Salud

La angustia por el país: la peor pesadilla de un esquizofrénico

Vivir en Venezuela implica estar en un estado de angustia permanente y preparándote mentalmente para sortear cada desafío. No obstante, aquellos que padecen algún tipo de trastorno psicológico viven esta realidad hiperbolizada. 

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FOTOGRAFÍA: ARCHIVO EL ESTÍMULO - REFERENCIA

Convulsionar es como sufrir una descarga eléctrica descontrolada en el cerebro, la cual conlleva a alteraciones en la conducta que afectan en lo emocional, los movimientos e incluso el conocimiento.

Cuando una persona que padece esquizofrenia no puede seguir el tratamiento al pie de la letra sabe que tiene una altísima probabilidad de vivir en total desequilibrio, abstraído de la realidad y con el riesgo de generar daños a sí mismo y a terceros. Pierde el control de sus acciones debido a una combinación de alucinaciones, delirios y trastornos graves en el pensamiento y el comportamiento.

Ernesto Suárez reconoce tener miedo a sufrir ataques que le hagan distorsionar la realidad. Cuando una persona con esquizofrenia presenta un ataque es capaz de escuchar voces y alucinar experiencias con una apariencia bastante normal; imaginar que otra persona lo agrede o tomar creencias falsas que no se corresponden a su realidad; las palabras se le cruzan y, en caso más graves, pierden ilación hasta ser una ensalada de palabras.

A simple vista,  Ernesto Suárez es un hombre que no parece sufrir de ningún trastorno. Acude una vez al mes a las oficinas de la organización Convite ya que es uno de los cuatrocientos beneficiarios que mensualmente atiende el programa de Acción Humanitaria, debido a la asfixiante escasez de anticonvulsivos, los cuales han sido más demandados en los últimos meses. Ernesto lleva una camisa blanca y una gorra, luce tranquilo durante toda la visita. Sonríe, un poco nostálgico, junto a su esposa, quien suele acompañarlo con frecuencia.

Ambos delgados, humildes y profundamente agradecidos con el apoyo que la organización les brinda, comienzan a contar las vicisitudes de padecer esquizofrenia paranoide. Es justo en ese momento que les pedimos relatarnos su historia. Ernesto se nota aprehensivo, simplemente porque no quiere ser reconocido en el relato, le preocupa sobremanera poner en riesgo su empleo, y su integridad, le preocupa ser discriminado por su padecimiento, pero, aun más, le preocupa ser incapacitado y no poder seguir siendo el hombre plenamente productivo que es. Le indicamos que podemos mantener su testimonio en anonimato, ocultar su rostro, distorsionar su voz y cambiar su nombre. Esto lo tranquiliza un poco.

Siente alivio y decide confiar. Son tantas cosas que quiere decir y denunciar que es más fuerte el ímpetu de hacer valer sus derechos, tan difusos ante tantas violaciones  ocurridas en estos tiempos. Le entusiasma ser la voz e historia que va a contar las penurias que se viven quienes padecen trastornos o enfermedades neurológicas que provocan convulsiones, pero, no pueden acceder a los medicamentos requeridos en Venezuela. Se sienta sereno, un poco nervioso y aguarda a la primera pregunta que podamos decir.

Afuera los vehículos y personas siguen su marcha «tranquilamente». Veloces, resignados y temerosos. Evitan a toda costa tener estar en la calle cuando oscurezca, hacen largas filas para subirse a un transporte hasta su casa o llevan bolsas de compras de último minuto, «lo que se consiga» para tener algo en casa por si acaso. En el pensar colectivo, la idea de que un nuevo apagón nacional paralice sus vidas es un temor constante y ese temor latente a la oscuridad prolongada, nos mantiene en vilo. Trasladarse en el Metro de Caracas supone para los usuarios, zozobra e incertidumbre mezclada con el hedor de un servicio público con mínimo y casi nulo mantenimiento y un uso excesivo por parte de los usuarios.

Ernesto mira, intrigado, ajeno del mundo exterior que se ha vuelto tan duro, para contar su propia realidad. Una realidad colmada de preocupaciones diferenciadas de aquellas que afectan al común de transeúntes.

Un robo que sufrió a sus 22 años le cambió la vida. Recibió unos golpes contundentes en la cabeza que le acarrearon una condición permanente: esquizofrenia paranoide. Su primer comentario, al contar el origen de su padecer, es asumir que este tipo de agresión es común en los barrios de Caracas. Lo cual, de alguna manera, no escapa completamente de la realidad: según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal (CCSPJP), Caracas ha sido catalogada como la ciudad más violenta del mundo en 2015 y la segunda para 2017, debido al alto número de homicidios y la inexistencia de cifras oficiales. 

Desde su diagnóstico, Ernesto ha seguido rigurosamente el tratamiento de fármacos que le ayudan a mantenerse estable y desenvolverse en su cotidianidad.

El primer medicamento que le recetaron fue Zyprexa de 10 mg; antipsicótico que además de tratar la morbilidad principal, atiende los episodios depresivos que se puedan presentar. Luego fue Akineton, uno de los fármacos más fuertes del mercado. Con el pasar del tiempo su medicación ha ido variando para adaptarse a sus necesidades, o, mejor dicho, a las posibilidades que el país ofrece.

“No es que me lo hayan cambiado, es que ya no se consigue Zyprexa aquí en Caracas, que era el medicamento que más me prestaba. Ahora tomo Olanzapina de 5 mg”, dijo.

La olanzapina, en presentaciones de 5 y 10 mg es uno de los catorce principios activos incluidos en la canasta básica de medicamentos para tratar convulsiones y depresiones que se monitorean en el Índice de Escasez de Medicamentos de Convite. Para la segunda medición del mes de julio del presente años, la escasez de olanzapina se ubicó  en 100% en el Área Metropolitana de Caracas, esto significa que, durante los días de levantamiento se registró ausencia absoluta del rubro y sus sustitutos directos en las farmacias incluidas en la muestra. Asimismo, la escasez general de antidepresivos fue de 88% y para anticonvulsivantes se ubicó en 92% solo para la ciudad de Caracas. La escasez general agregada por morbilidad se ubicó en 78,3% para antidepresivos y 82,6% para anticonvulsivantes respectivamente. 

Ernesto tiene 41 años de edad, y tiene casi dos décadas viviendo su condición. Alega que siempre tenía acceso a las medicinas de alto costo a través del IVSS Instituto Venezolano de Seguros Sociales, pero desde finales de 2016, se impuso la escasez para su tratamiento. Él asegura que la última vez que pudo recibirlas desde el Instituto fue hace dos años y medio aproximadamente.

Como él, miles de personas con problemas de salud mental están a la deriva, porque el país se ha quedado sin la gran mayoría de los medicamentos psiquiátricos. El significativo aumento en las solicitudes de este tipo de fármacos en nuestro programa de acción humanitaria, y el incremento en la ocurrencia de suicidios y homicidios ocurridos por razones asociadas a la falta de tratamientos psiquiátricos, nos llevó a incluirlos en nuestro monitoreo periódico del Índice de Escasez de Medicamentos (ÍEM), registrando cifras ponderadas superiores a 80% desde enero hasta julio, para medicamentos anticonvulsivantes y antidepresivos.

Ernesto depende principalmente de donaciones y agradece a su esposa, quien le hizo saber del programa de Acción Humanitaria que promovemos desde Convite A.C.

“Con mi informe médico, mis papeles y mi récipe, gracias a Dios me la están dando por esta organización”. Ernesto precisa que antes debía comprar todo lo requerido y le resultaba muy costoso. Recuerda una ocasión en la que se encontraba sin trabajo y casualmente pasó por una farmacia donde había disponibilidad de medicamentos. «Tuvo que endeudarse, ‘raspando la tarjeta de crédito y se vio en la necesidad de pedir dinero prestado a su pareja, comprometiéndose a reponerlo poco a poco”.

Otra de sus alternativas, cuando no recibe donaciones, es esperar que su familia la envíe desde Colombia. O hacer un esfuerzo por controlarse a sí mismo.

Su esposa, una de las afectadas directas debido a su relación de convivencia, también vive las consecuencias de la angustia ante la Emergencia Humanitaria que disminuye la calidad de vida de su pareja y de ella. Alega no poder dormir con regularidad, debido a las reacciones que Ernesto tiene.

«Cuando no la consigo, tomo un relajante para el sueño. Tomo medicinas que me ayuden, como un tratamiento adicional para dormir (…) Normalmente yo dormía ocho horas, ahora duermo menos, 4 o 5 horas”.

Aun así, dice sentirse estable y su psiquiatra se lo ha hecho saber. Es así como reflexiona sobre la situación de otros venezolanos ante el panorama desolador. Desde la empatía agradece que, a pesar de todo, es joven y tiene un trabajo, porque no imagina las dificultades que deben enfrentar las personas mayores (quienes solo dependen de una pensión, en muchos casos) o de personas con cuadros clínicos y tratamientos más severos.

Sorprende ver cómo Ernesto aún considera que hay escenarios más alarmantes que el suyo, a pesar de que su dependencia a los fármacos es de por vida. Un signo que demuestra que aún los venezolanos no hemos perdido esa solidaridad que caracterizaba nuestra idiosincrasia.

Ernesto mira a los lados. Permanece sereno. Vuelve a hablar de sus familiares en Colombia, quienes también son migrantes forzados producto de la Emergencia Humanitaria Compleja. Su familia forma parte del fenómeno migratorio más grande registrado en la región, de la cual expertos estiman que 1,8 millones de venezolanos van a estar residenciados en Colombia para finales de 2019.

Confiesa que él se vio tentado a cruzar la frontera, luego de no conseguir las medicinas, ni siquiera en las cadenas privadas de farmacias más populares.

«Mi hermano me decía, ¿qué haces aquí en Venezuela? Vente pa’ Colombia. Acá donde estoy yo y se consiguen las medicinas. Cuesta, pero las conseguimos», resaltó.

Sin embargo, Ernesto no pierde la esperanza y cada vez que piensa en migrar, corre con la suerte de acceder a sus medicinas. Decide quedarse «por los momentos», porque aún apuesta por el país. Y un nudo nos atraviesa la garganta porque, aunque el colapso económico, político y social asfixia y deprime, aún hay quienes conservan la fe.

Se describe como una persona optimista, de mentalidad positiva y siente que no existe otra alternativa para poder continuar en pie ante todo lo que está atravesando el país. Trata de estar activo y ser productivo laboralmente, además, hace un esfuerzo para no evidenciar su condición de salud en el lugar de trabajo para evitar ser discriminado por esa causa. La razón de ocultarla es la latente posibilidad de despido y las altas probabilidades de ser  incapacitado. Él se cuida, pues no desea estar en casa sintiéndose poco útil. Algo que, sin duda, podría ser mortal para su ánimo.

Sin embargo, el temple y voluntad no siempre bastan para sortear el desafío detrás de un desequilibrio por falta de fármacos.

“A veces que no he conseguido la medicina me he descontrolado. Y bueno he estado en la calle, me he puesto agresivo”, dijo.

Una de las anécdotas que más recuerda fue en la unidad del IVSS a la que asiste, en Sebucán, Caracas. Estaba descompensado y requería sus medicinas para volver en sí, le acompañaba su madre.Ernesto fue víctima de los manejos burocráticos y discrecionales que abunda en las estructuras del Estado: No contaba con récipes actualizados, así que no podían darle las medicinas.

Pensó que había corrido con suerte, no fue así: Esto disparó su ira. Ernesto describe el episodio sin perder la calma. Describe cómo tomó uno de sus instrumentos de trabajo, una navaja multiuso, para golpear el vidrio del mostrador. Su madre lloraba y los guardias de seguridad trataron de inyectarle un calmante. Ernesto aseguraba que él ya no necesitaba ese tipo de medicinas. Se resistió y logró escabullirse. Sin su tratamiento. 

Al ser increpado por su madre, Ernesto solo podía explicar que reaccionó así ante la negativa. Actuó movido por el instinto de supervivencia, por la desesperación de no querer volver a episodios de confusión mental y paranoia. Hizo lo posible por mantener el control y volver. No había otra alternativa. 

A su madre le hicieron saber que, con ese comportamiento, Ernesto no iba a poder retirar ninguna medicina.

“Recapacité, tuve que bajarle, pero no es por mí, es mi temperamento. Si me agreden, yo me pongo agresivo y es algo que no he podido controlar debido a esos golpes”.

La ironía de su realidad es que Ernesto, ya presentando síntomas de su padecimiento, requería su dosis para volver en sí y guardar la calma. Pero esto no fue suficientemente claro para los representantes del Estado a través del IVSS.

Lamentablemente esta no ha sido la única conducta agresiva que Ernesto experimenta. Su esposa, quien goza de gran paciencia, también relató cómo su esposo le gritaba con frecuencia. En su defensa, él alega que esos episodios son consecuencia directa de los cambios constantes de medicinas. Sin las dosis adecuadas para su situación particular, lo primero que se ve afectado significativamente es su temperamento y, también, sus estados de ánimo.

Ernesto no ha sido la única víctima del IVSS. En 2018, 3500 pacientes psiquiátricos hospitalizados en 68 centros de reposo adscritos al IVSS fueron desalojados por deuda de 71 millardos de bolívares y la incapacidad de proveer una alimentación balanceada y completa en dichos centros.Fueron enviados paulatinamente a sus casas, sin la medicación necesaria ni las medidas preventivas para que pudieran mantenerse en control. Del mismo modo, el Instituto dejó de admitir nuevos pacientes desde 2016 sin mayor argumento, lo cual fue catalogado por familiares como una violación al derecho a la seguridad social y, también, a la salud.

De acuerdo a los datos levantados por doce organizaciones que trabajan el derecho a la salud, entre ellas, Convite, y publicados en el Reporte Nacional de Emergencia Humanitaria Compleja en Salud, de 23.000 a 3.500 descendió el número de personas atendidas en instituciones psiquiátricas públicas y las que están no disponen de comida ni de medicinas. Las personas con alguna condición de salud mental (esquizofrenia, demencia, depresión y trastornos bipolar, de ansiedad, de la personalidad, déficit de atención, discapacidad intelectual y autismo) solo han dispuesto de atención pública en 11 hospitales del Ministerio de Salud y 68 casas de reposo de la seguridad social. En 2016, la escasez de medicinas psicotrópicas alcanzaba 85%, generando alta probabilidad de discapacidad y mortalidad. En Encovi 2016, 63% de las personas con estas condiciones no conseguía medicinas en farmacias. Los psiquiatras expresaban haber regresado a prácticas superadas como amarrar o aislar en un cuarto sin ropa para evitar autoagresiones.

Ernesto reconoce que todo lo que ocurre sí implica una violación a sus derechos, afectando su calidad de vida y la de sus seres queridos.

«Para nadie es un secreto lo que está pasando. Y no sé en qué situación se encuentre el seguro social, pero en este país hay una escasez fuerte de medicina y en mi caso, la antipsicótica que me controla no la he podido conseguir con regularidad».

Asimismo, reflexiona sobre lo que ve en las calles con preocupación: Hay altos niveles de agresividad en la calle, especialmente entre los más jóvenes. Se aterra al darse cuenta que la mayoría de las personas subsiste ante la crisis porque cuentan con el apoyo económico y de envíos de medicinas por familiares en el exterior. La angustia le hiela el cuerpo, Ernesto se ve reflejado en los otros y confirma que él podría caer en ese estado de descontrol si no logra conseguir los comprimidos completos para el mes.

«Ya me ha pasado más de dos veces. Me he descompensado bastante, pero gracias a Dios siempre me vuelvo a estabilizar», aseguró.

Para Ernesto, el Estado es negligente al no ser consciente ni vivir de cerca la situación ennegrecida de las personas que luchan contra enfermedades crónicas. Una realidad triste que salta a la vista, pero «el Gobierno se escuda en una supuesta guerra económica que no es más que una vil excusa (…) no ayudan a la gente por falta de voluntad».

Ante la hiperactividad, conductas agresivas y trastornos del sueño, su esposa también se desespera, pues es ella quién lidia con Ernesto y sus desequilibrios. Ella también asegura que todo se ha vuelto más difícil desde que tuvo que cambiar el fármaco, por la escasez. La desesperación la paraliza, a pesar de su paciencia y temple para tratar de controlarlo, lo cual le hace creer que su esposo necesita una dosis mayor para calmarse, dormir completo y, con ello, permitirle a ella un poco más de calidad de vida.

Las acciones u omisiones en las que incurre el Estado contra sus ciudadanos no tienen un impacto individual. Negarle el tratamiento o la hospitalización a quien lo necesita es un acto vil que afecta de forma directa al individuo y su núcleo familiar y social más cercano, constituyendo, además, un forma de violación de derechos humanos. Quienes padecen de trastornos psicológicos severos, como la esquizofrenia, requieren atención inmediata y monitoreo especial de su enfermedad, puesto que sus episodios psicóticos pueden representar un peligro para las personas de sus alrededor y, en especial, para sí mismos. 

Entre voces internas que no callan, el terror de sentirse agredido y despreciado, la violencia de las calles y la fragilidad de una mente confundida, los esquizofrénicos de Venezuela tienen años pasando las de Caín; temiendo de sí mismos y de su cruel carcelario, el Estado indolente. 

Estos testimonios fueron documentados por la organización Convite, A.C., en el marco del proyecto Monitoreo del Derecho a la Salud en Venezuela.

http://www.conviteac.org.ve/project/voces-de-la-escasez
@conviteac

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