Amigos, tragos de ron desproporcionados y risas, o cómo me gusta llamarlo: la rutina de los miércoles. Así pasaba mi noche en un famoso bar de la ciudad y es allí donde empieza esta historia.
Estaba con un par de panas hablando sobre cualquier cosa para desestresarnos. En estos momentos de apagones y locuras lo mejor es intentar estar cuerdo, o por lo menos disimularlo. Sentado ahí con los chicos, un pana me echa un chiste y yo me carcajeo durísimo sin darme cuenta de que mi nariz está como un grifo abierto de sangre. Primer red flag.
“¿Marico, Edgar, qué te pasa?”
Gritaban nerviosos por verme intentar frenar una hemorragia que al parecer me importaba poco, tanto así que para calmarlos les decía: “Tranquilos, esto es normal que me pase. Yo sangraba demasiado de niño”.
Logré frenar la hemorragia improvisando un tapón con una servilleta y un poco de hielo al mejor estilo de hospital venezolano sin recursos y decidí irme a descansar a casa. Los meseros me veían raro, como si hubiesen descubierto algo en mí.
Todo esto es una introducción a algo a lo que jamás le di mente: no pensé que había algo en mi cuerpo que había cambiado. “Eso es un vaso sanguíneo que se me reventó esa noche, pero eso se regenera”, me repetía como si una investigación en Google fuese un diagnóstico fiable. Una vez más un millennial creyéndose doctor.
Pues no, el viernes en la tarde, al salir del trabajo, acabó siendo el momento donde me di cuenta de que sí debía tomármelo en serio. Estaba en el estacionamiento con dos compañeros de trabajo y apareció un perrito. Era un golden retriever abandonado que ahora vive ahí, entre los carros, así que tuve que hacer lo que hay que hacer: hablarle cuchi. Y mientras le hablaba al perro como un demente mi nariz empezó a gotear de nuevo, pero estaba vez a chorros.
“Tranquilos, esperamos cinco minutos a que se me pase y nos vamos, chicos, no es mayor cosa”, decía despreocupado con el cuello un poco levantado para que la hemorragia cesara.
Pues no cesó. Tras diez minutos me seguía tragando mi sangre y escupiendo como si estuviera en una película de terror.
“Chicos, mi nariz tiene la regla, llévenme a una emergencia”.
Fue lo primero que le dije a Housam, un pana que me da la cola hasta mi casa y a quien en este relato le diremos “Toretto con Keratocono”.
Mi nariz no paraba de sangrar y me veía como alguien que acababa de caerse a puñaladas con un mendigo, así que Toretto con Keratocono acudió al llamado de rescatarme en mi emergencia y nos fuimos a buscar la clínica más cercana.
Ya en la vía, lo menos que me preocupaba era el sangramiento. No quiero ser malagradecido con Toretto con Keratocono, estaba preocupado y aceleró su carro para ayudarme, pero por mi mente pasaba esta frase: “coño si me voy a morir que sea desangrado, no por un accidente de tránsito con dos personas más, eso es peor”.
Luego de mucha velocidad, huecos no esquivados y muchas vueltas buscando un centro de salud que queda en el estacionamiento de un centro comercial de Caracas, llegamos a la clínica donde atenderían (o no) mi emergencia. No sin antes llevarnos de frente una acera.
Aún me siento mal por el carro. Perdón carrito de Toretto con Keratocono.
Estoy vivo. Toqué tierra con mis pies, después de eso lo único que pensaba era en el meme “soy inmortal mardito menor”. Me acerco a la clínica y lo primero que me dice un vigilante que estaba sentado en una recepción es: “No atendemos emergencia porque no tenemos admisión en la noche, papá”.
“Toretto con Keratocono, vamos a otro lado, llama a Jeannette para que te diga otra clínica donde me acepten el seguro”, gritaba desesperado.
Mi boca estaba llena de sangre, me ahogaba constantemente. Luego de algunos insultos míos a los doctores y al personal de la clínica que estaba allí, se resolvió mi admisión gracias a una palanca de la oficina. Resolver con palanca: 200 años siendo en Venezuela la única forma de echar adelante cualquier situación.
Tengo pocos recuerdos en la clínica, creo que una parte de mí borró el momento donde tuve que ser cortés con los doctores que me atendieron. Creo que me tomaron la tensión, recuerdo haber escuchado: “Papá, estás hipertenso, por eso estás sangrando demasiado, te voy aplicar este medicamento debajo de la lengua”.
Digamos que el trato de los doctores fue cordial luego de mi escándalo. Entrar a una clínica sin admisión haciendo berrinche porque no me atienden no es muy chévere para nadie, pero así pasó y lograron estabilizarme la tensión luego de insultos y gritos. Duré más de una hora y media sangrando por la nariz, tenía un shock, pensé que me estaba dando un ACV, qué se yo… en esos momentos uno piensa que tiene de todo.
Cuando quise irme los doctores dijeron: “Te tienes que quedar hospitalizado hasta mañana porque no podemos darte de alta, no tienes admisión porque lo resolvimos por teléfono”.
“¡Cómo un preso!”
Fue mi sonora respuesta. Lo que era una noche de viernes con una emergencia médica menor, terminó siendo un tira y encoge entre los doctores y yo para que me dejaran ir a mi casa con la promesa de volver en la mañana y arreglar todo el papeleo. Al final resolví de nuevo con la vieja y confiable técnica: usar palanca.
Por fin me pude ir tranquilo porque ya había pasado todo: mi nariz no sangraba, no me dolía la cabeza, tenía miedo de que pasara de nuevo pero estaba contento, me sabía amarga la boca de tragar tanta sangre. Hasta el día de hoy he ido a consultas médicas para saber si soy hipertenso y el diagnóstico es negativo. Me dijeron que somatizo mucho ante las situaciones. Una vez en el barrio que me crié escuché a modo de chiste que somatizar es igual a tener “mariquera”.
Pues entonces, así fue como un día creí que iba a morir pero resultó que solo tenía mariquera.