Opinión

De Baruta a Chacao con un ex presidiario

Dos horas de cola fueron suficientes para conocer una pequeña parte de la vida de Leonel –su apellido me lo reservo por la confianza brindada durante el recorrido- un chico flaco, moreno de 1,66 metros de alto, carismático, humilde y sencillo.

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Eran aproximadamente las 6:40 de la tarde cuando salía de una pauta en la Plaza Bolívar de Baruta. Estaba con tres compañeros de mi antiguo trabajo. Caminamos a un lugar más céntrico para tomar un taxi y regresar a la oficina para descargar el material que habíamos grabado. El día y la pauta fueron perfectos para grabar la producción que teníamos estipulada en relación a las elecciones del 6D.

Llegamos a un lugar más concurrido en busca de un taxi que nos cobrara lo que teníamos a la mano unos 800 bolívares. Observo un taxi verde, de la casa Renault. Lleva el clásico cartel de taxista amarillo con letras blancas y luz amarilla. Saco la mano y lo detengo de inmediato. Le pregunto: ¿Cuánto nos cobras hasta El Rosal? Su respuesta inmediata sin pensarlo mucho fue: «Dame 700 flaca». «Perfecto, es lo que tengo ¡Vámonos!», respondo y asiento con la cabeza. Nos montamos y arrancamos.

A pocos metros de arrancar nos tropezamos con una cola que procuraba extenderse por horas. El taxista me pide que lo ayude a poner un CD, me dice que está debajo del reproductor de sonido y lo agarro. Bromeo con él. Me veo obligada a colocar a Ricardo Arjona un músico que honestamente no entra en mi repertorio musical. Saco el CD de su empaque y lo introduzco en el equipo y suena la melodía -ni idea de cuál era la canción.

Pasan unos pocos minutos y suena el teléfono celular del personaje.

¡Aló, aja, cuéntame!

Pasan unos segundos en silencio y baja el volumen de la música.

 ¡Coño, yo sabía que mi compadre iba a caer!—, grita un poco exaltado el hombre.

La llamada se extiende por 20 minutos y cuelga. En su cara se ve la angustia, aprieta el volante con fuerza y no deja de mirar de lado a lado, le pregunto si está todo bien a lo que me responde: «Mi compadre se cayó con los kilos, bastante tardó hasta que lo agarraron y yo en ese peo no me pienso meter y menos cuando la abogada está pidiendo 2.500.000 bolívares que nadie tiene». Me quedo en silencio un rato, mis compañeros ni se sienten, me pregunto si estarán asustados. El taxista comienza a conversar conmigo.

“Chama, es jodido. Estar en la cárcel no es nada fácil. Yo estuve 4 años, tres meses y 12 días preso”, comenta el hombre que de la nada y me mira fijamente. Por supuesto, llama mi atención de inmediato. No siento ni el más mínimo miedo o desconfianza del personaje. Por alguna razón siempre termino hablando con los taxistas, pero esta vez, su historia ha sido la más épica hasta los momentos.

Preguntas van y vienen de lado y lado ¿Qué te pasó? ¿Cómo fue? ¿En dónde estuviste? ¿Cómo es estar en una cárcel en este país? ¿Cómo se entienden entre los reos? ¿Qué es lo más feo que tuviste que ver? Su confianza me hace sentir a gusto, su manera de hablar me parece brutalmente honesta. En ocasiones su voz se quiebra, sobre todo cuando habla de su “maita” porque en las cárceles no se dice ni mamá o mami—, me confesó. Leonel me comenta que pasaba muchas noches llorando, extrañaba su casa, y que por una estupidez como la estafa ninguna de esas noches valía la pena. “La vaina más fuerte que tuve que ver fue la violación de un nuevo ingreso entre el número de mujeres que se había violado, es decir, 20 tipos se violaron a ese desgraciado y luego lo picaron en pedacitos, lo metieron en una bolsa negra y pa’ la basura”, me dice con la mirada perdida en la vía.

La vida dentro de una cárcel en este país es más ruda de lo que realmente me hubiese imaginado. Los códigos internos son estrictos, es imposible comerse la “luz”, afirma Leonel. “Una vez pasé varias noches conviviendo con 8 personas en una celda del tamaño de una caja de fósforos”, me dice el flaco con repulsión.

El día que le dieron la buena noticia a Leonel, simplemente no se lo podía creer. Pensó que le estaban jugando una mala partida y lo estaban “chalequeando”. Cuando le dieron la noticia se estaba afeitando de lo más tranquilo. En ese momento llegó uno de los guardias y le pidió que recogiera sus cosas porque estaba listo para irse a la calle. La libertad plena lo estaba esperando. “Chama, salí corriendo y le dije que me abriera la puerta, que no iba a recoger nada, lo que tenía en la cárcel se quedaba en la cárcel, eso era pasado”, comenta. Obviamente, la cosa no fue así de fácil. Hasta que no firmó todo el papeleo que conllevaba la libertad, no vio cielo. Sin embargo, Leonel sólo salió con su cédula de identidad, lo único que le quedaba después de haber recorrido tres cárceles por el país y haber terminado en Tocorón. “Busqué quien me diera la cola sin mucha explicación. No tenía nada de dinero y sólo quería ver a mi maita”, recuerda. Le dieron la cola, le brindaron el desayuno y así fue como llegó a Caracas para abrazar a su mamá.

Fueron 4 años de terror, inseguridad, tristeza, falta de vida, pocas sonrisas, noches solitarias. Aquel chico flaco y sencillo había cambiado su estilo de vida. Tuvo un hijo y vive por él. Trabaja honestamente aunque vivió “el infierno en carne propia”, como me dice de manera enfática mientras se agarra la camisa muy cerca del corazón.

A todas estas, mis compañeros no dicen ni una palabra. No sé si sus intenciones son escuchar su historia o si simplemente “están cagados”. Llegamos a nuestro destino y le pido la factura a Leonel. Me dice que la busque debajo de la pistola que está en la guantera del carro. Lo miro y le digo:

¿De pana?

¡Jajajaja, te asustaste, ¿no?! Toma, aquí está la factura y te dejo «esto» de regalo.

Le doy gracias y me echo a reír. Le pido su teléfono, nos bajamos del carro y seguimos con nuestra rutina.

Después de bajarnos del carro, mis compañeros respiraron. Por fin sentí que están allí. Me río de ellos y el resto es historia.

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