Viciosidades

Un amor en el apagón

Tengo la hipótesis de que muchas veces un suspiro produce otro en la distancia, se contagia como la gripe y así fue cuando la pensé. Ella suspiró desde su casa. Poco sabíamos lo que sufriríamos los días que vendrían a continuación, pero esta vez no tendría que ver con nosotros, sino con un gobierno ineficiente y unos "bolichicos" que estafaron al país.

Composición gráfica: Juan Parra @juanchiparra
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Todos tenemos terribles discusiones que mutan en peleas. De esas de las que no te puedes escapar con una disculpa.

Así fue la de Elena y yo el miércoles 6 de marzo, el timing no pudo ser peor.

Todo lo negativo que me dijo sobre mí es probablemente verdad y por eso me hizo tanto ruido. Quedé suspendido en mi cama viendo cualquier canal para hacerme compañía y no sentirme tan solo.

Solo dentro de mí mismo.

Para nuestros padres era fácil: un país relativamente estable, una buena educación te garantizaba un buen trabajo y listo. La fórmula de casarse rápido y temprano también les ayudó a establecerse, aunque menos mal pasó de moda.

Me aterra pensar que mi papá tuvo a mi hermano a los 27 y a mi me faltan dos años para llegar ahí.

En fin, la dictadura juega un papel importante en las relaciones amorosas de veinte y tantos años y tiene sentido.

«¿Para dónde nos vamos?», «¿Qué hacemos?», «¿Cómo?», «¿Cuándo?», son preguntas que pueden despertar pasiones y hasta herir sensibilidades. No estábamos manejando bien esos temas.

Falta de planificación, falta de país también.

La luz «se fue» por primera vez en la tarde del jueves. Pensé que tamaña suerte la mía, se los juro que lo único peor que un ratón sin comida es un apagón enguayabado. Te deja solo con tus pensamientos, con pocas o ninguna distracción.

Mi mamá estaba de viaje y me hizo envidiarla un poco. Ella en Margarita y yo en este cuarto de La Urbina «pasando roncha».

Mierda que egoísta soy, qué tiene que ver mi vieja con este guayabo.

Me lancé uno de esos decretos que uno hace con uno mismo, como debe hacer Maduro cuando se come un cochino entero, me dije: si a las 6:15 no llega la luz, me voy a casa de mi abuela. Pensé que la tragedia era solo en mi zona.

A las 6 y algo ya estaba en la autopista de Prados del Este. Empecé a escuchar reportes en la radio. Empecé a notar la dimensión del problema.

«…en toda Venezuela»: esa determinante oración dicha con la voz fúnebre de Unai Amenábar retumbaba en mi cabeza mientras llamaba a mi papá. Me dijo que fuera a su casa en Santa Marta.

Manejé hasta allá con pocos ánimos. ¿Será que podría pasar un despecho con ron como cualquier venezolano?

Pasé una noche de mierda. Como las tres que seguirían a esa.

Un mensaje de WhatsApp bien romanticón es la rosa de mi generación: se muere con el tiempo pero tiene repercusiones positivas, en general, para el futuro.

Me seguían los recuerdos de la pelea a la mañana siguiente. Quise concentrarme en la arepa pero mientras comía, solo recordaba que ella tiene cocina eléctrica.

Nuestra pelea o ruptura, o ambas, se congeló en el tiempo. La manera más balurda de congelar algo en el tiempo, por cierto.

Fui a trabajar al día siguiente para tratar de registrar algo de lo que había pasado. La pauta fijaba un presagio de fatal depresión: un recorrido por hospitales de Caracas.

¿Soy egoísta si digo que, sorprendemente, me hizo bien?

Sí, el Materno Infantil estaba sin luz. Pero me sorprendió la cantidad de madres esperando y dedicadas a sus hijos contra todo pronóstico, con todas las jugadas de una dictadura en contra. Verdadero amor, le dicen.

Ya eran las 4 de la tarde del segundo día. Descubrí una nueva fuente de ansiedad: la cercanía a la noche cuando no hay luz. Pensé en hacer algo loco y comprar una planta eléctrica y llevarla a su casa. La fantasía del héroe que se desmonta en algún momento de las relaciones.

Después me calmé dentro del caos y pasé otra noche de mierda.

El tercer día vino con una misión inevitable: buscar comida. Mi papá y yo fuimos hacia una zona del oeste de la ciudad en busca de alimentos no perecederos. “A Elena no le gustan las sardinas”, pensé como un gafo.

En medio de las colas vi a un niño con su hermanita. Se veía que eran “de la calle” y supongo que contaban con poco efectivo. El “chamo” compró un cambur y se lo dio a su hermana. Entrega, le dicen.

Cuando uno atraviesa una ruptura se empieza a cuestionar si hay algo mal con uno mismo. Si es que acaso no fuimos lo suficiente para la otra persona o quizás no somos capaces de tener la suficiente disposición a que las cosas funcionaran. Maduro ni de vaina se pregunta eso.

De regreso en la casa de mi papá nos vimos sumamente afectados por la “ladilla”. Algo lógico en estas situaciones.

Después de una partida de cartas contra mi papá, en la que yo digo que me hizo trampa, concluí que somos terribles perdedores los venezolanos. Decimos que nos hicieron trampa para objetar la victoria del otro. Es una cuestión de ego, no admitimos perder. Con ese pensamiento me fui a dormir, en otra noche de mierda.

El sábado ya estaba a punto de volverme loco. Más deprimente que bañarse con tobito (experiencia que miles de venezolanos atraviesan rutinariamente) es no bañarse y no me pude bañar.

Sobre la franela que elegí rocié con colonia la parte de las axilas para disfrazar el tufo, esta técnica milenaria la bauticé como “colonia Derwick” porque, es el “parapeto” de que se está haciendo algo, no se hace y aparte le robé la colonia a mi papá porque él tiene mejores colonias.

Para la técnica necesitas una colonia ajena.

El guayabo no estaba tan presente como la depresión mezclada con “caligüeva” que me invadió esa mañana. No quería hacer nada, no tenía ganas de nada.

Crecí sabiendo que mis papás me podían botar de la casa, que en el colegio si me portaba mal me expulsarían, que si me cachaban fumando marihuana en la universidad no habría posibilidad alguna de graduarme y que si no iba al trabajo, me quedaba desempleado.

No me adapto a la idea de que unos malandros estén sistemáticamente botándonos del país. No se los quiero entregar, pero la voluntad cede. He protestado, he trabajado, he ayudado a comunidades y últimamente, he soportado, que es mucho decir. Se te agotan las ganas de hacer.

Lo más insólito es que pensé que si llegara el momento de emigrar para mí, me pasaría lo que a muchos les sucede: tendría el corazón y la mente en un lugar que se está hundiendo, desde lejos. Hay contras que no consideramos para esos casos.

Lo mismo me pasaba con mi relación con Elena. Veía la posibilidad de que se desvaneciera por completo y la incompetencia del sistema eléctrico estaba venciendo. Me estaba dejando sin ganas.

Por eso hice un último acto de rebeldía, en la tarde/noche traté de lavarme los “sobacos”, me cambié de franela y salí a buscarla. A buscar no sé qué.

Con nervios manejé hasta Santa Fe, donde Elena reside, con más nervios pasé por el portón abierto de su edificio y encontré a un grupo de personas abajo, entre las cuales estaba mi suegra. O ex suegra, no sé.

La saludé y fue como siempre una señora. Me gusta creer que me tiene tanto cariño como yo a ella, pues no había conocido suegra tan buena.

Sorprendida, pero sin hacérmelo saber, me invitó a subir. Me dijo que Elena estaba arriba pues se sentía mal.

Subí tres pisos de escaleras hablando nimiedades con la mamá de la que asumía o asumo, como “el amor de mi vida”. No sabía lo que me esperaba.

Al entrar a la casa me encontré con su hermano. Un “tiempo sin verte, bro” se tradujo en mi cabeza como: espero que estés bien. Pero los hombres no nos decimos esas vainas porque… bueno, por mariqueras.

Entré al cuarto de Elena y estaba acostada en su cama. Vi sus ojos sonreír porque estaba tapada con una cobija hasta la nariz.

Se medio incorporó y me abrazó.

-No sabía que venías

-No tenía como avisarte

Creo que me salió hasta mejor.

Hablamos e imperó el amor. ¿Desde dónde? Desde la genuina preocupación, por ella, por su familia, por su estado anímico. Fue recíproco.

Necesitábamos tiempo para lamer las heridas y en la conversación que tuvimos ahí en esa cama y un par de besos a escondidas se asomó lo que realmente importaba. Me dijo que dejáramos los problemas atrás y yo de güevón (porque me habían mandado al c…) le dije que teníamos que hablar primero, después.

Qué gafo. Qué orgulloso.

Nos despedimos con cariño y con miles de posibilidades por delante.

Llegué a mi casa y me quedé viendo una película hasta tarde, celebrando la repentina llegada de la
luz. Me fumaba un cigarro y veía Twitter cuando leí sobre la explosión en La Ciudadela.

Desde esa terraza de Santa Marta vi a Caracas apagarse por zonas. ¿Fue terrorífico? Sí, pero pensé que en algún momento llegaría la luz. Como a todo.

Esa metáfora me calmó y traté de mandar un SMS, nunca salió y entonces lo publiqué en Twitter, como un acto de Romeo 2.0.

Esa noche dormí mucho mejor.

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