pidió el dinero y ella le estiró la bolsa de plástico llena de billetes. Su esposo no se veía por ningún lado. Entonces todo se descompuso.

—»¡Bájense!», gritó el hombre.

—»¿Pero por qué?», intentó reclamar. «Si me dijeron que tenía palabra y que no nos iban a hacer daño».

El hombre subió la voz y le repitió que se bajaran. Le ordenó subirse a una de las camionetas. Sin decir nada, su cuñado fue llevado a la otra.

Al lado de ella se colocaron dos hombres armados. El hombre que al que después conocería como «El Nico» se puso al volante.

—»Se va a quedar usted, porque su esposo escapó», le dijo. «Y hasta que no (lo) recuperemos, o regrese, va usted a irse».

Encendió el carro.

—»Y no queremos que chille, porque no nos gustan las mujeres chillonas», le advirtió.

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imagenreligiosa

«Deme la mano señora», le pidió el joven. «Démela, no tenga miedo». Su amabilidad contrastaba con la agresividad de los otros. Comenzaron a subir por un pequeño camino que iniciaba en la carretera y subía por un cerro, en medio de la oscuridad.

Delante y atrás de ellos iban varios hombres armados que caminaban con cierta seguridad. Obviamente, no era la primera vez que pasaban por ahí, pensó Yolanda.

Cuando llegaron al campamento a su cuñado le vendaron los ojos y le amarraron las manos. A ella sólo le taparon los ojos. A los dos les ordenaron que se acostaran sobre la tierra y les dieron una cobija.

En la madrugada sintió que alguien metía una mano en el bolsillo de su pantalón. Se movió y un hombre le preguntó qué tenía ahí. «Doscientos pesos que traigo por si se me acababa la gasolina», le respondió. El hombre tomó el billete y no revisó el otro bolsillo, donde ella guardaba un rosario de plata.

Sus captores les advirtieron que si querían ir al baño que avisaran, que no se levantaran sin decir nada porque podrían dispararles. En algún momento a ella le pidieron que alzara la cabeza y le colocaron algo como almohada (más tarde vería que eran dos overoles doblados).

Esa noche no pudo dormir. La misma idea le venía una y otra vez, más una esperanza que una certeza: quizá su marido no había escapado, tal vez sí lo habían mandado en un taxi a su casa.

«Señor, qué bueno que le vine a quitar un poquito de sufrimiento a él», se decía en silencio, mientras sentía cómo algunos insectos caminaban bajo su espalda. Al menos su «Beto» estaría en casa.

Su historia con «Beto»

Se conocieron a finales de la década de 1970 en Iguala, una ciudad que se extiende en un valle rodeado de montañas al norte del estado de Guerrero. Yolanda estudiaba ahí para ser educadora; Luis Alberto Castillo acababa de abandonar sus estudios en la Ciudad de México también para ser maestro y siguió a su papá, recién separado. Pronto, ella dejó luego la escuela para casarse con él.

En 1991, Luis Alberto perdió su trabajo y la pareja resolvió mudarse a Ahuehuepan, una comunidad de poco más de 500 habitantes con una sola caseta telefónica y prácticamente sin señal de celular. Abrieron una pequeña tienda a la orilla de la carretera, donde también abundan los restaurantes.

Tuvieron cinco hijos y llevaban una vida tranquila, incluso cuando Luis Alberto enfermó de diabetes y la dolencia empezó a afectarle la vista.

En 2012, sin embargo, las cosas habían cambiado: las ventas bajaron porque cada vez había menos personas que viajaban por esa carretera que conecta Iguala y Altamirano, dos ciudades donde grupos rivales del narcotráfico impusieron el terror a través de asesinatos, extorsiones y secuestros. Su intención: controlar importantes rutas para mover la goma de opio procedente de la amapola de las montañas hacia el mercado de Estados Unidos.

Según cifras oficiales, más de 25.000 personas han desaparecido desde 2007, aunque muchas de ellas han atraído poca atención. Esa realidad cambió el 26 de septiembre de 2014, cuando la desaparición de 43 estudiantes, tras ser detenidos por policías, provocó indignación dentro y fuera de México.

Poco más de 100 cuerpos han sido descubiertos en fosas clandestinas, aunque la mayoría permanecen sin ser identificados. El resto de los secuestrados en autobuses, carreteras o sacados de sus casas o una tienda, simplemente siguen desaparecidos. A diferencia de los 43 estudiantes, ellos son conocidos como «Los otros desaparecidos».

La mañana del 10 de enero de 2013, Yolanda salió a Iguala para ver si el Seguro Social tenía lista la cita para atender a su esposo de la retinopatía diabética que le estaba quitando la vista. Ese jueves, Luis Alberto se quedó en Ahuehuepan para atender la tienda.

Fue cuando una camioneta roja con cuatro hombres se estacionó frente a la tienda y uno de ellos entró y dijo a Luis Alberto que se iba a ir con ellos.

Beto, como le decían, era un hombre robusto y alto de 54 años. Intentó resistirse y se agarró de un tubo afuera de la tienda. Un segundo hombre bajó, le puso un arma en el costado y ya no opuso resistencia, según contó a Yolanda una mujer que observó a pocos metros el momento del secuestro.

Horas después, Yolanda recibió la llamada: «Yo soy el que tengo a su marido, si lo quiere volver a ver con vida necesitamos que me entregue 500.000 pesos», le dijo el hombre.

Eso era casi 40.000 dólares. Yolanda le dijo que era mucho dinero, que la familia estaba en medio de una crisis económica. Le repitió que consiguiera el dinero si quería ver a su esposo con vida.

tienda

Las llamadas se repitieron por una semana. El hombre exigía el dinero y Yolanda le decía que había conseguido algo, pero no la cantidad completa.

Cerca de las seis de la tarde del siguiente miércoles el teléfono sonó. En esta ocasión escuchó otra voz, una conocida: su marido.

«¿Sabes qué ‘chaparra’?», le dijo, «haz lo que tengas que hacer, vende lo que tengas que vender, porque aquí todos los días me dan una chinga que ya no puedo ni ver, ya no veo, ya casi no veo».

Yolanda le pidió que tuviera fe, que rezara, pero antes de poder decir algo más la voz del secuestrador le machacó en el oído que ya no le darían más tiempo.

«Ya nos cansamos de estar cuidando a este viejo», dijo el hombre y cortó la llamada.

El teléfono sonó tres horas después. ¿Cuánto dinero tenía? En total, 120.000 pesos, dijo Yolanda.

«Ya tráigamelos, ya tráigame lo que tenga reunido», dijo el hombre. Le dio instrucciones y le aseguró que después de que ella llevara el dinero, su marido regresaría a su casa en un taxi.

Yolanda puso el dinero en una bolsa de plástico, se cambió las sandalias por unos tenis y se puso un chaleco. Espero a su cuñado y se fueron en la camioneta usada de su papá.

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