Cuando juega la selección en los últimos tiempos, los futboleros nos transformamos. Resultados negativos, la deuda con Peseiro, el interinato de Leo González, el silencio sobre las negociaciones con un nuevo seleccionador, nos reúnen en las redes sociales para desenfundar el armamento pesado y descargar toda la artillería posible. Hay razones. Es lógico.
Le damos la espalda a nuestro campeonato nacional y eso es normal. Lo veía hoy justo en un noticiero argentino donde recalcaban que cada vez que juega la Albiceleste, se olvidan de que el torneo local está en pleno apogeo. Y eso que allá hay mucha gente que es de Boca o River y luego de su selección.
Volviendo al tema: mientras la Vinotinto acapara nuestro desafuero contra el fútbol, en la Fase Final B está un equipo que reivindica la alegría del juego. No está entre los seis grandes que merecidamente disputan el título del campeonato en otra instancia, pero pelea un cupo internacional (y tiene toda la pinta que lo va a lograr) en medio de su modestia, luego de ascender justo este año a la primera división.
La primera vez que me topé con Hermanos Colmenárez fue en 2018. Estaban en segunda división y jugaban contra la ULA en el Soto Rosa de Mérida. Yo tenía que narrar un juego de Estudiantes y aproveché que el choque de la segunda categoría era en horario matutino y los fui a ver. Eran una parranda de muchachos que le sacaron un empate a un equipazo que estaba dirigido por el mismísimo Jorge “Zurdo” Rojas. Me gustó el desparpajo con el que jugaban.
Y creo que esa ha sido su premisa. Justo cuando en la burbuja de Mérida en 2020 aparecía como uno de los equipos que posiblemente ascendería a primera, recordé aquel duelo en el Soto Rosa pero me podían más los prejuicios: “¿Cómo un equipo que se llame como una ferretería o carnicería podía ascender?”. Era un prejuicio ridículo.
Ascendieron. Su casa es el Agustín Tovar de La Carolina en la capital de Barinas, hasta ahora el templo sagrado del Zamora, cuyos recuerdos todopoderosos campeoniles se están quedando atrás. “Los Guerreros del Poblado”, se hace llamar Hermanos Colmenárez. Ese poblado es Sabaneta, el pueblo que parió nada menos que a Hugo Chávez, pero de ahí es solo su domicilio fiscal. Su dueño, el señor Luis Colmenárez, le puso ese nombre al equipo en honor a sus dos hijos, los cuales forman parte de la institución.
En su plantel aparecían nombres interesantes como Johan Osorio, Luis Melo, el eterno Moisés Galezo. Todos con pasado en el otrora grande Zamora. Sin embargo, poco se sabía de ellos. Con una importación de colombianos, aparecieron en el Grupo Occidental, en medio de pesos pesados como Estudiantes, Táchira y Zulia. Y comenzaron a dar de que hablar.
Y no por sus resultados sino por lo difícil que se le hacía a los rivales derrotarlos, sobre todo en La Carolina. Luis Pacheco, su técnico, un experimentado formador de categorías menores, le dio rienda suelta a un plantel en el que la premisa es lo físico. Así lo pregona Pacheco y el equipo le da resultados: tienen una resistencia descomunal, pero además, juegan con una intensidad demoniaca.
Su reacción sobre el final de la fase de grupos les permitió meterse en la Fase Final B. Estoy convencido de que si el calendario tuviera 30 fechas, hoy estuvieran compitiendo por el título absoluto y un lugar en la Libertadores en la Fase Final. Es el equipo más en forma del país, con el permiso de Monagas y Metropolitanos, pero es su modestia lo que le hace más llamativo.
Su cuarteto de ataque es demoledor. Tres colombianos (Anuar Peláez, Wilmar González Aguinaga y Juan Camilo Zapata) han anotado 31 goles y con el otro volante ofensivo (Magallán) forman un cuarteto que cuando recuperan la pelota en el mediocampo, te atacan en manada, con precisión, velocidad, vértigo y mucha magia. Es que el talento individual de sus neogranadinos está mezclado con esa buena forma física que pregona su técnico para hacer de ellos el equipo más letal en ataque.
No influyó en nada que dos de sus figuras trascendentales en ese logro de meterse en la Fase Final B como Pedro Ramírez y Antonio Romero hayan dejado el equipo en circunstancias aún no aclaradas: el equipo no se resintió y con su corta plantilla, sigue aplastando contrincantes.
Tiene fallas defensivas. Su arquero, Camargo, es figura a pesar de que el equipo pueda golear, lo que habla de su filosofía de juego: atacar, asumir riesgos que a veces son extremos. Sin embargo, el fútbol agradece estas propuestas porque son un colirio para todos los que vemos fútbol venezolano desde hace tiempo. Por ese afán desinteresado de querer jugar bien, de atacar por sobre todas las cosas y su humildad, Hermanos Colmenárez hoy merece que unas líneas le sean dedicadas, porque más allá de si clasifican o no a la próxima Copa Sudamericana, todos nos acordaremos de sus colombianos y de su juego desenfadado.
Hace poco, un técnico de un equipo que participa en la Fase Final A me dijo: “Dame un solo colombiano de esos de Hermanos Colmenárez. Con uno solo hago mucho”. El fútbol venezolano entero se ha rendido a los pies de un equipo que no solo fuera de su casa es visto con simpatía: logró meter la noche del jueves a casi dos mil personas en la principal de La Carolina.
Gracias, profe Pacheco, por este oasis de juego que han sido los Guerreros del Poblado. Gracias por rescatar la alegría del fútbol.