Opinión

Al acecho de los bazares sifrinos: el Bling Ring caraqueño se unió al grupo

María la de las estafas por Whatsapp evolucionó. O mutó. Una nueva modalidad de robos se aplica en las esferas sifrinas de Caracas

sifri
Publicidad

Una tarde de abril, Ana –una administradora de pelo corto, madre de exalumnos del Colegio San Ignacio– recibió una llamada. Una voz le indicó que aceptara un link que se le enviaría por Whatsapp: dando el código que aparecía en el link, recibiría una Guía de Lettering –72 hojas para practicar escritura biempensante, digna de invitación a matrimonio en la Quinta Esmeralda– de Marianella Morrison, la directora creativa de ese templo del este caraqueño que es Fresh Fish. Pero Ana, que había hecho ya el curso de lettering de Marianella durante la cuarentena del coronavirus, no es tonta: reconoció la estafa – por muy sofisticado que fuese el ladrón, que –además- ofrecía guías con marcadores Tombow para practicar trazos. Inmediatamente avisó a Marianella, quien estaba por empezar a dictar un nuevo curso –ya agotado– de lettering.

Era claro que el estafador de Whatsapp, quizás frustrado con su caligrafía, se había tomado la molestia de averiguar sobre el curso y las guías que vende Morrison. Y no era la única alerta. Días antes, un número venezolano de Whatsapp se hizo pasar por una academia de natación y contactó a varios de sus clientes. “Gracias a la Virgen Santísima ninguna de mis clientas cayó”, dice la dueña de la academia en un mandibuleo exquisito, de sifrina catira de la generación X con hombros salpicados de pecas.

Tras insultarse con el estafador de Whatsapp, la dueña de la academia montó guardia sobre el contacto. Día tras días, notó como cambiaba su foto de perfil, hasta que, una tarde, se convirtió en Marianella Morrison. Entonces, sin saber de Ana, también la contactó para avisarle. ¿Por qué se hacía pasar por Morrison, ofreciendo sus guías de lettering para hackear a las incautas?

Los estafadores, descubrió la dueña de la academia de natación, se habían apropiado del número de una doctora de San Antonio de los Altos. De esta forma, revisaron los confines laberínticos de su Whatsapp y encontraron a la academia y al curso de lettering y sus participantes. Morrison, en sus stories, se vio forzada a emitir una alerta: ¡Un malandro está ofreciendo cursos de lettering!

***

Con el frenazo económico –según datos de Ecoanalítica, el porcentaje de venezolanos que ganaban entre 0 y 100 dólares al mes aumentó de 30% a 53% entre julio y diciembre del 2022. Los estafadores de Whatsapp y redes sociales, una elusiva especie que chilla y revoletea por nuestro zoológico urbano, han ido mutando sus formas ante los cambios del ecosistema bodegónico venido a menos y cada vez más desprovisto de dólares: atrás han quedado las Marías y Anas que aparecían tecleando desde Tocorón, para dar paso ahora a formas más sofisticadas que intentan mimetizarse con la fauna sifrina –como aquellas flores que asemejan abejas– y así capturar a alguna presa incauta. 

En ese mismo abril cruel, Lisbeth Ciammaricone –la dueña de la marca de accesorios Lisacrochet– montó un story en su Instagram denunciando que un número mexicano, pretendiendo ser una tal “Ale Torrealba” y con una foto de perfil de dos manos brindando con champaña en Las Maldivas, la había contactado por Whatsapp para pedirle un regalo con urgencia. Para pagar los accesorios, le dijo, tenía un billete de 100 dólares y necesitaba vuelto. Y claro, el supuesto motorizado de la supuesta Ale Torrealba le entregó un billete falso: se llevó el vuelto, los anillos con gemas y los zarcillos en forma de estrellas.

El story desató una ola de respuestas y reveló un patrón: al menos una decena de marcas denunciaron hechos similares. Una tal Ale –que enviaba una foto de un billete de 100 sostenido por una mano con uñas púrpuras– necesitaba comprar con urgencia algún producto que buscarían sus dos motorizados. Entonces, se llevaban la mercancía junto con el cambio: pagando con lo que alguna vendedora describió como “un billete de Monopolio”.

¿Su principal característica? El uso de la palabra “amor”.

“¿Tendrás alguna bolsita de obsequio? Ya llamé al chico del delivery a buscar el dinero aquí en mi apartamento en El Bosque”, le dijo a una vendedora: “Amor puedes ir bajando”

“Buenas, ¿amor está disponible?”, preguntó a otra, interesada por una ración de colágeno.

“¿Amor talla?”, preguntó, por un suéter de corazones, a otra marca.

“Amor, buenas, ¿Me pueden enviar el catálogo de individuales?”

“Amor, ¿pero a qué precio están?”, dijo señalando unos zapatos Veja.

Anunciando que enviaba el dinero desde El Bosque o La Lagunita, diciendo que enviaría a un motorizado de Yummy o a su chofer, la escena se repetía: dos motorizados –de esos que desatan el pánico en la Caracas sifrina aterrada por hordas, atracos y mostachos descolorados– con un billete de monopolio.

¿Qué tenían en común todas las marcas? ¿Qué coquetería había movilizado a un par de estafadores en moto a buscar suéteres de corazones, franelas bordadas, collares de colores, proteína en polvo, pantalones cargo y pare usted de contar? Todas las marcas, se pudo concluir, participarían prontamente en el multitudinario bazar de la Asociación de Damas Libanesas Venezolanas (ADALIVE) en la Quinta Esmeralda.

Con atención, acechando a las islas de la Caracas dolarizada, los estafadores meticulosamente revisaron la página del bazar y contactaron marca por marca hasta hacer magia con sus billetes falsos. Y no fue su única parada: ahora con un número panameño (¿obra del crimen transnacional?) y con una nueva personalidad -una joven fotografiada en el atardecer, llamada Sol Martínez- intentaron hacer lo mismo con las vendedoras del bazar del Valle Arriba Golf Club, donde la alerta del bazar previo evitó otra ola de estafas del bling ring de los bazares sifrinos. La supuesta Sol Martínez contactó a las vendedoras, pero nadie le hizo caso.

Y el patrón sigue. Recientemente, el Whatsapp de Carolina Hernández –la dueña de Iskia, la icónica tienda de regalos de Las Mercedes donde las novias hacen sus listas de matrimonio– también fue “expropiado”. El usurpador de Carolina, que desea un bochornoso “feliz y bendecido martes” con emojis de corazones y caritas felices, escribe a las clientas de la tienda para “ingresarlas” al “nuevo grupo de Iskia” para que vean “los platos de repollo nuevos, una hermosura”. Luego, por supuesto, indica un código para entrar al grupo. Y así, se multiplica el robo de cuentas de Whatsapp porque parece que es muy difícil entender que nunca, jamás, debes darle ningún código a nadie. Ni siquiera para ver unos “platos de repollo nuevos” de Iskia.

Estamos viendo la versión caraqueña de The Bling Ring: la banda de adolescentes que en los 2000 se enfocó en entrar a las casas de múltiples celebridades en California y robaron alrededor de 3 millones de dólares entre efectivo y pertenencias.

Por supuesto, hablamos de la versión de un país tercermundista con una economía paupérrima, por lo que nuestro Bling Ring ha encontrado el target correspondiente: madres del este de Caracas que hacen yoga, divorciadas entregadas a la vida fitness en el gimnasio de su club, sifrinas emprendedoras que venden sus marcas de trajes de baño en bazares, rubias icónicas con negocios icónicos en Chacao y Las Mercedes y socias de Camurí graduadas en colegio de monjas.

Así, los estafadores usarán los suéteres de corazones robados y los collares arcoíris y tomarán proteína de Sascha Fitness, evolucionando, poco a poco, en formas más sofisticadas que pongan sus ojos en quienes aún perduran dentro de la burbuja de una economía que se consume: verdaderos pranes y malandros coquetos –sin renunciar a su bicha, su bigotico decolorado y sus cadenas de oro– enfocados en las marcas de sifrinas de Los Palos Grandes y Valle Arriba.

Atrás queda el “Hola soy María”, ahora van con los bazares caraqueños y quién sabe si apunten también a los de otras ciudades. Y siguen evolucionando, entrando al mundo de la economía y la intelectualidad: hay, incluso, algunos en Instagram que pretenden ser Asdrúbal Oliveros, el director de Ecoanalítica, una suerte de rockstar de la economía en redes sociales. Recientemente, Oliveros dejó saber que cuentas de imitadores –usando su foto y nombre– estaban contactando a sus seguidores en Instagram, enviando mensajes directos en los que ofrecen paquetes de promoción de criptomonedas, consultoría y servicios bancarios: por una cariñosa suma de inversión, por supuesto.

Quién sabe: al ritmo actual, ante la desesperación por la perdida de fuerza de la economía dolarizada y la posmodernidad de páginas webs hackeadas y la I.A. gubernamental, quizás los estafadores que usurpan identidades –ahora vestidos con licras de Clarissa Egaña y usando zarcillitos de estrellas– también empiecen a calcular el peso de las estafas de Whatsapp, Instagram y Facebook en el PIB de la República Bolivariana.

Publicidad
Publicidad