Opinión

Carta al prócer libertario

Publicidad

Querido prócer:

Sepa usted que apoyo la libertad de expresión irrestrictamente. La apoyo como realmente es y como se muestra en los estatutos de los derechos humanos: un espacio constituido por un antes y por un después. El antes: la libertad de expresión no tiene previa censura; el después: la libertad de expresión está sujeta a responsabilidades ulteriores.

Es decir, gracias a la libertad de expresión las personas tienen todo el derecho a opinar, incluso a insultar, y también, en ese espacio, otras personas, afectadas por el insulto, tienen derecho a señalar lo que ellos consideran agresiones generadas en el ámbito de la libertad de expresión, y por lo tanto, actuar en consecuencia. A nadie, sin duda, le simpatiza que lo insulten.
Ahora, ¿qué hacer con el insulto?

¿Acudir a la ley?

¿Insultar de vuelta?

¿Matar?

Lo justo debería ser devolver ofensa con justicia. Responder a la ofensa con ley.

Aunque no estaría mal devolver el insulto con más insultos.

Eso sí, insulte con arte, que insulto sin arte queda como muy de burros.

A estas alturas ya usted estará diciendo, «pero qué ridículo, qué iluso, qué perdido en la estratósfera el tal Fedosy». Y de seguro agregará: «Esto en Venezuela es un desierto sin bondad, acá no hay ley, acá no hay manera de castigar con justicia al ofensor. Así que yo insulto todo lo que me da la gana y además llamo a la guerra (a muerte) contra los tiranos. No hay otra salida».

Creo que hace falta que recordemos juntos —juntos—, apenas por un momento que, en el caso venezolano, quien trajo las ofensas, el gatuperio de las ofensas fue Hugo Chávez. Chávez, con todo su poder de líder carismático, con todo su gran amor por el pueblo, con toda su estampa de soldado bramador, trajo el odio amoroso a sus seguidores y el odiodio a quienes se le oponían. Y eso sigue allí, esa es su herencia suprema. Chávez, no cabe duda, usó su libertad de expresión a sus anchas, se la gozó completica. «Pero Chávez era el poder», dirá usted, «y no había manera de someterlo a esa estúpida ley de la que usted habla». Cierto, el Comandante nos llevó al extremo del odio con sus palabras, y no hubo quien lo parara.

Tanto usted como yo condenamos a los acólitos del odio amoroso que nos han ofendido —y réquete dañado— hasta el delirio, y además usted, es comprensible, expresa —expresa— que hay que «darles su merecido», sacarlos a fuerza de «patada y coñazo». Entiendo que lo «merecido», esas patadas y coñazos de los que usted habla implican exterminio, porque supongo que no pensará que con sólo golpecitos y pataditas irá a sacar a los sinvergüenzas que nos gobiernan. Y no es que yo adore a ultranza a esta gente, ni que la considere digna de respeto, ni me voy a rasgar las vestiduras diciendo que toda vida debe ser respetada y que soy un pacifista a toda prueba (además de un vendido traidor). Pero la idea de acabar a golpe y patada con el gobierno se me antoja tan ridícula que me da risa.

¿Quiénes los van a exterminar? ¿Nosotros, con nuestro enorme ejército de soldados dignos y honestos que está a nuestro favor?
El hecho es que usted y yo hemos sido ofendidos y dañados, y usted, por su parte, considera que hay que darle su merecido a los ofensores.

Por otro lado, lo veo a usted, querido prócer, en las redes, por todas partes, indignado, enfurecido, condenando a aquellos que, ofendidos por las palabras y las imágenes de una revista, salieron a «darle su merecido» a un grupo de humoristas. Y lo veo, además, reprobando a quienes intentan ser «políticamente correctos», como dicen por allí, justificando la matanza a través de las miserias de los humoristas (¿justifican entonces que un estudiante que salió a protestar merezca ser apresado y torturado porque, al fin y al cabo, era pésimo alumno?). Usted, como yo, lo tiene claro: un crimen es un crimen, allí no hay nada justificable, esa masacre no tiene perdón. Estos ofendidos, convertidos en peores ofensores, creen que su verdad los hace amos y señores de la vida. Ellos, fanatizados y violentos, juran ante su dios y ante su conciencia que su religión —su verdad— les da derecho a matar, a derramar el frasco de tinta de la libertad de expresión. El crimen de los humoristas es un horror del tamaño del infierno.

Ahora, yendo un poco más atrás, le confieso que me encuentro en una encrucijada con respecto a usted y a sus ideas, y no sé qué pensar, querido prócer.

A ver. Usted ha sido ofendido constantemente (por el odio amoroso) y entendemos que aquellos musulmanes radicales y fanáticos fueron también ofendidos. El humor ofende, en eso estamos de acuerdo, ¿no? Y diga usted lo que diga, ellos se sintieron ofendidos, y argumentos no les faltarían. Pero ellos, dueños de su supuesta verdad que todo lo puede, no insultaron de vuelta, no respondieron con más humor ni acudieron a la ley, sino que mataron a sangre fría, se transformaron, ya lo dije, en peores ofensores. Paralelo a este segundo punto, usted, en su calidad de ofendido y dañado, dice que hay que darle su merecido a los malos que nos gobiernan… Pero, ya va… ¡usted condena a los asesinos de los humoristas!

Dígame, ¿cómo pasamos de una condena de la violencia a una justificación de la violencia? ¿Por qué en una versión del mundo se justifica que el ofensor pueda insultar y en la otra que el ofensor deba ser castigado con todo el peso de la ira espiritual y física? ¿Por qué en una historia se concede la violencia y en otra se niega? ¿Acaso no estamos hablando de ofensores y ofendidos en ambos casos? ¿Acaso no estamos hablando siempre de poderes? Porque, amigo, una revista es un poder. Una revista se distribuye, tiene público, así sea pequeño y, como poder, puede direccionar, influir o simplemente coincidir (y por lo tanto empatizar) con el pensamiento de sus lectores.

Pues ya ve, no me cuadran algunas cosas suyas. Pero no haga caso. En verdad yo soy una persona simple que nunca termina de entender. Ah, y que se entienda, para que no quepa duda, para que no me malinterprete: no justifico, bajo ninguna circunstancia, el asesinato de los humoristas, y defiendo, a capa y tinta, la libertad de expresión (tanto que acá me tiene, arriesgándome al oprobio). Lo que quiero, y nada más, es tratar de entender por qué usted en algunos asuntos condena y en otros justifica y hasta promulga. Eso es todo. Porque de resto, yo soy Charlie Hebdo.

Muchas gracias.

Publicidad
Publicidad