Opinión

Claro que sí hay racismo en Venezuela

El venezolano bienpensante suele creer que no hay racismo en este país, que aquí nos decimos "negrito" y "negrita" por cariño y todo bien. Pero esa es apenas la capa superficial. Hay que raspar un poco más y encontraremos otras verdades desagradables. Sifrizuela lo hace en este texto

racismo
Composición gráfica: Yiseld Yemiñany
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“El 29 de noviembre de 1957, el archifamoso jazzista Louis Armstrong llegó al Hotel Tamanaco”, cuenta el arquitecto Nikolajs Sidorkovs en una columna sobre hoteles caraqueños, “Al hacer su ‘check in’ fue notificado de que el hotel estaba lleno. Eran tiempos en los cuales en Caracas, tanto en el Hotel Tamanaco, así como los cines Lido de El Rosal y el Broadway de Chacaíto no se admitían personas de raza negra”. Así, Armstrong fue trasladado al Hotel El Conde, donde recibió la suite presidencial.

Mucho ha cambiado desde entonces: Venezuela se fue detrás del sueño de la democracia petrolera y la modernidad para estrellarse con un muro rojo, Martin Luther King nos habló de sus sueños ante el obelisco en Washington, en el Dixie de bandera rebelde se replegó la segregación de Jim Crow –con su Ku Klux Klan de túnicas blancas, sus cruces en fuego y sus brutales linchamientos-, surgieron Malcolm X, Angela Davis y las panteras negras rebeldes de bandera pan-africana. Murió Luther King, se sacudió el mundo en 1968, Los Ángeles sucumbió ante los disturbios raciales en 1992 y la pandemia empujó a Estados Unidos a enfrentarse con sus espectros en blackface. Así, más abajo, entre antenas inservibles de DirecTV y guacamayas azules, hoy los venezolanos –siempre ante el sueño frustrado de ser el estado 51– nos preguntamos, como sacado del fondo de la colonia que fuimos: ¿hay racismo en Venezuela?

Sí, por supuesto que lo hay. Pero entonces, ¿por qué dudamos de su existencia si es tan claro? ¿Por qué no es notable y violento como lo ha sido en Estados Unidos? ¿Por qué no hay linchamientos de negros en manos de grupos de supremacistas blancos, por qué no hubo restaurantes y autobuses segregados por color?

Las respuestas están en los anales de nuestra historia particular y entre las palabras y textos que han armado el discurso oficial en torno a la raza.

No hay país multicultural que no peque de racista o étnicamente discriminatorio: desde los chinos hacia los tibetanos y uyghurs, pasando por los israelitas de origen europeo hacia palestinos y judíos mizrahi, hasta los árabes con sus empleados domésticos africanos y asiáticos. Aun así, para muchos –en especial aquellos que vivieron la llamada ‘democracia racial’ adeca como también muchos que se consideran conservadores o simpatizan con el trumpismo– tales ideologías y prácticas discriminatorias serían imposibles en un país tan vastamente mestizo como el nuestro donde las fronteras entre las razas son tan tenues.

Para otros, una vez sucumbiendo a nuestra eterna importación cultural americana, Venezuela es una suerte de Alabama segregada donde un negro no puede acceder a locales en Altamira y donde la represión del Estado funciona como parte de un racismo sistémico; visión que –por muy despegada que es de la realidad social del país– es esbozada tanto por progresistas de Twitter como por chavistas internacionales y nacionales por igual. Ambas visiones son fantasías que no responden a nuestra historia y nuestros hábitos.

Las castas coloniales

Venezuela, como cualquier sociedad caribeña, surgió de un proceso complejo de colonización que llevó a la creación de una sociedad rígidamente estratificada en grupos raciales con derechos y privilegios desiguales: normalmente con los blancos europeos y criollos (mantuanos) en la cima; los blancos de orilla, pardos e indígenas en las capas medias y los esclavos africanos en las bases.

Las mismas tensiones raciales incluso delimitarían a los grupos al inicio del proceso independentista (bien explica el historiador Miguel Izard que esclavos, llaneros y pardos se aliaron originalmente con el bando realista como rechazo a las pretensiones mantuanas de mantener sus privilegios mediante su separación de la Corona) y llevarían a violentísimos sacudones racialmente motivados como la limpieza étnica hacia los blancos –sin distinción de partido– cometida por Boves en 1814 y el pánico de Bolívar hacia la «pardocracia» que lo llevó a fusilar a Piar.

Pero una vez establecida Venezuela como Estado, dice Izard, “pardos, llaneros, y esclavos siguieron dependiendo del mantuanaje que, conquistado el poder político [previamente de los blancos peninsulares], no llevó a cabo” transformaciones sociales sino que tomó control de tierras llaneras y comunales y sujetó a castas y ex-esclavos a sus haciendas “por medio del endeudamiento continuado y perpetuo”.

Incluso después de la independencia, en palabras del escritor Humberto Jaimes Quero, “los blancos criollos siguieron gozando de derechos exclusivos naturalmente negados al resto de la sociedad” como el de estudiar en la Universidad de Caracas o ser miembro del Colegio de Abogados. Aun así, la independencia, los perennes conflictos civiles del siglo diecinueve, la bancarrota del mantuanaje y la creación de una república inspirada en los ideales ilustrados darían paso a un largo proceso de emancipación y liberación acompañado de drásticos cambios en la pirámide social.

De todos modos, sería ingenuo creer que las consecuencias estructurales de un sistema tan profundamente excluyente –marcado por la violencia sexual y los discursos que cosificaban o deshumanizaban a negros, pardos e indígenas quienes casi nunca tenían derecho a poseer propiedades (y que muchas veces eran considerados propiedades o peones) ni a acceder a la educación así como a ciertos roles, servicios básicos y posiciones– no continuaron ni continúan teniendo efectos en un país de pueblos desolados y anillos de miseria urbana. Entonces, si surgimos de un sistema profundamente excluyente del cual seguimos sintiendo efectos –heredados por medio del peonaje y posteriormente en la modernidad por medio de la desigualdad del acceso a servicios básicos– y si el racismo venezolano difiere del americano, ¿cómo es el racismo venezolano?

El racismo oculto y el mestizaje

“En América Latina, el ‘racismo funcional’ se limita sobre todo a la esfera íntima e individual, no es nunca expresado a viva voz”, decía la antropóloga venezolana-austriaca Angelina Pollak-Eltz en 1993, y la segregación racial “nunca ha sido institucionalizada.” Para ella, en Venezuela “falta una conciencia racial y por tal motivo no hay discriminación racial abierta. No cabe duda que bajo la superficie sí hay prejuicios hacia las minorías de piel oscura, pero sólo saltan a la vista en situaciones determinadas y nunca son expresadas abiertamente”.

Pollak-Eltz admite que aunque “hay posibilidades para ascenso social para todos, cuando la economía florece” la conciencia de clase, mucho más marcada, suele ir ligada con el color de piel, remarcando que las pieles oscuras son más comunes en las clases bajas mientras que la piel blanca es más común en los sectores afluentes. Similarmente, según la escritora Ligia Montañez, en Venezuela existe un “racismo oculto” en formas verbales y no verbales “muchas veces breves” pero “de significados implícitos, subyacentes, que insinúan una carga importante en el componente afectivo del rechazo”.

Entonces, ¿si venimos de una sociedad colonial tan estratificada, por qué no tenemos una conciencia racial que permita discriminación abierta? ¿Por qué nuestros prejuicios son ocultos, sutiles, bajo la superficie? La respuesta está en la épica del mestizaje.

Horrorizados por la violencia racial desatada por el proceso independista, las élites republicanas embarcadas en el desarrollo de la nación venezolana se verían obligadas a buscar un valor nacional y hegemónico que unificase a grupos tan disímiles. La respuesta fue el mestizaje: un discurso que iniciaría con el Discurso de Angostura de Simón Bolívar, donde remarcó que “no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles”, y que llegaría a nuestros días con las clases de preescolar donde aprendemos que ‘todos’ somos mestizos y que Venezuela es un crisol de razas; un país café con leche.

De hecho, a diferencia de otros países, Venezuela ignoró los datos acerca de la raza en los censos nacionales –una información que el Estado consideraba sensible– desde 1854 (año que se abolió finalmente la esclavitud) hasta 2011. ¿Pero qué tan café y qué tan leche es la épica del mestizaje? ¿Por qué parece haberse venido abajo con la llegada de la revolución bolivariana?

Aunque en el siglo XX, “Acción Democrática (AD) convirtió la noción homogénea del mestizaje en signo de la democracia, en símbolo del espíritu de igualdad y equidad que anima y tipifica el método democrático”, en palabras del catedrático Áxel Capriles y epitomizado por los angelitos multicolores de Andrés Eloy Blanco y por los llaneros con “la alegría jactanciosa del andaluz, el fatalismo sonriente del negro sumiso y la rebeldía melancólica del indio” en las novelas de Rómulo Gallegos, la épica oficial del mestizaje iría estrechamente ligada con las políticas de blanqueamiento que promovería el Estado como había hecho Argentina previamente: la idea de hacer a Venezuela más leche que café.

Mejorando la raza

El proyecto de blanqueamiento demográfico para “mejorar la raza” vino de la mano de intelectuales como Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri y Rufino Blanco Fombona, que alertaban sobre los supuestos peligros de la inmigración.

Según Uslar Pietri, en 1937, un proceso liberal de inmigración “atraería una verdadera invasión de negros antillanos, de coolies y de orientales, que provocarían consecuencias catastróficas” en “nuestra composición étnica”. Además, aunque criticaba ciertas actitudes del componente español e indígena, para Uslar Pietri la raza negra “no beneficia a nuestra raza de ninguna manera”.

Por su parte, Picón Salas, en una carta al presidente Angarita, le alertaba que era “necesario blanquear al país” pues este proceso había logrado “una de las mejores razas del mundo” en Argentina. Además, decía Picón Salas en su carta, había que blanquear a la población de Caracas y la región costera montañosa porque Caracas era ahora “más café que leche”, contrastando con la región andina: el gran «reservorio» de la raza blanca.

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Blanco Fombona alertaba que Venezuela se perdería ante una invasión de negros antillanos durante su tiempo como oficial de aduanas en Güiria. De hecho, la idea del blanqueamiento y la inmigración racializada quedó formalizada en diferentes leyes y políticas migratorias (en algunos momentos excluyendo hasta europeos del este, judíos, eslavos y árabes) tales como una ley de 1918 que prohibía la entrada a Venezuela de todos los extranjeros que no fuesen de la raza europea o japonesa.

Nuestro racismo de cada día

Sin lugar a dudas, las tensiones y divisiones raciales de Venezuela se han suavizado desde entonces como consecuencia de cuarenta años de democracia liberal, una drástica movilidad social auspiciada por el petróleo, la épica del mestizaje (personificada por el nombramiento de la Virgen de Coromoto como patrona de Venezuela, la escultura de María Lionza de Alejandro Colina y los murales de Pedro Centena Vallenilla) y el influjo masivo de inmigrantes europeos, árabes, judíos, latinoamericanos, caribeños y asiáticos. Aun así, los prejuicios y creencias racistas siguen existiendo en las formas (a veces no tan) ocultas y sutiles que han estudiado diferentes académicos.

Los ejemplos sobran: el requerimiento del local Cine Citta en Caracas en 2017 de que sus empleados fuesen blancos; términos como «pelo malo» e insultos como «indio», «peruano» o «pemón»; la obsesión de las abuelas por «mejorar la raza», comentarios despectivos y racistas sobre las trabajadoras del hogar («negras ladronas», «cachifas») y ese creencia perenne –heredada del blanqueamiento– que tanto pregonan ciertos sectores de clase media y alta sobre un supuesto «enfeamiento» de los sectores populares como consecuencia de la inmigración colombiana, peruana y caribeña.

Además, el prejuicio con las inmigraciones latinoamericanas, las “malas inmigraciones”, no solo es compartido por clases afluentes y populares por igual pues “en los barrios pobres”, dice Pollak-Eltz, “los andinos desdeñan a los costaneros y todos los venezolanos desprecian a los colombianos” sino que han contextualizado a estas poblaciones inmigrantes como chivos expiatorios para culparlas del crimen y la prostitución en Venezuela: porque todos hemos escuchado comentarios que culpabilizan a “colombiches” y “cotorros” de nuestra degeneración social.

Estas creencias y actitudes contemporáneas asemejan la percepción de muchos venezolanos en cuanto a los inmigrantes negros de Trinidad que llegaron a los campos petroleros a principios del siglo XX: como un peligro (como la visión de Blanco Fombona) o como unos salvajes, como creía Pedro José Rojas (el ingeniero del acueducto de Maracaibo), que falsamente secuestraban y sacrificaban niños blancos. Así, los trinitarios fueron inculpados de ser responsables de diferentes crímenes y problemas sociales, llevando al acoso policial y multas por “desacato a la autoridad” (cuando muchos ni hablaban español) que equivalían al salario de una semana. En 1933, Joseph Cook, un trinitario que vendía hielo y dulces en Caracas, fue asesinado con 3 disparos por un policía al no moverse del local donde vendía sus bienes.

El racismo, o endorracismo, incluso se solapaba ocasionalmente con la nacionalidad: en un programa de Televen de 2007, la periodista Beatriz de Majo invitó a una inmigrante italiana para justificar su visión simplista de los venezolanos como “unos seres devaluados”, “flojos”, borrachos y que “maltratan a sus familias”. Luego, dudaba de que el actor afro-venezolano Coquito (otro invitado) fuese trabajador. De Majo, aclaraba, que ella se libraba de dichos malos atávicos y esencialistas por sus raíces europeas.

No hay que mirar muy lejos al ojear nuestras redes sociales para encontrar ejemplos. Hace unos días, una señora blanca venezolana comentaba en su Facebook que “a mí no me gustan [los negros] en general. Y menos como huele un avión que viene de las islas del caribe” (sic). No sorprende, considerando lo que comentaba otra señora en un post de nuestra cuenta sobre parranda afro-venezolana: que nos fuésemos a Cuba, que el tambor no era venezolano; que era de babalawos y Fidel Castro.

Nuestro racismo no es un mero asunto de élites blancas contra un pueblo de piel oscura, sino un fenómeno multifacético y extendido. ¿Quién no ha escuchado que los judíos son pichirres y apátridas, que los árabes son ladrones y que los chinos son “cochinos”?

Este año, por ejemplo, el portal NTN24 Venezuela publicó una noticia sobre farmacias “abarrotadas tras la confirmación de dos casos de coronavirus en el país” acompañada únicamente de fotos de venezolanos de origen chino comprando. Igualmente, cuando se anunció la participación de Jousy Chan –venezolana de origen chino– en el Miss Venezuela, varios venezolanos dijeron en redes sociales que Chan se fuese “a comer murciélagos”, que “no nos representa” pues su físico “no tiene que ver nada con nosotros” (¿Y el crisol de razas?), que “ahora somos Chinazuela” y que “hasta en los concursos de belleza se está oficializando la pérdida de soberanía” de Venezuela ante el poder chino.

Estos comentarios recuerdan a los que se hicieron sobre la venezolana de origen sirio Mariam Habach cuando ganó la corona del Miss Venezuela en 2015. A pesar de sus rasgos caucásicos, ojos claros y pelo rubio, se dijo que Habach seguramente tenía valores retrógrados por “sus costumbres” árabes, que los árabes eran “doble moralistas” y hasta se hackeó su Twitter para poner comentarios como “soy niña de papa y mama arabe por eso me hace ser la más hermosa jaja les gane a todas sucias” (sic) y “ojalá toda la gene de Siria se Unda”(sic).

Debido a los ataques racistas Habach se vio forzada a aclarar: “Soy de aquí, y descendiente esa cultura, pero soy totalmente totalmente venezolana y tocuyana”.

Miss Eurozuela

Aunque Venezuela es un país de mayoría mestiza (según el último censo 51,6% se auto reconoce como mestizo, 43,6% se auto reconoce como blanco, 3,6% como negro o afro-descendiente y 1,2% como otro), un vistazo a los concursos de belleza y medios en las últimas décadas podrían hacer creer a un extranjero que nuestro país es de vasta mayoría blanca.

Según un estudio del año 2001 del catedrático Jun Ishibashi de la Universidad de Tokio, la presencia de gente negra en piezas publicitarias venezolanas era casi nula. Por su parte, la comunicadora social Isabel Velásquez de León concluyó en un estudio del 2004 que las mujeres blancas representaban 80% de las 150 cuñas analizadas. Los resultados no sorprenden en un país donde un concurso tan hegemónico como el Miss Venezuela “ha premiado ciertos rasgos fisionómicos y menospreciado otros”, en palabras de Humberto Jaimes Quero, pues hasta hace poco la participación era casi en su totalidad caucásica.

La preferencia racial del concurso no es mera casualidad. “La negritud venezolana no es bonita”, dijo el zar de la belleza, Osmel Sousa, en una entrevista, “si aquí hubiera una negra bonita, estaría en el concurso”. Luego agregó sentir “envidia” por las “negras bellas” de Colombia. Entonces, ¿dónde queda el autoestima colectivo cuando los patrones de belleza excluyen a grupos raciales mayoritarios?

No es cuestión de comulgar con la obsesión del progresismo norteamericano en cuanto a la representación multicultural en televisión y cine (que raya en lo ficticio e inquisidor), pero es simplemente insensato que hasta hace poco (aunque ahora la aguja el péndulo parece haberse ido a otro drástico extremo, como si en Venezuela no existiese una nutrida población blanca) la vasta mayoría de nuestras publicidades, actores y reinas de belleza fuesen blancos.

El mico mandante

Antes de abordar el racismo en nuestra política debemos primero desestimar una narrativa tan ficticia y propagandística como la del movimiento chavista anglosajón Hands Off Venezuela que “ha catalogado a sus oponentes, especialmente los de la diáspora, como ‘blancos y ‘privilegiados’ sin distinciones” y que ha buscado, “a través de salvadores blancos que atacan” e infantilizan “a la población que dicen representar”, apelar a una estrategia “usada por dictadores africanos en el pasado” para justificar crímenes de lesa humanidad y autoritarismo como un conflicto racial o una lucha anti-colonialista.

La perenne candidata presidencial del Partido Verde estadounidense Jill Stein es una mentirosa: no solo por inventar que la oposición venezolana ha matado a afro-venezolanos para marcar una pauta sino por usar fotos de saturación modificada para crear una inexistente brecha racial entre la Asamblea Nacional opositora y la ilegal Asamblea Constituyente.

Pero que esta narrativa infundada y apologista sea mera propaganda no quita que la oposición en sus primeros años, es decir durante la primera presidencia de Chávez y los eventos del 2002 y 2003 cuando era todavía una minoría política y conformada en su mayoría por las clases medias y altas, haya recurrido a imaginería y comentarios racistas.

Aunque normalmente la contextualización del pueblo chavista en medios opositores recurría a visiones clasistas y positivistas (como “hordas” y “turbas” irracionales y sin agencia contra “la sociedad civil”), los comentarios varias veces se solapaban con cierto racismo: preguntaba en Globovisión el actor y animador Orlando Urdaneta, en un programa transmitido en diciembre del 2002, que de dónde el chavismo sacaba “tanta gente fea” para luego decir que la boca de Aristóbulo se había pronunciado, víctima de una “prognosis goriloide”, además de tener gestos de gorila o primate de documental de vida silvestre y “una influencia cromañónica, neandertaloide (…) casi a nivel de banana”.

Basta una búsqueda de imágenes en Google para encontrar un montón de blogs de baby boomers venezolanos donde –en perturbadora reminiscencia a caricaturas imperialistas de África y a imágenes estadounidense de la era de Jim Crow– las caras de Chávez y Aristóbulo Istúriz han sido editadas al cuerpo de chimpancés, gorilas y orangutanes: el “mico mandante”.

La oposición, que por muchos años ignoró la identificación de sectores populares con los rasgos morenos de Chávez, finalmente viró su imaginería y discurso hacia lo popular alrededor del 2006 cuando el candidato Manuel Rosales lanzó la propuesta de la tarjeta de bienestar social “Mi Negra” con la imagen de la afro-venezolana Gladys Ascaño como representante del pueblo.

El chavismo, por su parte, sale quizás aún menos impoluto en cuanto a exclusión étnica y discursos divisivos.

Hijos de inmigrantes, ¡fuera!

En su texto The Color of Mobs, el catedrático venezolano Luis Duno Gottberg define dos prácticas de etno-populismo para la construcción del pueblo: en la primera (asumida por la democracia venezolana), la etnia es paradójicamente borrada en un proceso de asimilación donde “somos todos la misma gente, todos mestizos”, llevando a una forma de nacionalismo cívico definido por la adherencia del ciudadano individual a la ley, cultura y territorio más que a su origen sanguíneo particular.

La segunda forma, articulada por los gobiernos chavistas, está relacionada al nacionalismo étnico: a la adherencia del individuo a la nación por medio de su pertenencia a un grupo étnico (los mestizos, afro-descendientes e indígenas) pero que puede ser “una postura con cara de Jano” (dios romano con dos rostros) pues es mutuamente integrativa como divisiva: crea a un antagonista étnico y excluye de la construcción del pueblo a otros grupos. En el caso de Venezuela: a los blancos o más explícitamente, a los venezolanos de origen europeo, judío y árabe. ¿Acaso el chavismo no ha desaparecido la representación de blancos y catires en sus cuñas y vallas? ¿Acaso no han querido rehacer incluso el rostro de Bolívar, un blanco criollo, con rasgos zambos?

El rechazo a los inmigrantes de Europa y el Medio Oriente, y sus descendientes, es un leitmotiv en la hegemonía mediática chavista como parte de un proceso de fragmentación y polarización de la sociedad venezolana. En octubre de 2007, por ejemplo, se reportó y fotografió una protesta oficialista en contra del movimiento estudiantil en la cual se mostraban letreros con la frase “Hijos de inmigrantes de mierda, fuera” y se acusaba a las personalidades televisivas Fabiola Colmenares y Erika de la Vega (ambas de raza blanca) de “extranjera de mierda” y “sucia extranjera perra”, respectivamente.

La discursiva anti-inmigrante, o anti-descendencia de inmigrantes, y nacionalista también se planteó en medios formales como cuando –igualmente en el ambiente polarizado de 2007– el escritor Luis Britto García pidió la abolición de la segunda nacionalidad pues “no se puede servir al mismo tiempo a dos patrones”. No es de sorprender, considerando que en 2003 Mario Silva afirmaba que los inmigrantes europeos y sus descendientes eran “nuevos conquistadores” fascistas cuya herencia era el odio racial y político hacia las mayorías.

De igual forma, Vladímir Acosta –el mismo año y en Aporrea.com– criticó la supuesta dominación de la industria, los medios y el mercado por parte de grupos extranjeros (“hijos de españoles, hijos de gallegos o de portugueses e italianos” en contraposición a venezolanos que llevan en el país “cuatro, cinco o siete generaciones”) para después señalar sectores tan amplios como la profesión médica, las areperas, los medios televisivos, la educación privada, el transporte, la industria textil, las actrices, e incontables comercios y áreas técnicas de ser supuestamente dominados por estos grupos “extranjeros” y sus “contravalores racistas y colonizadores”, señalando a españoles (a quienes acusa de establecer educación franquista y derechista a través de los colegios católicos), portugueses (acusa a los supermercados de ser “verdaderas mafias portuguesas”), italianos, gallegos, canarios, judíos (“de distinta procedencia cierto, pero todos de origen extranjero”), chinos, árabes, armenios, franceses, alemanes y los hijos de estos grupos como parte de esta supuesta cúpula “extranjera” que rige el capitalismo en Venezuela.

El diario oficialista Vea fue un poco más allá al asegurar que “buena parte de esa clase media rica tiene un origen fascista” debido a los componentes italianos y españoles que el periódico acusa de ser franquistas o escapados durante la caída del régimen de Mussolini.

Así, dice Tomás Straka, ciertos sectores de la revolución bolivariana buscaron deliberadamente impulsar “la desidentificación” bajo el lema “Que se vayan” utilizado “con particular saña contra los inmigrantes y sus hijos, especialmente si son blancos y europeos: ‘que se regresen’ por no hablar de las agresiones a la comunidad judía a pesar de no haber especial xenofobia –mucho menos antisemitismo– en el venezolano promedio, pero, aparentemente, hay quienes han querido fomentarla con fines políticos”.

En 2009, un grupo de motorizados –tras el rompimiento de relaciones de Venezuela con Israel– irrumpió en la sinagoga Tiféret Israel en Caracas, pintaron una esvástica en la pared y tiraron la Torá y otros objetos de culto al piso.

La retórica anti-descendientes de inmigrantes incluso ha servido para atacar a la diáspora venezolana: en 2016, en el programa televisivo “Y si lo pensamos bien” de VTV, la comunicadora social Carmen Cecilia Lara dijo que “si se hace un estudio de los jóvenes que se han ido entre los últimos 10 años, podríamos decir que en un 60% son de familias de origen extranjero. No es que estemos en contra de eso, pero cuál es el propósito de la inmigración en el país (…), si el propósito de la inmigración es blanquear el país. Por supuesto, imagínese usted, cómo crecen esos muchachos e hijos de extranjeros, esas personas no crecen con el amor a la patria”.

El fotógrafo Roberto Mata escribió en Prodavinci (2014) la anécdota real sobre cómo “María Gabriela decidió cruzar la plaza Diego Ibarra” en el centro de Caracas y “No lo logró.” La joven, rubia y de ojos claros, llevaba cuatro años yendo al Ministerio Público en metro. Un día, tratando de cruzar la plaza Diego Ibarra, “veinte hombres la rodearon sin amabilidad y con disciplina. La humillación verbal fue un patrón cumplido a cabalidad. Empujones. Agresiones, “los genes del abuelo alemán que llega huyendo de la Segunda Guerra Mundial” sirvieron como “clave para el prejuicio” pues “sus ojos verdes no entienden al pueblo ni al barrio, le aseguraron”. Ante tal situación, María Gabriela respondió “¡Soy tan venezolana como tú y el centro de Caracas nos pertenece a todos!” pero los hombres respondían “¡No, tú no perteneces! ¡Vete, que no mereces estar aquí!”. La indiferencia, y hasta promoción, del Estado se plasmó a través de la Guardia Nacional que “observó todo desde el otro lado de la calle. Sólo contempló. No actuó”.

‘Quien no es chavista no es venezolano’, dijo Chávez en 2012. Aparentemente, según la retórica chavista, quien desciende de europeos, judíos y árabes tampoco.

La destrucción del indígena

Quizás las mayores víctimas de racismo sistémico en Venezuela son las decenas de etnias indígenas que pueblan las junglas de Guayana, las riberas del Orinoco, los montes selváticos de Perijá, los desiertos guajiros y las ciénagas zulianas. Desde la conquista de sus territorios y la creación de la encomienda, hasta las expropiaciones de tierras comunales en el período republicano, los grupos indígenas han sido muchas veces contextualizados como un obstáculo al proceso unificador de la nación. De hecho, dice el historiador Tomás Straka, existió en tiempos republicanos “una prohibición a quienes habitan en el centro del país de autodenominarse ‘indios’ y su acriollamiento forzoso de 1882 en adelante”, además de expediciones militares contra los wayuu de la Guajira en 1870.

Vistos como un obstáculo a la explotación mineral y de hidrocarburos, la expansión de las industrias extractivas, agresiva en todos los sentidos, ha contextualizado a los indígenas como obstáculos a la modernidad y a sus tierras como territorios vírgenes y vacíos idóneos para la explotación medioambiental.

Así, cuenta Straka, se organizaron en la primera mitad del siglo XX “expediciones armadas contra los indígenas de Perijá, incluyendo bombardeos aéreos, para la expansión de la industria petrolera”.

Según el historiador Miguel Tinker Salas, estas campañas contra los indígenas bari del Perijá incluyeron trampas cazabobos (en los años veinte), alianzas entre monjes capuchinos y petroleras estadounidenses (en los años cincuenta) y hasta una sugerencia del periódico maracucho Tropical Sun que propuso gasear a los bari (en 1928). La situación con los bari llevaría a que el antropólogo francés Robert Jaulin publicase un libro sobre ellos titulado La paz blanca (1970) donde redefinió el concepto de “etnocidio” o exterminación de una cultura sin necesariamente exterminar su gente.

racismo

Aunque el chavismo se ha ufanado de haber incluido los derechos indígenas y las lenguas indígenas como idiomas oficiales en la Constitución venezolana, en la práctica han cometido una destrucción ambiental y cultural de los territorios indígenas mayor a la de los gobiernos democráticos. De acuerdo a un estudio de 2013 de la Red ARA, 92% de las mujeres yekuana y yanomami sanemá tenían niveles de mercurio en su sangre mayores a los establecidos por la OMS. 37% de estas mujeres sufrían complicaciones de parto por la exposición al mercurio.

El caso más emblemático es el de la etnia pemón en el estado Bolívar. Aunque la explotación de sus territorios data por lo menos desde el segundo gobierno de Caldera y su “conquista del sur” para construir un tendido eléctrico que atraería la minería, la situación ha encontrado su acabose en el Arco Minero del Orinoco creado en 2016 sobre parte de los territorios del pueblo pemón.

Aunque en 2001 se delimitaron los propiedades territoriales de los grupos pemones (a diferencia de la propiedad comunitaria ofrecida por Caldera, que fraccionó los significados del territorio), los territorios jamás fueron entregados. En su lugar, se creó el Arco Minero que ha traído paramilitares y explotación desenfrenada de la minería sobre las tierras pemón, azotando a la etnia con esclavitud, violencia, prostitución y hasta la reaparición de la fiebre amarilla y la malaria.

Una situación similar sucede con los yukpa del Zulia, cuyos territorios fueron demarcados por el gobierno de Chávez por medio del archivo escrito de ganaderos criollos y no por “el mapa oral y memorioso de los yukpa”, en palabras del catedrático Santiago Acosta, lo cual demuestra “la lógica de una administración colonial” en el Estado al favorecer el archivo escrito de criollos sobre la tradición oral de los indígenas.

Incluso la crisis de salud ha afectado desproporcionadamente a los indígenas: los warao de Delta Amacuro están siendo diezmados por una cepa particularmente letal de VIH (y que afecta más a los hombres), sin tener acceso a un sistema de salud. Según un estudio de 2013, 9,55% de los habitantes de las ocho comunidades warao estudiados habían contraído VIH. En comparación, el VIH en el África subsahariano –la región donde más prevalece el virus según la OMS– tenía una presencia de 5%.

Entre mercurio, oro ensangrentado y SIDA, sucumben los primeros venezolanos.

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