Política

Gorbachov, un legado contradictorio

"Quien destapa la verdad acaba con el sistema opresor y paga caro por ello", reflexiona aquí Ramón Guillermo Aveledo: y Mijail Gorbachov es un ejemplo

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Gorbachov
Natalia KOLESNIKOVA / AFP

Cuando fui a Rusia en 1994 y 1996, me impresionó el contraste entre el prestigio y la popularidad internacionales de Mijail Gorbachov y su impopularidad en esa enorme nación que diría Churchill, es “un desconcierto, envuelto en un misterio, dentro de un enigma”. La había visitado veinte años antes, en plena era soviética con Brézhnev en el timón, el jefe de la KGB Andropov y el más ideológico Chernenko lo sucedieron, antes del ascenso de quien acaba de fallecer, lejos del poder, el 30 de agosto. El motivo ilustra las dos aguas, turbulentas ambas, sobre las cuales debía navegar: para una parte, mayoritaria, del país era el último gobernante del detestado sistema socialista, mientras para la otra era un traidor que había destrozado la grandeza nacional, léase imperial aunque no se usara el término, al desmembrarse la URSS, el Pacto de Varsovia, el COMECON y disolverse el Partido Comunista.

Vladimir Putin ha caracterizado aquellos eventos como una “catástrofe geopolítica”, en lo que coincide con lo afirmado por el difunto Hugo Chávez ante una atónita convención del MAS, por entonces su aliado, en 1999 o 2000. Como es sabido, en apariencia no por el orador, los naranjas tienen en su partida de nacimiento a los libros de Teodoro Petkoff tachado de antisoviético por la prensa oficial de allá, así como los escritos de Pompeyo, Muñoz y Caballero.

Gorbachov fue el primer líder del Partido Comunista soviético egresado de la universidad y no de la escuela del partido. Nacido en 1931, no había sido héroe de la revolución ni de la Gran Guerra Patria, como llama la narrativa oficial a la Segunda Guerra Mundial. Tenía 54 años cuando ascendió a la Secretaría General en un Politiburó con promedio de edad sobre los setenta y en un Estado en la orilla de la inviabilidad, emprende la política de “aceleración”. Su primera iniciativa de significación fue la política de lucha contra el alcoholismo, no en la línea de la ley seca estadounidense de 1917, sino regulación de precios del vodka, vino y cerveza, limitación de su venta, penalización de la embriaguez en público, del consumo de bebida en trenes y sitios públicos, con duro impacto en las finanzas públicas. Pronto llegaría a la conclusión de la necesidad de reformas radicales, como la “reestructuración” o Perestroika y “transparencia” o Glasnost.

Lo que no comprendió este hombre bien intencionado es que el uso de la fuerza y la corrupción eran más que lubricante, combustible del sistema. Y que ciertas prácticas del poder reflejan características nacionales y prácticas sociales que anteceden a la era soviética y como es evidente, la han sobrevivido.

“El mayor demócrata que ha tenido Rusia” dijo de él Nina Kruscheva, profesora de Política Internacional en Nueva York, donde su bisabuelo Nikita, denunciante de los horrores stalinistas diera un zapatazo en el pupitre en la Asamblea de la ONU de 1960. Sin la crueldad de Stalin, el sistema soviético siguió más o menos intacto por casi tres décadas más. A Kruschev lo pasaron a retiro en 1964.

El ensayista norteamericano George Will destaca para The Washington Post que Gorbachov no usó la violencia cuando sus compatriotas protestaron, aunque fue intransigente a la petición del líder laborista británico Kinnock por la libertad del disidente Sharanski. Cree que es una pesadilla en el sueño de Xi Jinping, porque le recuerda la suerte de quienes se atreven a reformas de apertura en sistemas cerrados. No creo que ese riesgo perturbe el sueño del líder chino.

Cuando renuncia al cargo, en diciembre de 1991 quejándose del atraso que la URSS, a pesar de sus recursos naturales e intelectuales, tenía con relación a otros países, debido al puño de “un sistema de comando burocrático” al servicio de la ideología, ya el Estado estaba deshecho. Rusia, Ucrania y Bielorusia habían reconocido mutuamente sus independencias, las repúblicas bálticas se iban, como lo harían otras y el bloque socialista dejaba de serlo a velocidad pasmosa. En 1994, en Rumania y Hungría ya parecía un remotísimo recuerdo.

La moraleja -¿o deberíamos decir “amoraleja”?- es que el totalitarismo, cualquiera sea su signo, necesariamente basado en la mentira ideológica, es impotente ante la verdad que lo debilita como la kriptonita verde a Superman en los cómics. Quien destapa la verdad acaba con el sistema opresor y paga caro por ello.

Con Mijail Serguéyevich Gorbachov, leo en artículo de Aveledo-Coll en Diálogo Político de Montevideo, muere la última ola democratizadora del siglo XX. Del prometedor XXI, consumida ya poco más de una quinta parte, por lo pronto podemos decir que ha traído un reflujo autoritario, tanto en países con propensión al poder fuerte como en sociedades de historia e instituciones democráticas. Gran desafío este.

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