Opinión

Silencio de gato, silencio de palabra

Vengo de una calle donde la gente ama ver morir de abandono a los animales. Allí un gato quieto es un animal que va muriendo. Un perro cansado, un cuerpo agonizando. Hay un enorme placer en matar cualesquiera aves. Placer de verlas tiesas y llenas de hormigas. Por eso las reinitas ya no abundan en los árboles: los abandonaron, porque ya no constituían hogares, resguardos, posibilidades de trinar y despertar raíces. No es el oficio de cazar para alimentarse, sino el gozo de matar para arrojar. Es el culto de suspender respiraciones y el ejercicio del abandono.

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Cada vez que regreso a mi casa y oigo a los gatos maullar la bienvenida, la memoria —ese animal vivo y sagrado que nos habita— me dona capítulos de la infancia y adolescencia, cuyos protagonistas aman tener animales para ejercer el poder y el abandono. Animales que piden un alimento que no nace en ese lugar: ternura para quienes no son personas. Digo personas, pero realmente son simulacros, sombras, entumecimientos del espíritu. Y al abrir la puerta, los miro dar vueltas alrededor de nosotros; los observo agitarse, llenarse de alazanes árabes. Los atiendo de soslayo —ellos lo saben— mientras me invade la pregunta de la ausencia: ¿cuándo y cómo asesinamos a los animales del agradecimiento que nos permitían celebrar las idas y venidas del otro? ¿Cuándo nos perdimos en el amor por el odio? ¿Cuándo nos convertimos en siervos del descuido? Ellos intuyen mi angustia; nos rozan y se sientan en los escasos lugares frescos de la casa, a esperar que elijamos las palabras y gestos del alivio.

Sé que debe de existir la Pedagogía de los gatos. De noche, ya tarde, me he acostumbrado a mirar cómo practican el silencio; cómo hablan con el silencio de las palabras. Aman mirar los lechos del lenguaje: lo que está ante nosotros, pero hemos escondido con nuestros miedos. Cuando oyen gritos, no los de las revelaciones, sino los de la muerte de la piedad, parecieran llenarse de una quietud radical. Devienen monasterio, mientras mi desesperación intenta escribir el grito de alguien que entra y sale de su casa, nos mira y escupe en nuestros saludos. Intento retener ese grito, congelarlo en una página. Testimoniar lo bajo. Desperdiciar palabras. Arrojarlas.

La quietud de los animales y mi vicio por el instante no conversan, pero están aprendiendo a escuchar. Así no vendrá la indiferencia: la bandera de los que usan el odio para gritarnos que aman este país. Ojalá que en la calle de mi respiración haya comenzado la muerte del descuido y la pasión por el cuido sea la oración compartida.

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