Un disparo de escopeta remece el árbol. La madre y su bebé caen agarrados. Con ella se hará un festín y la cría, con suerte, llegará al regazo de Jhon Jairo Vásquez, el padre de los monos huérfanos por la cacería en el Amazonas colombiano.
Líder indígena de la comunidad Mocagua, asentada en los márgenes del río Amazonas, en el extremo sur del país, Jhon Jairo se mueve por entre la selva inundable con un morral que lo hace ver como una mamá canguro.
Dentro va Maruja, una hembra Lagothrix lagotricha o mono churuco que, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, está en situación «vulnerable», el paso previo a su clasificación como especie en peligro de extinción.
Pelambre gris, cráneo redondo, cola prensil y unos ojos grandes y asustadizos: Maruja tiene tres meses y hace dos que no se despega de Jhon Jairo.
«Una familia indígena se había comido a la mamá», comenta a la AFP este vicecuraca (autoridad) de la aldea Mocagua de 777 habitantes.
De 38 años, este tikuna es el alma de Maikuchiga, un albergue de madera rodeado de verde que ayudó a crear hace 14 años para «rehabilitar» y reintroducir al bosque a los monos huérfanos que reciben.
Jhon Jairo Vásquez, director de la Fundación Maikuchiga, lleva en su espalda en un morral un mono rescatado de los cazadores. (Foto: Raúl Arboleda/AFP)
En este punto de la Amazonía, donde se fusionan Colombia, Perú y Brasil en una frontera verde y porosa, Mocagua (escopeta en lengua tikuna) y Maikuchiga (historia de micos) también entrelazaron sus caminos.
Monos y escopetas
La historia de crueldad suele comenzar con un ¡pum!, cuando indígenas cazadores dirigen sus escopetas calibre 16 hacia árboles de 25 metros de altura.
«La mamá no va a entregar a su bebé, tienen que cazarla y al instante la cría cae pegada a la mamá. Algunos perdigones, plomos, alcanzan a fracturar o matar (al hijo)», sostiene el líder tikuna.
La carne de ella irá a parar a algún fogón y la selva habrá perdido a esta suerte de sembrador silvestre.
En sus extensos recorridos, por entre las copas frondosas, los churucos van expulsando las semillas que comen sin triturar, ayudando a regenerar los bosques.
Un bebé de mono Humboldt, mono choyo, mono barrigudo o mono lanudo gris, en inglés Wooly (Lagothrix lagotricha) acompaña a una niña distraída mirando un teléfono celular en la Fundación Maikuchiga, en la comunidad indígena de Mocagua, cerca de Leticia, Colombia, en noviembre de 2020. Fotos: Raúl ARBOLEDA / AFP
Los pequeños que sobreviven a la caza son vendidos como mascotas cuando no exhibidos a los turistas en las comunidades de la triple frontera. O con fortuna serán recuperados por Corpoamazonía, la entidad oficial que sirve de enlace con Maikuchiga.
Según Luis Fernando Cuevas, directivo de la entidad, desde 2018 han recibido 22 primates.
Se habla de «entregas voluntarias» porque quienes las hacen, al advertir la presencia de oficiales, alegan que se encontraron casualmente a los animales para eludir investigaciones sobre eventual tráfico o tenencia ilícita, explica.
Doble rehabilitación
Desde 2006 Jhon Jairo se lanzó a la «dura» tarea de convencer a los suyos del daño de la «cacería excesiva», que no solo satisface apetitos y rituales, sino, sobre todo, al mercado ilegal de fauna silvestre.
Renuentes al principio, los tikunas probaron el ecoturismo -frenado por la pandemia- y les gustó.
Hoy son cazadores «rehabilitados» que devinieron en guías ambientales que «protegen su fauna para el futuro», se enorgullece su líder.
Mocagua habló fuerte a quienes, en conexión con los traficantes, insistían en la cacería: «O sigues este proceso [de cambio] o te tienes que ir del resguardo».
Pero a Maikuchiga siguieron llegando huérfanos peludos y maltrechos de otros puntos del Amazonas. En estos años ya «van unos 800 monos rehabilitados», calcula Jhon Jairo, quien actualmente se ocupa de Maruja y cinco primates más:
Helena y Abril, de la misma especie de la pequeña; Papinanci, un mono nocturno (Aotus), y Mochis y su hijo Po, de la familia de los ardilla (Saimiri sciureus). «Aquí es el lugar donde se les está dando una nueva oportunidad de vida, la de volver a ser micos», afirma el vicecuraca.
Pero Maikuchiga se sostiene del turismo y a menos visitantes, menos recursos para los monos.
Sin adiós
Apenas amanece, Jhon Jairo se interna en el bosque con Maruja dentro de su morral. Va lanzando chillidos para atraer a los demás monos que cuida. En el segundo piso del albergue, prepara el desayuno para ellos: agua caliente con avena, leche en polvo y vitamina.
Helena, curiosa, se descuelga por los exteriores de la casa de madera. Solo Papinanci está encerrada en un cuarto pequeño con malla exterior.
«Si llega dañado sicológicamente su cuarentena va a ser larga. No pueden ver a un niño, a un hombre, porque lo identifican con el daño. Tiemblan», explica.
Cuando «ganen confianza», saldrán de la mano de Jhon Jairo o alguno de sus tres colaboradores. De a poco, los monos reconocerán árboles y se moverán en manada, experiencias que debían transmitirles sus madres.
«Hay otra cosa que deben aprender», enfatiza Jhon Jairo. Y son los «sonidos de los peligros»: de la selva y sus predadores. O a conocer que es «dormir fuera en un aguacero», añade.
Su «rehabilitación», sin un tiempo definido, solo termina cuando abandonan Mocagua y sus 4.025 hectáreas de protección.
«Nos damos cuenta de que están rehabilitadas cuando desaparecen». Jhon Jairo recuerda que lloró con las primeras ausencias. Todavía se estremece, pero se consuela cuando de otras partes le llegan noticias de manadas que se formaron con los huérfanos de Maikuchiga.