Opinión

El asombro, un hábito necesario

Cuando un país renuncia a pensar, meditar y dialogar sobre el refinamiento de su educación es porque está viviendo el esplendor de su decadencia. Su aspiración y respiración son el conformismo y la indiferencia. Eligió prescindir de proyectos sociales y espirituales para construir sus días. Carece de días propios, construidos, intuidos y diseñados; todos son ajenos, sujetos al capricho de lo mágico, de lo oscuro, de la contingencia y la ambigüedad. No hay preguntas, dudas, dilemas; solo certezas, seguridades dictadas por la superficialidad intelectiva y emocional. Ese país es una mujer o un hombre parados en una esquina, esperando la llegada del tiempo.

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Lo anterior encierra una tragedia mayor: la muerte del asombro. El desenlace necesario de la monotonía, pasividad y automatismo; hábitos incubados, nutridos y defendidos en la escuela y el hogar. Dos lugares enmudecidos por el conformismo y la indiferencia. Dos antiguos manantiales del conocimiento y las virtudes del buen vivir. Dos galaxias sociales donde sucedía el asombro propio de ser persona y de convivir; donde ahora gobiernan los dictados de la indiferencia, la queja y la renuncia. Y ya sabemos que éstos son los atributos del narcisismo social. Dos casas donde se privilegia lo banal y bajo; donde lo importante no entra en las conversaciones: el poder, disfrazado de autoridad, lo ejercen el dictado y la resignación.

De aquella muerte se sigue la muerte de la convivencia y la desaparición del diálogo. Es decir, la desaparición de la alta cultura social y el retorno de la cultura de la cueva: el imperio del primitivismo. He aquí la urgente función de esos dos irrenunciables respiradores de civilización: impedir el regreso del primitivismo; obstaculizar la desaparición de lo que nos hizo seres bondadosamente sociales: el asombro.

Si hay asombro, ocurre el diálogo. Si éste ocurre, aquél se multiplica. Una escuela colabora con la educación de la persona cuando lo que enseña circula en el diálogo; no en el dictado, esa aberración pedagógica. Un hogar educa cuando cada uno de sus espacios e instantes es habitado por la voluntad amorosa de conversar o dialogar. Son el diálogo y el asombro los antídotos contra nuestra enfermiza pasión por la normalidad sin cambios, giros, perturbaciones o vuelos verticales. Nuestra pobreza es la conclusión de una cultura alimentada por la agonía del asombro. Nos toca construir su alegre estancia entre nosotros, sin agonías.

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