Pocas personas saben que yo empecé a escribir en la prensa cuando en «El Universal» me dieron derecho para replicar un artículo de Ibsen Martínez en el que se burlaba de alguien a quien admiré y quise mucho: el doctor Luis Alberto Machado.
Tal vez si Ibsen no hubiera escrito ese artículo, mi vida habría seguido por el camino que venía: dando clases de Matemáticas y de Cálculo y jamás hubiera llegado a la Comunicación Social que tantas satisfacciones me ha traído.
En aquella oportunidad, él me escribió para decirme que, si bien estaba en total desacuerdo con mis argumentos, me felicitaba porque “el artículo estaba muy bien escrito”. Nunca lo conocí en persona, pero a lo largo de los años intercambiamos uno que otro correo, hasta que me enteré de que era un maltratador y me quejé pública y agriamente por Twitter.
Me imagino que mi comentario lo molestó porque me bloqueó. Yo dejé de seguirlo. Pero al enterarme de su fallecimiento, volví a darle vueltas al tema de la complejidad de los seres humanos,de cómo alguien brillante puede también resultar tan aborrecible.
En el vasto panorama cultural, es usual encontrar figuras que han dejado una marca indeleble en el arte, la literatura, la música o cualquier otra disciplina creativa. Sin embargo, estas mismas figuras a veces tienen un lado oscuro que contrasta fuertemente con su genio creativo: el maltrato hacia las mujeres. Este fenómeno plantea una paradoja ética y emocional que muchos, entre quienes me cuento, encontramos difícil de resolver: admirar al intelectual, detestar al maltratador.
Los seres humanos somos inherentemente complejos, y es posible que una persona posea talentos extraordinarios en una área, mientras exhibe comportamientos reprobables en otra. Esta dualidad resulta desconcertante y plantea preguntas difíciles sobre cómo tratar el legado de tales individuos.
Una de las estrategias más comunes sobre las que he leído buscando cómo abordar y resolver esta paradoja en mi mente y enmi corazón, es intentar separar al artista de su obra. Este enfoque sugiere que podemos admirar y disfrutar de las contribuciones artísticas de una persona sin necesariamente aprobar su comportamiento personal. Sin embargo, esta separación no me resulta sencilla ni es universalmente aceptada, porque hay quienes argumentan que el arte no puede ni debe ser separado del artista, ya que este imbuye sus experiencias y valores en su obra. Esto, por supuesto, trae consigo un impacto social y cultural que sigue generando acalorados debates.
Las figuras públicas tienen una influencia significativa en la sociedad, y su comportamiento puede tener un impacto profundo. Cuando un artista o intelectual es conocido por maltratar a mujeres, el acto de admirar su trabajo puede ser tomado como una forma de validación o complicidad con sus acciones. Y lo que no podemos ni debemos es olvidarnos de las víctimas, ya que esta dinámica puede perpetuar una cultura de impunidad y normalizar comportamientos abusivos. En otras palabras, hay responsabilidad del público como consumidor del arte y la cultura.
Es crucial ser conscientes de las implicaciones de nuestras elecciones y de cómo estas afectan a las víctimas. Optar por apoyar o rechazar el trabajo de un artista conocido por su comportamiento abusivo es una decisión personal, que cada individuo debe tomar, pero es importante hacerlo de manera informada y reflexiva.
Hay muchos ejemplos a lo largo del tiempo. La historia está llena de artistas e intelectuales que han sido admirados por sus contribuciones y condenados por su comportamiento, y en muchas ocasiones, ni siquiera condenados. Desde Caravaggio, conocido tanto por su genio pictórico como por su vida tumultuosa y violenta, hasta figuras contemporáneas como Pablo Picasso, Woody Allen, Roman Polanski y más recientemente, Plácido Domingo, este dilema sigue siendo relevante.
Pienso que una posible manera de abordar esta paradoja es reconocer y aprender de la dualidad humana. Aceptar que una persona puede ser capaz de grandes logros y, al mismo tiempo, cometer actos reprobables, nos permite tener una visión más completa. Pero matizarla es una injusticia con las víctimas y un triunfo para los victimarios. Este enfoque no excusa el comportamiento abusivo, aunque talvez nos ayuda a entender la complejidad del ser humano.
La paradoja de admirar a alguien como artista o intelectual y detestarlo como maltratador de mujeres es un tema complejo y emocionalmente cargado. No existe una respuesta única o correcta, pero es crucial abordar esta cuestión con una mente abierta y un corazón reflexivo. Al hacerlo, podemos navegar mejor las complejidades de la condición humana y tomar decisiones más conscientes y éticas en nuestra apreciación del arte y la cultura.
Lo que me queda clarísimo es que en el maltrato de mujeres «por ningún lado se encuentran rastros de valentía».