"El mercader de Venecia" se instala en Caracas y vuelve una añosa polémica
El viernes 31 de mayo, en el Centro Cultural Chacao, se estrena una nueva producción de la obra de Shakespeare que durante siglos ha sido acusada de antisemita. Su director, José Tomás Angola, escribe sobre esta discusión en torno a “El mercader de Venecia” y el por qué montarla ahora en Venezuela
Se dice que una obra teatral es un clásico porque, aunque haya sido creada en otras épocas, sigue proponiendo reflexiones que mantienen su pertinencia y vigencia sin importar el tiempo. En otras palabras, un clásico habla desde lo genuino humano, algo que lo instala en la atemporalidad. Las preocupaciones y los dilemas de los hombres son los mismos desde el comienzo de la historia: la muerte, el dolor, el amor, el miedo, el poder, la felicidad, la compasión, la maldad o el bien. Pero en todas las centurias que tiene el teatro, solo unos pocos han logrado tocar esas angustias vitales con el tino suficiente como para que se aparten de modas, accidentes de la sociedad o cambios históricos de moral y sean imperecederas. William Shakespeare, ese poeta inglés que pertenece tanto a la realidad como a la leyenda, es autor de una pléyade de piezas que exploran con precisión los sentimientos y las pasiones que nos han alimentado como seres humanos. No importa que usted sea británico, japonés o venezolano. La agudeza descriptiva de su pluma supera las culturas y nos desentraña como especie.
Con una introducción como la anterior, es de suponer que crean que esto es algún ensayo filosófico. Y no. Aunque me proponga exponer ideas complejas, seguramente no es una disertación que usted no se haya hecho antes. Los venezolanos, sometidos a este presente horroroso, nos hemos vuelto pensadores consumados. Debemos serlo para entendernos como sociedad, como nación, y más intensamente, como personas. En las crisis tan profundas, solo hay dos salidas: o te entiendes y sobrevives, o te anulas y huyes.
Levante la vista un momento. Observe al mundo. Las redes sociales tan empeñadas en magnificar la destrucción, la violencia y el caos, seguramente le mandarán un panorama desolador. Cierre ahora los ojos y no crea que estamos viviendo el más devastador instante de la raza humana. Los hombres siempre hemos sido así.
Lo que vemos hoy en el mundo es apenas una realidad ad nauseam (latinismo para señalar una repetición hasta la molestia) de odios y conflictos que tienen siglos instalados en nuestro planeta. Rusia tiene muchos pero muchísimos años queriendo hacerse de Ucrania. África lleva varios miles de años en conflictos tribales, que fueron exacerbados por el imperialismo y el colonialismo. China y Estados Unidos tienen más de dos siglos de tensiones y manipulaciones políticas. Y el medio oriente jamás ha tenido en milenios una década de completa paz.
¿A qué viene todo esto del mundo y Shakespeare, una obra sobre un judío en la Venecia del siglo XVI y Venezuela? Pues hay muchos puntos de encuentro, intersecciones, paralelismos y reflejos que espero los espectadores puedan captar. Lo que estrenaremos el viernes 31 de mayo en el Centro Cultural Chacao, “El mercader de Venecia” (1596), es una obra que habla sobre el duelo que existe entre la justicia y la misericordia. Ambos son temas de significación mayúscula en el devenir humano.
Shylock, interpretado por Juan Carlos Grisal, es un judío prestamista en la Venecia del 1500. A los judíos solo se les permite trabajar en negocios financieros y se les restringe a una zona determinada. Ahí en Venecia nació el ghetto (palabra italiana que apareció en ese tiempo y lugar). El personaje es un ser vilipendiado, segregado y maltratado. Uno de quienes le agreden es un gran mercader veneciano: Antonio, interpretado por Asdrúbal Blanco. Pero por una desventura económica, Antonio debe recurrir a Shylock y pedirle un préstamo. El judío exige como cláusula penal a su empréstito, que Antonio le dé “una libra de carne”. El mercader firma el trato sin imaginar que por su mala suerte no podrá honrarlo.
Esa es en muy resumidas cuentas la trama central de la obra. Tu pellejo como garantía de pago. En propiedad, cuando Shylock exige la ejecución del contrato, al no haber podido pagar Antonio en el lapso acordado, lo que pide en realidad es su vida. ¿Es justicia o es venganza lo que solicita Shylock?
En la obra lo hemos visto padecer las humillaciones de los cristianos por su etnia y religión. ¿Exigir lo firmado es justo o cruel retaliación?
Cuando Harold Bloom, un relevante crítico literario, norteamericano y judío, escribió en “Shakespeare: la invención de lo humano” (1999) que “Tendría uno que ser ciego, sordo y tonto para no reconocer que la grandiosa y equívoca comedia El mercader de Venecia es sin embargo una obra profundamente antisemita”, no sabía el terrible daño que le hacía a su idolatrado Shakespeare. Respeto y admiro a Bloom, es lo primero que diré. Pero se peló de cabo a rabo, y eso es lo segundo que diré.
Su argumentación, en donde los adjetivos llevan la voz cantante, no es de un crítico en el ejercicio del análisis. Es de un espectador impelido por su emotividad y subjetividad. Es cierto que la obra durante mucho tiempo fue usada como propaganda malintencionada. Pero allí opera una agenda ajena a Shakespeare que lo distorsiona. ¿Tiene acaso culpa don William de que su obra la usaran Hitler y sus descerebrados durante el período más ominoso de la historia de Alemania? Eso fue lo que ocurrió: el nazismo utilizó “El mercader de Venecia” y la representó muchas veces para vender con saña la idea del “malvado judío usurero”.
En el mundo hispano ¿tiene culpa Shakespeare de que don Luis Astrana Marín (1889-1959), intelectual español reputado, aunque tristemente connotado por antisemita y pro nazi, haya vertido la obra al español y esa traducción aún se monte y se lea? El léxico que usa Astrana eleva el tono despectivo contra Shylock.
Sería Edmund Kean (1787-1833), el más grande actor inglés del siglo XIX, quien presentaría la visión empática y real de Shylock a los auditorios. Un personaje con luces y oscuridades, como todos, lleno de bondad y maldad, como todos, con miedos y dudas, como todos. De allí en adelante, se releería la obra desde la humanidad que originalmente había propuesto el autor.
Shakespeare nunca tuvo contacto con judíos. Cuando él vivía, ya el rey Eduardo I los había expulsado de Inglaterra dos siglos antes. Don William nunca viajó fuera de su país. Lo judío lo conocía por la Biblia, y por haber presenciado el juicio a Rodrigo Lópes, médico portugués y judío converso, que fue acusado de haber atentado contra la reina Isabel I. Es decir, la inferencia de Shakespeare de lo judío estaba mediado por otras fuentes. En mi humilde opinión, fue la Biblia el material más importante del que se valió.
Pero no queda duda de que Shylock es, en la historia de la literatura occidental, la primera vez que se presenta con dignidad a un personaje judío. Baste leerse el famoso monólogo de la escena I del acto III:
“Él me ha deshonrado, me ha impedido ganar medio millón, se ha reído de mis pérdidas y burlado de mis ganancias; ha insultado a mi nación, dificultado mis negocios, desalentado a mis amigos, azuzado a mis enemigos. Y ¿por qué razón? Porque soy judío. Un judío ¿no tiene ojos, no tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se alimenta de lo mismo? ¿No lo hieren iguales armas? ¿Acaso no sufre de iguales enfermedades? ¿No se cura con iguales medicinas? ¿No tiene calor y frío en verano e invierno como los cristianos? Si nos pinchan ¿no sangramos? Si nos hacen cosquillas ¿no reímos? Si nos envenenan ¿no morimos? Y si nos ofenden ¿no nos vengaremos? Si en todo somos semejantes también lo seremos en esto. Si un judío ofende a un cristiano ¿qué es lo que hará éste? ¡Vengarse! Si un cristiano ofende a un judío, ¿qué es lo que debería hacer siguiendo el ejemplo cristiano? ¡La venganza! La villanía que me enseñaron yo la voy a ejecutar y malo sería que no supere al maestro».
Este alegato tan emotivo y sincero le brinda a Shylock la humanidad que tantos escritores antes le negaron a los personajes judíos. Él es un hombre, un ser de carne y hueso como cualquiera. Y eso contravenía abiertamente la intolerancia reinante en el siglo XVI. Sin embargo el gran dilema que le tocará enfrentar a Shylock será cuando Porcia, interpretada en nuestra versión por Rut Gruber, le ponga a decidir entre la justicia y la misericordia.
Ese mismo conflicto es el que enfrenta el mundo actual. Este mundo convulso y que según las redes sociales está al borde del apocalipsis. ¿Qué debemos hacer los hombres ante una agresión brutal o una ofensa humillante?, ¿devolver el golpe con el mismo rencor, reclamar justicia y castigo, o perdonar y ser misericordioso? Ante ese dilema se enfrenta Shylock cuando Porcia en su defensa lo conmina a mostrarse compasivo.
La espiral de violencia solo se detiene cuando una de las partes decide no ejercer el ojo por ojo y el diente por diente. Perdonar no es debilidad. En verdad es gesto de gran poder, porque solo perdona el que ya no es esclavo de su furia. Entonces es libre de decidir sin estar llevado por la ira.
Las palabras de Porcia proponen que Dios, perfectamente justo, ante todo es misericordioso. Y si la justicia humana se quiere acercar a la divina, es en la clemencia donde se le puede parecer. Si Dios no tuviera misericordia, por su justicia perfecta nadie entraría al paraíso.
En Venezuela, al borde de un evento que puede cambiar 25 años de historia, el dilema entre justicia y misericordia nos plantea a todos los venezolanos un reto. En efecto, para que la transición opere debe funcionar también la justicia. ¿Pero hasta qué punto accionará la justicia y no la venganza? Para detener esta cadena siniestra de odio y sufrimiento en el que hemos estado atrapados los venezolanos, alguien debe valientemente dar ese primer paso y romper el mecanismo de retaliación que nos lleva a más amargura y dolor.
“El mercader de Venecia” tiene mucho que decirnos en este país estremecido que tenemos, tiene mucha reflexión que ofrecer a judíos y palestinos o a rusos y ucranianos. Por eso es un clásico atemporal que en su discurso se desviste del antojo de una época y habla con palabras limpias a todo el presente posible.
Y entre las coincidencias que nos brinda la obra a Venezuela, hay una demasiado notable como para no señalarla: se dice que Américo Vespucio al ver los palafitos en el lago de Maracaibo, nombró a esta tierra como “Venezziola” (del que derivó la palabra Venezuela) y que significa… pequeña Venecia.
Montar teatro clásico hoy en Caracas es un acto transgresor y desafiante. Y aunque suene irónico, lo vanguardista es justamente lo ancestral. Los jóvenes no leen, ni siquiera los que quieren hacer teatro. El verso de las obras del siglo de oro español se hace incomprensible para ellos. Shakespeare no es más que una referencia distante como Beethoven, Sócrates o Leonardo da Vinci. Así que producir una obra de más de 4 siglos de antigüedad es de tal novedad como estrenar una recién escrita.
En este viaje que llegará a las tablas del Centro Cultural Chacao el 31 de mayo agradezco y celebro al comprometido elenco que me ha acompañado: Juan Carlos Grisal, Asdrúbal Blanco, Absalón de los Ríos, Rut Gruber, Virginia Rivero, Julio César Arana, Miguel Ángel Treccia, Karla Mosquera y Edisson Spinetti, con las actuaciones especiales de Gerardo Soto y Carlos Abbatemarco. -José Tomás Angola
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