Opinión

“Podrás ser gente”

Carolina Jaimes cuenta la historia de Irina, una mujer inmigrante que decidió venir a Venezuela tras la segunda guerra mundial. Irina cuenta que en Venezuela consiguió lo que en otros países le habían negado: ser gente

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La conté hace años, pero es de las historias que vale la pena repetir. La recordé la semana pasada, cuando entrevistaba a Tulio Hernández para mi programa Rompecabezas de EVTV Miami:

Conocí a la señora Irina Nimchikova en su posada Macrovia de Morrocoy, donde estaba feliz atendiendo a sus huéspedes. Tenía sobradas razones para estar feliz, porque vivía en un paraíso. Pero no toda su vida fue así. Me contó que había nacido en Rusia, de donde huyeron a Yugoslavia, porque su familia estaba siendo perseguida por los bolcheviques. Estando en el país balcánico comenzó la Segunda Guerra Mundial. Tenía apenas 16 años. Ya no recuerdo si sus padres fueron asesinados, pero ella se vio sola, en un pueblo que constantemente era bombardeado. Los alemanes que lo habían tomado no le permitían entrar en los refugios antibombas porque la consideraban “sub-humana”. En el último de esos bombardeos, en el pueblo sólo quedó en pie la casa donde ella vivía. No puedo imaginarme el horror que eso significó para la joven.

Cuando terminó la guerra, Irina estaba buscando para dónde irse a rehacer su vida. Asistió a una especie de “feria” de naciones, donde los países participantes ofrecían visas para los inmigrantes. Ella quería irse a Canadá, pero en Canadá le exigían papeles y ella sólo tenía el traje que llevaba puesto. Consideró también irse a Brasil, pero en Brasil también le pedían alguna identificación válida. Ya estaba empezando a desesperarse. En Europa no había condiciones para empezar de nuevo.

Se sentó en una silla pensando qué hacer, cuando notó que un señor la miraba desde el stand de Venezuela. “Venezuela”, trató de recordar. ¿Dónde había ella oído hablar de Venezuela?… Recordó que cuando cursaba sexto grado, el último que había cursado, había estudiado el Río Orinoco. Pero más allá de eso, no tenía referencias de nuestro país.

El señor que la miraba era nuestro cónsul. Irina recuerda que era de apellido Colmenares. Él se le acercó y le preguntó que qué le pasaba. Ella le contó que quería emigrar, pero que para dónde quería ir, necesitaba papeles y ella había perdido todo.

“¿Y no te quieres ir para Venezuela?”, le preguntó con suavidad. “¿Y qué podré hacer yo en Venezuela?”, le respondió ella con otra pregunta. Entonces el señor Colmenares le respondió con una frase memorable, una de las más hermosas expresiones de nuestra venezolanidad:

“En Venezuela podrás ser gente”.

Irina, con lágrimas en los ojos, me dijo:

“No lo pensé dos veces. “Ser gente” se me había negado toda mi vida. Y si había un sitio en el mundo que me ofreciera esa posibilidad, para allá me quería ir”.

Irina se vino para Venezuela. Aquí se casó y tuvo a sus hijos. Más tarde en su vida se fue a Inglaterra, donde aprendió la técnica de Alexander, unas terapias que, corrigiendo la postura, corrigen otros problemas o defectos.

Pero el país donde pudo ser gente no se le quitaba de la cabeza y menos aún de su corazón. Regresó y se instaló en Morrocoy. No supe más de ella, pero su historia es una de las más hermosas que he escuchado sobre la inmigración.

Aquí hemos perdido muchas cosas, ciertamente. Pero esa semilla de generosidad, cordialidad y empatía la tenemos muy arraigada. Sólo espero que muy pronto podamos volver a decir, ya no sólo para los extranjeros que quieran venir, sino para nosotros mismos, “en Venezuela podemos ser gente”

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