Sexo para leer

#SexoParaLeer: Entre escoltas

Ella ganó experiencia y autoridad en la materia con los años. Tantos años compartiendo con escoltas le quitaron la pena frente a ellos, rumbea, tiene sexo y hace todo con ello... y sus compañeros deben aceptarlo así

Texto: Juanchi Chero
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La conocí en la universidad cuando las marchas del movimiento estudiantil estaban a la orden del día. Me llamaba la atención no encontrarla en ninguna de estas manifestaciones estudiantiles, pero casi siempre coincidía con ella en los pasillos, ya que frecuentábamos el mismo grupo.

El tema político era inevitable y ella siempre lo evitaba. Estaba en desventaja porque en una universidad no bolivariana, la militancia oficialista no tiene mucho protagonismo. Le pregunté a mi amiga, quien intentaba «pichármela», por qué nunca opinaba sobre el tema país.

-Flaco, esa chama es chavista y es hija de una pesada del gobierno- me dijo.

La idea de recostarla en una de las paredes de los pasillos abandonados de la universidad y tener sexo clandestino con ella, se mezclaba con el repudio al régimen. Sin embargo, sus tetas no dejaban de ser perfectas, o al menos así las imaginaba.

El tiempo y su radicalización hacia el proceso, enfriaron todo mal pensamiento que le tenía, hasta que me la encontré en época de Maduro. Aún peor.

Era raro volverla a ver y más, en un bar de ‘sifrinos’. Nos pusimos al día. Su grupo se fue temprano pero sus escoltas seguían rondándola. Yo no me había dado cuenta de ello. Ni los había visto. Aproveché los rones y la música para hacerle sentir el queso que le tenía. Se había puesto más buena. El pantalón le resaltaba un culo prodigioso.

El ron me hizo la segunda porque accedió cuando le dije para bailar. Con ella, se levantaron dos torres vestidas de negro con cara de pocos amigos, logrando un anillo de seguridad que protegía el ‘perreo’ que iniciábamos.

Incómodo bailar así cuando dos personas intimidantes resguardan y/o alcahuetean tus ganas de quitarle la ropa a otra. El alcohol y su culo recostado a la felicidad de mi pantalón, hizo que nada más importara.

“Vámonos por ahí”, dijo dándome un beso y posando su mano dentro de mi ropa. El instinto respondió primero.

Al salir del local, busqué las llaves del carro dentro de mi chaqueta. Ella me detuvo: “Mi amor, no tienes que manejar a ninguna parte. Móntate aquí conmigo y olvídate del resto”. Los dos escoltas ya habían buscado el carro y nos esperaban.

Al entrar a la camioneta negra, comenzamos a besarnos. Los escoltas arrancan. Los besos se encendieron con una inevitable ‘metedera de mano’: “Te quiero mamar el güevo”, dijo sin filtro.

No existe espacio prudente entre el asiento de atrás y el de adelante. No exíste la intimidad. Los dos gorilas en la parte de adelante le subieron volumen a la música como si nada pasara.

Ella comenzó a quitarse la ropa. Al fin y por primera vez pude ver sus tetas. Eran perfectas: redondas, simétricas, paraditas. Me paralizaba la idea de tirármela con sus escoltas a un asiento de distancia.

Continuó desabotonando mi pantalón y con delicadeza y morbo pasó su lengua por mi miembro: “No te preocupes por ellos. Quiero que me cojas aquí”, dijo mientras se atragantaba con él. Enseguida se quitó lo que aún la mantenía vestida. Se montó encima y comenzó a gemir una vez penetrada.

Solo me concentraba en sus tetas. Si llegaba a ver sobre su hombro, un posible e indeseado contacto visual por el retrovisor con quien manejaba, podía acabar con mi valentía y matar el momento. Debía llegar hasta el final.

“Quiero que me cojas en cuatro”, dijo entre gemidos. Lo único que pensé fue en sus nalgas rebotando y el morbo de llevarla a mi ritmo. El dejarse llevar logró conseguir la posición ante la incomodidad del lugar. La volví a penetrar. Una vez entró asumió mi ritmo con placer. Gritaba. Gemía. Yo mantuve la concentración. Sabía que le daba la espalda a una de las peores incomodidades de mi vida, pero esas nalgas lo valían.

“Méteme el dedo en el culo”, susurraba. Era por demás bizarro que dijera esas vainas delante de sus escoltas, aún así lo hice.

Un último gemido tembloroso me notificó su orgasmo: “Ahora te toca a ti”. El sexo oral era teletransportador. En segundos volví a la realidad con impulsos de bombardearla con mi descarga: “Acábame encima, no quiero que manches el carro”, dijo con autoridad. ¿Cómo coño dices eso después de gritar que le metiera el dedo en el culo? Nos complací. Llenarle las tetas de ´leche’ mejoró la fantasía. La recibió como si una ducha después de una tarde de calor, alejara todos los problemas.

Un beso en la barriga y un: “vístete rápido”, me dieron a entender que ya no había más nada que hacer allí. Los escoltas, como sincronización cinematográfica, abrieron los seguros de la puerta. Me bajé. Ella dijo que me llamaba.

No entendí cómo lograron hacer para calcular cuánto duraríamos tirando; cómo manejaron con tal habilidad para que todo se llevara a cabo con ‘normalidad’; ni cómo mantuvieron la compostura ante el acto. No debía ser la primera vez que presenciaban una aventura de ese tipo.

No volvió a llamar y lo agradezco. Tirar entre anillos de seguridad no ofrece ninguna garantía. Sus tetas, las mejores que he visto.

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