Opinión

Mala Prensa y mal poder, un círculo viciado

La prensa vive agitada por un largo período de cambios, si bien no debemos arredrarnos ni pensar que son mayores que los que se han vivido antes y, sí en cambio, confiar en seguir trabajando bien y siempre corrigiendo rumbos perdidos o pasos desdeñados.

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La prensa es un bien público en deterioro

Un periodista debe bajar al barro cada día y mancharse; pero no demasiado y no sin saber que ha de contar con una ducha con la que presentarse luego digno, porque es un servidor público, que con su trabajo debe hacerse respetar para que su palabra lo sea.

Sin embargo la prensa hoy aparece entre manchada y dañada. Enumeraré algunos peligros que padece en el nuevo siglo XXI, empezando por el peor después de la violencia: El descrédito.

El que hemos llamado con orgullo en Occidente “Cuarto poder” ha bajado de nivel, ético hacia dentro y moral hacia fuera, de forma que el periodista se siente menos y el poder lo siente menos y de resultas el público lo cree menos.

Este declive no sucede aisladamente sino como parte, accidental pero también cómplice, de un deterioro del poder democrático. El poder se ha vuelto espectáculo como ya antes la prensa decayó hasta traspasar la línea, de la información, hacia el ruido comunicativo y, de éste, hacia el puro espectáculo; y peor: creyendo dirigirlo, primero, pero finalmente viéndose degradado a un mero actor más del circo.

Este declive ya lo advirtió Mario Vargas Llosa hace un par de décadas en un ensayo premonitorio.

De resultas, si la prensa no se toma en serio así misma, y sus editores y sus accionistas empezaron ya a no tomarse en serio hace décadas, tampoco la prensa puede pretender ser tomada en serio por el público.

Cuando el público cree que para periodistas y medios lo importante es el dinero no se refiere a que no deban poder pagar sus facturas y apartamentos, sino a que los ven ir tras del dinero y no en pos de la información.

En cada lugar tendrá sus matices distintos pero, por cuanto al Occidente, un viejo amigo polaco, señero corresponsal de guerra, Ryszard Kapuscinski, me abrió en parte los ojos durante una visita antes de morir:

“Cuando los periodistas empezamos a ganar dinero y cenar en buenos sitios nos suicidamos”.

Kapuscinski se refería a acomodarse y aburguesarse. Yo ya conocía por entonces a enviados especiales que empezaban a negarse a viajar si no iban en primera. Su status por delante de su servicio a la ciudadanía.

Las libertades de prensa, de expresión y de acceso a la información son los tres derechos del ciudadano vinculados a la profesión periodística. Si los primeros se refieren a que la comunicación y la expresión a través de medios requiere un ejercicio libre y sin injerencias del poder, político, empresarial o social, el último fija el derecho a acceder a información, controlada por alguno de esos poderes.

Pero si la prensa se ha vanagloriado de ser un poder en sí no puede escandalizarse por descubrir que hay muchos interesados en limitar, controlar o adquirir ese poder, sean estos gobiernos, empresarios o narcotraficantes. Siempre ha sido así y la prensa, como herramienta socialmente útil, siempre ha sido vulnerable a dichos celos.

La era de la prensa independiente es apenas sólo la era de la publicidad y del crecimiento económico que la alimentó, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta el boom de internet. El crecimiento elevó a las clases medias, dándoles una mejor educación, y el consumo que trajo la publicidad elevó las cuentas, la circulación y los salarios de la prensa.

Pero esto se acabó porque la educación no hizo siempre ciudadanos más leídos y conscientes, la publicidad se fue a otros nichos de consumo, internet cambió el tablero y las reglas de juego al mismo tiempo, y la prensa se vio sin quién le pagara las facturas y bajo riesgo pues de arrojarse en los brazos de cualquier cosa que pareciera nueva: Los caprichos de la plaza pública o el espectáculo político.

Todos desnortados pero necesitados de atención, a corto plazo: La prensa por salvar las cuentas del ejercicio y la política por salvar el próximo trámite electoral. Las recetas baratas para sentirse bien hicieran su aparición: Los sentimientos de desprotección, identidad, nostalgias o victimismos tenían el camino abonado.

El nuevo estilo de poder no sólo ha visto que para un periodista puede ser más importante su nombre, la fama o un cheque sino que ese nuevo poder también estaba cediendo ya al circo de sus 15 minutos de fama e impacto, a cambio de un rédito electoral inmediato; y ambos poderes, antes antagónicos, se daban aquí la mano en prestarse el uno al otro esos ratos de fama e impacto.

De resultas, tenemos que la mayor parte de las declaraciones que reporta hoy la prensa no tienen ningún interés para el ciudadano, ni para el debate público, y sólo lo tienen para alimentar ese mercadeo de impactos momentáneos en la red, que requieren tanto las figuras políticas como periodísticas para ser alguien.

De algún modo han vuelto a aquellos años 20, a sentarse todos alrededor de la mesa de Al Capone, con éste dirigiendo la conversación pública y repartiendo billetes. La solución empezaría por tanto por publicar la cuarta parte de lo que se publica hoy.

En prensa, más también es menos

Desde la primera clase de periodismo sabemos que la cantidad es anti-periodística: Todo se puede decir en menos y lo importante es siempre poco, escaso y mal repartido: Hay que buscarlo. Y si viene del gobierno, cuestionarlo y ponerlo a prueba: Aunque sea la gestión de una pandemia.

¿Cuándo nos convertimos al sentimentalismo del “cuidarnos entre todos” que, por alguna razón y en vez de gobernar, auspiciaba el propio poder Ejecutivo? ¿O de vagos proyectos pseudo-religiosos como “salvar el planeta”? ¿Desde cuándo se puede decir en un noticiero de la TV pública “la madre tierra nos habla” ante el estallido de un volcán?

En América Latina, el periodista de CPJ Carlos Lauría ha calificado la situación como “el retorno de la censura” tras tres décadas de innovadora apertura, si exceptuamos el caso del gobierno cubano que conserva siempre su estricto control censor, garantizado por la constitución.

Desde hace años el continente arrostra una vuelta a la censura, como se ha apreciado en la última década en Venezuela, Brasil, Ecuador o Nicaragua; de modo novedoso, sin embargo, la situación no es achacable a las clásicas dictaduras de derechas que ennegrecieron el continente, sino al nuevo izquierdismo identitario y populista.

Esta escalada de censura se debe al abuso gubernamental de recursos legales y regulatorios, tanto como a la devastadora autocensura impuesta por la violencia del crimen organizado en lugares como México u Honduras: Decenas de asesinatos y desapariciones, ataques con bombas y amenazas han llevado a periodistas y medios a abandonar, no ya la investigación, sino la pura información, lo que se ha dado en llamar la narcocensura.

A diferencia de algunos países iberoamericanos, en España ya no matan a periodistas desde la aniquilación del terrorismo vasco. Sin embargo, la prensa ha visto de brazos cruzados, o bien algunos con la mano bien dispuesta, el reparto cuestionable de licencias televisivas y radiofónicas, o de la publicidad institucional, como premio al lacayismo; la creación de grupos de comunicación desde el propio palacio de la Moncloa (como sucedió con La Sexta y Público); la presencia de editores, como el de La Razón, en operaciones ilegales y para-estatales; o la orquestación gubernamental de turbios organismos censores para protegernos de los bulos o fakenews, cuando gobiernos y empresas son sus principales creadores. Hemos asistido en silencio a ataques de políticos y gobernantes a medios y periodistas, más aún al descabezamiento completo de una cabecera como El País por un nuevo gobernante, mientras el resto -incluida la Asociación de la Prensa y Reporteros Sin Fronteras- callaba porque no iba con ellos.

Si tenemos la peor prensa desde hace 50 años es hora de pensar a quién hemos servido. También tenemos al peor público lector u oyente: por un lado, debemos saber que no a todo el mundo, aunque haya ido al colegio, le interesa todo; incluso las clases mejor preparadas revelan a veces un pavoroso grado de analfabetismo informativo, cuando son capaces de igualar al New York Times con un “portal de noticias alternativas”, del que no saben ni el director; y ante el que son incluso incapaces de distinguir un “contenido patrocinado”, una de las prácticas más nocivas en que ha aceptado caer la prensa.

Por otro lado, no saber qué le interesa al público, porque nos hemos alejado mucho de él, incluso socialmente, no quiere decir que cualquier bobería que digan es interesante y hay que llamarla “participación democrática” y mucho menos “periodismo ciudadano” o alternativo, como hemos llegado a hacer durante años y hasta hace poco.

¿Bajo qué grado de despiste hemos podido pasar a llamar, al charlatán del edificio, al gritón de la oficina, o al cartero que pasaba por allí, periodistas o “participantes” en el debate público, en lugar de meras fuentes altisonantes, dudosas y a contrastar exhaustivamente?

Tener amistad y confianza en mi primo, que habla mucho, no significa que haya de ser una fuente fiable, ante todo porque no está formado profesionalmente para ello: es decir, nunca ha oído las palabras verificar, jerarquizar y contextualizar.

No tengo una solución a un problema -como vemos- multi-factorial y casi una tormenta perfecta de dificultades y retos; pero sí, tal vez, un consejo sencillo y ahorrativo: Dejemos de publicar boberías, dejemos de distraer a la audiencia de lo importante, apaguemos los repetidores de ruido: Empecemos a respetar de nuevo al lector y al oyente, para poder pedirle así que nos respete él a nosotros. Y de resultas, esperemos que así el poder vuelva a respetarnos, a tomarnos en serio y a temernos.

Hubo un tiempo en que el poder entretenía con el “pan y circo” para que el pueblo no pensara en lo importante. Preguntémonos ¿cuándo y por qué decidimos nosotros, la prensa, asumir ese papel en vez de criticarlo? ¿A quién servimos con él?

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