Opinión

El amor revolucionario y los avatares de nuestra virtud

A inicios de octubre de 2006, la campaña electoral de Hugo Chávez Frías, candidato y para entonces presidente de la república —bolivariana— de Venezuela, experimenta un cambio al extremo.De su discurso siempre belicoso pasa a una estrategia opuesta. Allí tenemos al candidato en un video, con camisa azul, mirando de frente a su público y diciendo lo siguiente:

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FOTO: REUTERS

«Siempre, todo lo he hecho por amor. Por amor al árbol, al río, me hice pintor. Por amor al saber, al estudio, me fui de mi pueblo querido, a estudiar. Por amor al deporte me hice pelotero. Por amor a la Patria me hice soldado. Por amor al pueblo me hice presidente, ustedes me hicieron presidente. He gobernado estos años por amor. Por amor hicimos Barrio Adentro. Por amor hicimos Misión Robinson. Por amor hicimos Mercal. Todo lo hemos hecho por amor. Aún hay mucho por hacer. Necesito más tiempo…»

Comenzaba así una campaña sustentada en el amor patrio. Pero no es la primera vez que el sentimiento amoroso sale a relucir en nuestra historia nacional. Luis Castro Leiva lo deja ver en «Las suertes de la virtud en la república», conferencia recogida en el libro Sed buenos. Allí Castro Leiva habla de los conceptos de virtud que giraron en torno a la constitución de nuestra república y que, no cabe duda, aún nos orbitan. Uno de esos conceptos hace referencia a lo que él va a llamar «sentimentalismo ético», un modo de percibir la ética ciudadana cuyo origen se remonta a Bolívar.

No obstante, tales ideas van a tener su origen, tal como explica el mismo Castro Leiva, en Montesquieu, y más atrás aún, en Gian Vincenzo Gravina, inspiración de Montesquieu para El espíritu de las leyes. Castro Leiva nos aporta una iluminadora cita de Bolívar: «El amor a la Patria, el amor a las Leyes, el amor a los Magistrados, son las nobles pasiones que deben absorber exclusivamente el alma de un republicano». Son estas las palabras del Libertador en Angostura, nos informa Castro Leiva. Allí, sin duda, está el amor y la pasión a la república.

No son de extrañar estas palabras de Bolívar: eran tiempos de apelar a la pasión, al amor a la Patria para exaltar el ideal libertario. También, acota por su lado Castro Leiva, detrás de esas palabras está la estatura maestra del Señor de la Brède, para quien la virtud en la república «era una cosa muy simple: el amor de la república», un sentimiento que vas más allá del conocimiento. Castro Leiva deja incluso colar un poco más en su cita. Para Montesquieu ese sentimiento amoroso lo puede tener «el más bajo de los hombres del Estado».

Es claro: el amor a la Patria debe privar, y ese amor puede estar en todos, es de todos y para todos. Chávez lo resumiría en la palabra «pueblo», y él, lo sabemos, se decía también del pueblo. Castro Leiva señala además que ese sentimentalismo ético está dado, por naturaleza, bajo una vertiente más o menos irracional. Así considerado, cabe preguntarse de una vez por todas qué tan lejos está ese ideal de venezolano virtuoso pensado en los tiempos formadores de nuestro hombre actual. ¿Qué tan lejos están tales ideas de ese amor de Chávez que le conocimos a partir del 2006? La revolución, tal como lo deja ver Castro Leiva, posiblemente se asienta sobre esta antigua ética sentimentalista y fundadora. No obstante, Castro Leiva va a contrastar tales pasiones amorosas con una visión mucho más «racional» y de corte contractualista de la república, dada por figuras como Juan Germán Roscio.

Roscio, sin dejar de inspirarse en Montesquieu o en Gravina, y también trayendo a Rousseau, quiso para la república una visión dada por una necesaria reunión de voluntades, de fuerzas individuales (y bienes individuales) en una fuerza general que llevarían a lo que el mismo Castro Leiva llama una «república comercial». Por esta vía cita a Roscio: «Se forman compañías en que cada socio pone por capitales aquellas virtudes intelectuales y corporales, que sirven de materia al Contrato Social». Roscio, sin perder como referente a Gravina, va a estar allí muy cerca del Derecho Romano. Es decir, según lo ve Castro Leiva, ese Contrato Social, «que confiera civilidad a la societas es, como lo afirma Gravina, un contrato nominado romano clásico, el contrato de sociedad».

Por supuesto, esta otra visión de la república tuvo su momento histórico en Venezuela y con el bolivarianismo se perdió. Castro Leiva anota los errores del presente como una deuda de pensamientos éticos del pasado que ningún bien le han hecho al país. Sin duda, su visión de Bolívar no es la que ha forjado la revolución. Por otro lado, ese amor a la Patria (el sentimentalismo ético) llevará como abstracción las ideas de igualdad y frugalidad: amamos esa idea colectiva que es el país y no nuestro interés individual. Por supuesto, el egoísmo capitalista (visto en este caso como un egoísmo sin prejuicios y beneficioso que aporta libertad y bien común) se condena y se destierra bajo la perspectiva de la ética sentimentalista. Lo que interesa es el amor a la Patria, no el bien egoísta del individuo. Ese amor, tal como lo ve Castro Leiva, desemboca en un modelo de acción virtuoso muy enérgico. Dirá ya al final de su ensayo:

«Viviendo la ilusión del modelo clásico, hecho de inestabilidad y zozobra, de peligro y ansiedad, animado por las pasiones y el concurso de ardores y vehemencias militares, nos hemos acostumbrado a ver en la esencia de nuestro patriotismo lo que B. Constant llamara ‘el espíritu de belicosidad del republicanismo antiguo’. Es por esto, diría, que en nuestra conciencia no entendemos muy bien el sentido de la paz, sino cuando hallamos la paz en la guerra o en la inestabilidad».

Allí, sin duda, casan, se unen, se encuentran, el amor, el discurso del enfrentamiento, guerra y enemigo de la revolución, y la idea del pueblo como abanderado del amor, donde lo irracional priva sobre el conocimiento. Allí, por supuesto, también tienen lugar común el ideario socialista y la pretendida virtud amorosa de la revolución.

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