Opinión

Arranca de aquí con esa empanada chimba

Otro efecto de las redes y la nostalgia: romantizar a la empanada caraqueña. Como si fuera la gran cosa. ¿O lo es? David Jaimes Messori lo pone en duda desde la distancia y ofrece argumentos. Como la oriental no hay

empanadas
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En estos tiempos salvajes donde todo está tan jodido por todas partes, la exaltación de lo cotidiano mezclada con la nostalgia migrante se ha vuelto un ejercicio de autodefensa frecuente en las redes sociales: influencers (o intentos de ellos) metiendo el dedo en la llaga de la forzada diáspora venezolana por el mundo, promueven el culto y viralizan casi cualquier cosa, como aguacates, sanguchones, plátanos fritos, fotos en ascensores en «Santiago Metropolitan Region» y, sobre todo, empanadas.

Y además, te acusan de «hater» si osas revisar o cuestionar sus planteamientos.

Como caraqueño y sobreviviente ex habitante de las ciudades satélite, no entiendo ese culto moderno a la empanada. Para mí, la empanada suele ser una masa gruesa de relleno desconocido, típica de cantina de liceo o de taguara de la avenida Baralt, un día cualquiera de madrugar para ir a sacar la cédula o el pasaporte. Yace inerte, condensada, sobre un papel en el que escurrió casi toda su grasa, expuesta en un mostrador de vidrio.

En Caracas, a la hora de escoger una empanada llegué a escuchar recomendaciones como: «Pídela de queso, al menos así ves lo que tiene, que la de carne molía’ puede tener chiripas y no te das cuenta».

Esa empanada común caraqueña parece apenas un pariente lejano de la crujiente y siempre recién hecha empanada oriental, que ni la acercan al mostrador porque te la sirven al momento, conservando intacta su reacción de Maillard −esa caramelización de la superficie que tienen los alimentos tostados− y preservando la satisfactoria crocancia y frescura que te obligará a pedir la siguiente.

Si a eso sumamos que el relleno muchas veces está a la vista y la preparan frente a ti, la confianza aumenta. Una empanada de tamaño mediano a pequeño, para poder comer varias, que solo necesita un toque de guasacaca o picante para realzar su sabor, frente a una empanada citadina de dudosa calidad que sí necesita quedar ahogada en salsas para disimular el mal bocado.

No me vengan con que su tía Gladys o Maritza prepara las mejores empanadas de la galaxia y zonas circunvecinas. No, amigo. La empanada frita difícilmente se reproduce a cabalidad en casa. Casi siempre hecha al sartén y de cocción dispareja. Además, estoy refiriéndome a las empanadas de calle, que son las más democráticas.

Y hablando de democracia (o de falta de ella) la empanada ha tenido incluso tanto impulso reciente que se ha colado en la retórica populista. ¿Se acuerdan de Maduro zampándose media empanada de un bocado de modo furtivo y casi mordiéndose un dedo en cadena nacional? ¿O de Guaidó cerrando un discurso en Petare con un “¡qué vivan las empanadas!”?

En toda Caracas hay buenas arepas. O había, ya ni sé. Pero nunca ha existido abundancia de locales con buenas empanadas. Uno que otro comenta que hay un lugar en Los Dos Caminos que… Paja, no son lugares de conocimiento común. En Caracas ir a comer empanadas no es un plan como sí lo es o lo fue salir a comer arepas los fines de semana o después de una noche de fiesta.

Hace años, en San Cristóbal me llevaron a comer empanadas de ubre en un lugar de culto como tradición post rumbera. Maracaibo es igual: tiene sus lugares sagrados donde la fritanga ha alcanzado tan altos niveles que morir de un infarto se ha vuelto natural.

Recuerdo que cuando vivía en los Valles del Tuy, mi madre tenía que ir de vez en cuando a atenderse en el Ipas de Ocumare. Entrando al pueblo había un local llamado La Reina de la Empanada, que presumo no existe ya pero hacía las mejores empanadas que he probado.

Hasta en Zaraza, como en cualquier pueblo, hay varios lugares emblemáticos donde comer empanadas. Esas, por cierto, hoy están en su mayoría dolarizadas.

Te lo digo así

Propongo dos teorías complementarias sobre la ausencia de buenas empanadas en Caracas. En la primera haré un paralelismo con Santiago de Chile, la ciudad donde vivo desde hace cuatro años y donde también es un drama conseguir una empanada chilena masticable.

La empanada parece orientarse hacia una cocina de tipo campestre y necesita organización, espacio y cierta paciencia que en la metrópolis se pierde porque todos estamos apurados, frenéticos y arrechos.

La otra teoría es que la empanada se deteriora cuando se convierte en el último bastión ante una crisis económica familiar. Y explico qué significa eso: que su preparación cae en las manos de gente inexperta que cree que solo por la nacionalidad venezolana y por estar pelando bolas están en la capacidad de hacer empanadas mientras resuelven la falta de chamba o mientras llegan los documentos, en el caso de los «manaos» migrantes que salen con sus cavitas por las calles de Lima o Santiago, a ofrecer algo que poco convencerá por un motivo: las personas que hacen empanadas por necesidad inmediata no hacían eso en Venezuela, no es su oficio. Esto es lapidario y extensivo a otras preparaciones culinarias venezolanas como la cachapa.

Por los trágicos motivos que ya todos conocemos nos encontramos en el momento máximo de difusión de la gastronomía venezolana por el mundo y esta recae casi siempre en manos de no profesionales que en la mayoría de los casos sin querer ponen una cagada de antología.

Si llegó hasta acá y no está de acuerdo con mis intentos de razonamiento o se siente parte de la otra moda del momento y se encuentra ofendido, lo invito a revisar mi biografía en Twitter y ahí tendrá la respuesta. Si se quedó con el probable título tendencioso que pondrá el editor de esta nota, pues vaya directamente y caigame a insultos en Twitter y haga valer las palabras que Umberto Eco refirió a las redes sociales.

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