Opinión

Armando peo, las señoras salvarán a la democracia venezolana

Muchos se burlan, pero son las señoras quienes mantienen viva la llama de la lucha democrática: desde los clubes hasta las asociaciones de vecinos, siempre podremos contar con las doñas

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La señora Nancy, con una tablita de MDF llena de documentos, se acercó cuando me preparaba para nadar en la piscina del club. Con su figura bajita, bajo las anchas hojas de las palmas y ante el cielo azul decembrino, me solicitó firmar las hojas. “La junta directiva está secuestrada por tenistas”, me dijo: “¡Aprobaron sin permiso 50 mil dólares para unas canchas de pádel fuera del club!”. El pádel –placer espantoso, dulzura horrenda; verdadero circuito sectario caraqueño– ha sacudido a la sociedad de las colinas del sudeste como buena religión emergente: unifica a enchufados y sifrinos en su sinfín de canchas que simplemente pop up por todo el este de Caracas y ha desatado un conflicto entre la Alcaldía de Baruta y un grupo de vecinos ambientalistas en La Alameda opuestos a la destrucción de un bosque hábitat de pericos y perezas para dar paso a canchas de pádel.

“Firma, mi amor”, me dijo Nancy, quien es originaria de un país del Cono Sur y llegó a Venezuela en los neoliberales años noventa cuando su esposo fue trasladado por una multinacional: “Vamos a hacer una sesión extraordinaria y revocar a la junta”.

Yo –que llevo mi propio Súmate interno y adoro los referendos revocatorios– por supuesto firmé. “Además”, me dijo infartada: “Eliminaron el comité de admisiones”. Ahora, a discreción de la junta de tenistas, planeaban aceptar en el club a un “tipo del Servicio Penitenciario, amigo de la Fosforito”. Nancy, en su corazón, aún carga con la herida de la toma de Globovisión.

En efecto, Nancy convocó a un batallón de señoras opositoras. Siguió el escándalo –con el mismo estruendo de un cacerolazo en El Cafetal o Cumbres de Curumo– en grupos de Whatsapp y encuentros de socios. Así, las señoras socias –aquellas que se han apropiado el término “escuálido” con orgullo– lograron conseguir la cantidad de firmas necesarias para forzar a la junta de tenistas a rechazar al “amigo de la Fosforito”. Nancy y su batallón, mujeres resteadas, resultaron ser el último remanente de democracia grassroots venezolana; de movilización desde abajo.

Ley y orden en el club

Los clubes, como las juntas de condominio, muchas veces integran pequeños archipiélagos de democracia a un país acostumbrado a regirse por los terrores de “Con el mazo dando”, el fascismo de casilla de vigilantes de entes públicos o los caprichos de la nobleza que controla las cortes. Aquí, con sus propias ciudadanías (sean los socios o los vecinos), los habitantes de estas islas aún mantienen espacios de maniobra para hacer que el poder responda a sus poblaciones: forzar, por ejemplo, a la presidenta del edificio a cambiar el horroroso arbolito de navidad con lazos dorados que instala anualmente en el lobby desde 1982.

La democracia de los clubes y juntas de condominio, por supuesto, necesita todavía una aproximación de politólogos como Guillermo T. Aveledo o Paola Bautista de Alemán. Sin embargo, podemos declarar en primera instancia que no es una democracia liberal, inclusiva, con derechos inalienables para todos. Es, en cambio, similar a las “democracias populares” que rigen a países como China, Argelia y Laos: solo quienes están dentro del politburó (o el club) toman decisiones y participan en la deliberación. En este caso, la población que pasó el filtro del club y fue conferida el estatus de socio.

Las señoras de los clubes son seres de la ley y el orden. Sin dudarlo, coquetean con aquel eslogan de “orden, familia, plata” que pregona María Corina Machado ante las primarias opositoras. “En mi club, mi mamá y las señoras de su clase de yoga tuvieron un mega peo con otra clase de yoga porque estaban agarrando el espacio que le correspondía a la clase de mi mamá”, dice una socia de un club caraqueño. Las señoras –¡otro ejemplo de movilización grassroots de los clubes!– recolectaron firmas, una acción que terminó con un socio rival presentado en “disciplina” por gritarle al profesor de yoga de las abajofirmantes.

“Viva la justicia”, dice su hija.

Y nada las detiene. “En el club había una jeva que se metía en todas las clases de spinning y se tomaba fotos con quotes como ‘soy la queen’ y ‘la dura de La Lagunita;”, dice, con desagrado una madre del Instituto Cumbres: “Las de spinning le preguntaban a la tipa si era socia y decía que sí. Además, le quitaba el cupo de clases a socias”. Es que, para infarto de las señoras del spinning y sus spandex multicolores, la ‘dura de La Lagunita’ realmente se estaba coleando en el club. “Se organizaron unas tipas y mandaron su foto a la portería y la jeva más nunca pisó el club”. Ley y orden en los campos de golf.

Con el estupor de una guarimba en Santa Fe, muchas veces los socios defenderán los oasis antediluvianos que son sus clubes con todas las herramientas posibles: “Hace unos años, en el club hubo un problema con las elecciones”, dice una socia de uno de los clubes de golf en el este: “Un socio nuevo, supuesto testaferro, compró diez acciones sin el traspaso. El señor quería colarse a la junta y venderle las acciones a enchufados, garantizándoles la admisión”. Un grupo de socios –temiendo un deslave demográfico, una nakba sifrina– crearon una plancha cerrada con hijos y familiares de los fundadores del club, ganando las elecciones. La Mesa de la Clubidad Democrática.

A veces, incluso, la lucha de estamentos se fermenta dentro del propio lugar. En una ocasión, una falsa rubia –suerte de tusi pasada de moda, cuando el culo artificial empieza a venirse abajo y los fillers parecen pudrirse en la cara– confrontó con manoteos y gritos a un entrenador del gimnasio que le pidió recoger sus pesas. El entrenador, un exoficial de las Fuerzas Armadas, la ignoró irreverente. Pero la legión de Madres de Valle Arriba que entrena allí salió en su defensa.

“¡Esa es la amante de Chávez!”, gritaban entre risas en un frenesí diabólico. La mujer, vestida en licras rosadas, abandonó el gimnasio. “Increíble la nueva gente del club”, dijo una señora sifrina: “El otro día una mujer, en los lockers, dijo por teléfono que si no le terminaban la obra les iba a mandar a los círculos bolivarianos”.

En eso llegó un señor, otro cliente del entrenador, preguntando de qué se trataba el zaperoco: “Mañana nos van a mandar a los círculos bolivarianos”, le respondió sonriente una de las señoras.

Autócratas en la piscina

Los clubes también pueden ser autocracias en manos de “presidentes vitalicios”, quizás la versión más sofisticada de gente con mucho tiempo libre.

“En mi club hubo elecciones presidenciales y ganó la junta que lleva seis años mandando”, dice –riendo– una socia de uno de esos clubes étnicos donde se congregan las diásporas en el país: “Todo fue muy socialista, ni Maduro se atrevió a tanto. Hubo de todo: sobornos, censura, acoso, persecución. Muy loco todo”. Los socios críticos, dice ella, fueron incluso citados a “disciplina”. Así, pululan las pequeñas dictaduras de las piscinas, las canchas de tenis o de las chozas en La Guaira.

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Además, en ocasiones, la autocracia nacional también pasa sus coletazos por los clubes. No es solo la cada vez más común entrada de socios ligados a la nueva aristocracia –con cuentos estrafalarios, como boliburgueses comprando juntas directivas con Rolex de regalo o tusis de plástico proliferando en los gimnasios y piscinas– sino el uso de recursos del Estado para doblegar a los cayos e islas de las señoras y sus democracias populares: el uso de amparos legales, por ejemplo, por parte de socios rechazados por su lealtad a una revolución que alguna vez intentó expropiar los campos de golf de Caracas para convertirlos en terrenos para construir viviendas de interés social. El club de golf de Caraballeda no tuvo la suerte de sus primos capitalinos.

En una ocasión, cuenta un socio tenista, un “empresario político” ganó –en nombre de su club– un torneo de tenis. Sin embargo, los participantes de otros clubes lo acusaron de ganar con trampa. Una asociación de clubes procedió a investigar las acusaciones, estrellándose contra una demanda de difamación por parte del ganador. Enfrenándose a abogados feroces, siguió un resquebrajamiento: con renuncias en la asociación y el casi desplome de esta.

Ni el tenis se salva de la demolición de la sociedad civil.

El poder de las señoras

Sin embargo, no se puede dudar del poder de las señoras. Las doñas de El Cafetal –las vecinas de mediana edad del este de Caracas, radicalmente opositoras, que con la cara pintada de la bandera y un koala en su cintura cacerolean contra el rrrrrrrégimen; aquellas antiguas fanáticas de Globovisión; devotas de Nitu, apóstoles de los rumores de “ruido de sables” en Fuerte Tiuna, adecas patriotas, esparcidoras de Piolines y mensajes cursis y amantes de las palabras compuestas como “narcorégimen” y “castrocomunismo”– han resultado ser verdaderamente el último bastión de la lucha democrática.

Mientras el país se dopa –se desentiende y se repliega del espacio público; se entrega a la apatía, renuncia al sueño del cambio y suelta la polarización ante un mundo de cohabitación y normalización de lo que hasta ayer era motivo de cacerolazo– esas doñas todavía tuitean el horror, remarcan lo grotesco y se organizan para recordarnos que el mar de la felicidad ha sido el mayor deslave de nuestra historia.

Son aquellas naufragas de la democracia –negadas a soltar el sueño de revivir las libertades civiles y políticas– quienes vigilan a los alcaldes del chavismo azul o quienes serán defensoras de las mesas de votación en 2024.

Son ellas quienes marchan contra la tala de los árboles caraqueños, forzando a Fuerza Vecinal a producir un carrusel bochornoso de comunicados desligándose del más nuevo arboricidio.

Fueron ellas quienes evitaron que se interviniera un muro del diseño original de Burle Marx en el Parque del Este. Son ellas quienes, a pesar de la fuerza bruta que asfixia al país, todavía ponen sus miradas enloquecidas sobre el poder.

“Mi mamá de 71 años y otras tres señoras, recogieron casi 14.000 firmas en tres urbanizaciones para proteger un cerro y entregaron papeles en el Ministerio del Ambiente e Inparques”, dice un profesor de la Universidad Católica Andrés Bello: “Desde hace un año y medio, ese cerro se llama Parque Recreacional Ruiz Pineda: se convirtió en el Sabas Nieves de Montalbán”.

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